Si Shakespeare es para Bloom la cifra y el modelo a imitar,
la vara de medir y en definitiva el centro del canon occidental, en el caso de
la literatura en lengua castellana hay que constatar dos siglos dorados y en
cada uno una estrella fulgurante: para el siglo XVII, Cervantes; y para el XX,
Borges.
En el primero, la metrópoli imperial, con capital en el
Madrid de Alatriste, era el centro de la galaxia literaria hispánica y alumbró
el llamado Siglo de Oro español, período de una trascendencia difícil de
igualar en todos los géneros literarios: teatro, poesía y novela. Es el tiempo
en que las letras hispánicas se erigen en referentes de calidad para toda la
cultura europea. Pensemos en el Lazarillo, en la “comedia nueva” de Lope, en
Quevedo, en Góngora y Calderón, y por supuesto, en Cervantes y el Quijote.
Es la época de los viajes a Roma y a Nápoles, las batallas
con los turcos por controlar el Mediterráneo, las luchas en Flandes, la
rivalidad con Inglaterra y Francia, la salvaje conquista de América, la
intolerancia religiosa y el misticismo, el arte de Ribera, Velázquez o
Zurbarán…
En este período se gesta la leyenda negra, el denso
imaginario que pervivirá en el norte de Europa durante siglos y que pinta a los
españoles como fanáticos, crueles, tiránicos y codiciosos. Y a la vez se
construye un imperio ultramarino que extiende la lengua española por todo el
planeta. Época, al fin, de esplendor deslumbrante y sombras terribles, tan
miserable como magnífica, con los claroscuros y las contradicciones vibrantes
del arte barroco, centuria prodigiosa que se extiende de 1550 a 1650.
Y en ella Cervantes es el centro, el resumen y la superación
genial de toda la literatura renacentista: porque domina y funde en el Quijote
todos los géneros narrativos, porque explora y desarrolla elementos y fórmulas
narrativas novedosas, porque crea un relato “saco” en que cabe de todo
(comedia, fantasía, aventura, filosofía), porque crea ambientes y personajes
inolvidables, porque divierte y alecciona a la vez, y además lo hace con
símbolos y materiales extraordinarios en su simplicidad, en un tono menor,
llano y a la vez preñado de una ironía finísima que todo lo atraviesa y a todo
da un doble sentido.
Pero el metro de platino es doble: y si Cervantes ilumina hasta
la mitad del siglo XVII, luego la llama se apaga y, la literatura en castellano
sólo resurgirá con auténtico brío y originalidad tras la puesta a punto
modernista, en la América
de principios del siglo XX, primero con Rubén Darío y luego con Borges. Porque
con este último se resumen y se superan definitivamente el romanticismo y el
realismo decimonónicos.
Borges es un escritor total y su obra -como dijo él mismo
refiriéndose a Quevedo- equivale a una literatura completa. En él se
manifiestan tanto el ímpetu ilustrado dieciochesco, con su gusto por la cultura
enciclopédica y el ensayo riguroso de estirpe racionalista, como la exaltación
romántica y expresionista que no retrocede ante audacias verbales y
sentimentales. Con él entra de nuevo el Oriente en la literatura castellana: el
Bhagavad-Gita, las 1001 noches, Confucio y Lao Tse, la sombra del Buda y los
últimos narradores japoneses. Nada escapa a su interés, desde los mitos
precolombinos a los místicos sufíes o las sagas islandesas. En todo, Borges va
un punto más allá que el resto: enlaza sin esfuerzo la tradición hispánica con
la anglosajona, sumergiéndonos en un vasto repertorio de lecturas universales;
desarrolla símbolos y tramas perfectas; y sobre todo, lleva al límite la
precisión estilística en ensayos, relatos y poemas de innegable belleza.
Y así es, en América y en torno a Borges, donde y como surge
la mejor literatura contemporánea en español, la que llega más viva y pujante
hasta hoy, la que tiene más éxito mundial y se perfila como el canon más
difundido en ventas de ejemplares, en escuelas y universidades, en la red y en
los medios de comunicación en este principio del siglo XXI: García Márquez,
Vargas Llosa, Isabel Allende…
Porque de Borges han bebido todos: los escritores del “boom”
latinoamericano y los nuevos narradores peninsulares, los que están en ciernes
o en potencia y los consagrados. Todos reconocen su magisterio y siguen su
estela, cada uno a su manera, eso sí. Su lectura resulta, pues, además de un
reto, un descubrimiento continuo y un gran placer, una tarea ineludible.
Referencias:
Miguel de Cervantes (1605-1615): El ingenioso hidalgo Don
Qvixote de la Mancha.
Juan de la
Cuesta, Madrid.
Jorge Luis Borges (1989): Obras completas (3 vols). Emecé
editores, Barcelo
Fuente : El canon
literario
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