viernes, 28 de febrero de 2014

Jorge Luis Borges y Henry James o la soledad mestizada de dos escritores intranjeros




Jean François Daveti

Université Paris VIII

Borges enseñó la literatura norteamericana a los estudiantes porteños e inició al joven público norteamericano en los placeres de los textos argentinos. Simboliza un cosmopolitismo que durante más de 80 años lo llevará a frecuentar un sinnúmero de literaturas y de autores, antes de terminar su vida en Ginebra, su Ginebra, la de El Otro, la que acoge en sus años de adolescencia, sus amistades, sus amores frustrados, pero también la de Los Conjurados, donde se mezclan el desencanto de los últimos instantes, la búsqueda confusa y febril de un modelo de hermandad a la vez utópico, desusado y conmovedor. Escritor paradójico, casi indiferente a las simbiosis raciales que han podido conocer ciertos países de América, Borges, en su visión a veces anacrónica del mundo, no habrá cesado de identificar casi exclusivamente Estados Unidos con Nueva Inglaterra, dando la impresión, con razón o sin ella, de vivir en un universo reducible al solo mundo occidental, a imagen de aquellos griegos antiguos que limitaban el cosmos a Grecia. Niega el influjo del contexto (político e histórico) en la literatura, citando a menudo la frase de Whistler, «Art happens», afirmando que el arte es independiente de toda contingencia. Sin embargo, a imitación del Mark Twain de Huckleberry Finn (1885), quien asienta definitivamente la escritura norteamericana en su especificidad, Borges intentará afirmar con fuerza, en su juventud, su americanismo. Es la época de Inquisiciones, El Tamaño de mi esperanza, El Idioma de los Argentinos y Evaristo Carriego. No logra verdaderamente imponer su modelo, basado en un criollismo urbano y en la figura del compadre. Recupera las isotopías del duelo y del coraje constitutivos del gaucho e intenta quitarle su importancia a éste en el proceso de identificación nacional. Al mismo tiempo, anuncia con perspicacia la hora de los escritores sudamericanos. Recalca «la influencia irrecusable que los norteamericanos han ejercido y ejercen en la literatura europea» (1) así como el alcance universal de Emerson , Walt Whitman y Poe.

Unos cuarenta años más tarde, en Introducción a la literatura norteamericana, insiste en los fundamentos teológicos y puritanos de la nación americana; subraya la importancia de una aproximación estética y la preeminencia del individuo, mientras celebra Estados Unidos como primera democracia de los tiempos modernos. Se detiene en el Transcendentalismo, en su carácter polifacético que abarca teología, poesía, educación, utopías comunitarias. El movimiento, cuyo mascarón de proa es Emerson, brota en reacción contra la escuela de teología de Harvard, acusada de reflejar la imagen de una sociedad petrificada, alejada de las realidades democráticas del momento y de los ideales revolucionarios frente a la ola del capitalismo naciente. Desemboca sobre una antinomia ambigua que junta política y mística, solipsismo y universalismo, edificación de las masas y ejemplaridad de los héroes del pensamiento. También vuelve a encontrar la inspiración alegórica de los teólogos del siglo XVII. Procede de aquella Nueva Inglaterra predilecta de Borges y que tanto tiene que ver con la Old England. Tal es, en parte, el mantillo sobre el cual crecen las obras de Borges y James. En su prólogo a La Humillación de los Northmore de James, Borges destaca el cosmopolitismo de este neoyorquino educado sucesivamente en Inglaterra, Francia e Italia, la multiplicidad de sus centros de interés, el fracaso de sus tentativas de escritura teatral y la relativa indiferencia con que la crítica británica acoge su producción literaria. Señala que se radicó en Inglaterra a los veintiséis años; los viajes casuales que emprendió hacia América lo llevaron a lo máximo hacia Nueva Inglaterra. En sus diálogos con Osvaldo Ferrari (2), Borges hace recordar a su interlocutor que James, si bien nunca fue considerado por sus contemporáneos como un americano, tampoco fue aceptado como un europeo de pleno derecho. Esa ambigüedad infiltra toda la obra, compuesta sobre la oposición entre la moral convencional artísticamente estéril de Estados Unidos y el bullicio intelectual de las metrópolis europeas amenazadas insidiosamente por la decadencia moral.

Hecho revelador, Borges incluye a James en su Introducción a la literatura inglesa en la que le dedica una página y quien vuelve a figurar en Introducción a la literatura norteamericana donde se hace hincapié en los relatos cortos, juzgados superiores a las novelas. Borges describe de manera sintética un trayecto que va desde las relaciones entre europeos y americanos hasta una temática más universal, la de «la perplejidad humana ante el universo» (3). Ese dilema, en el que se debatió James lo asemeja a Borges. El escritor argentino se encuentra también apartado dentro del ámbito literario latinoamericano. Pobló su soledad con Poe, Emerson, Melville, Thoreau, anteriores a la novela, al realismo. Celebró el culto a los antepasados y cultivó la épica durante toda su vida. Recibió una educación inglesa marginal en el Río de la Plata, donde las élites tradicionales solían impregnarse de cultura francesa. Se puede decir de Borges que es un escritor americano en el sentido de que a imitación de aquellos, tiene que asumir su condición de expatriado del interior; se mueve en un espacio intelectual que poco tiene que ver con el mundo referencial, si no es para invertirlo, subvertirlo o pervertirlo. Acechado por el infinito, se refugia en una literatura del solipsismo. Borges y James son paradigmáticos de esta soledad del escritor americano, debida a la ausencia de un entorno cultural estable que constituyera una referencia común:
Hemos nacido americanos- hay que aceptarlo. Considero que es una gran ventaja, y pienso que ser americano es un medio excelente para adquirir cultura. Como raza, poseemos excepcionales disposiciones y me parece que superamos a las razas europeas ya que podemos, de un modo más independiente que ninguna de ellas, interesarnos por formas de civilización ajenas, podemos ser exigentes, en fin (en el ámbito estético) podemos reivindicar nuestro bien sea donde sea que lo encontremos. (4)
Al estar en posición acentuada de desfase con respecto a una sociedad que no corresponde a sus mayores aspiraciones, se niegan a pintarla. Entonces, arman un mundo ficticio de alcance metafísico, moral, allegado a los mitos bíblicos y cristianos, a una actitud transcendentalista y alejada de todo realismo. Cada texto encierra su enigma, su paradoja, su búsqueda espiritual.

¿Cómo no pensar aquí en los relatos alegóricos de Hawthorne -verbigracia Wakefield- condicionados por la huella puritana en «un mundo de castigos enigmáticos y de culpas indescifrables?» (5). ¿Cómo no pensar tampoco, y sobre todo, en el prefacio de Un retrato de mujer, en que James compara la ficción a un edificio dotado de un número infinito de ventanas, a las que se asoma el escritor, pero al que le hace falta una puerta callejera para liberarse? Las biografías de Borges y James comparten esa soledad esencial del escritor americano. A una toma de conciencia desde el interior en el caso de Borges, corresponde un estatuto de expatriado para James. Quisiéramos ahora averiguar cómo ambos transcienden en un plano estético su condición propia.

Siempre en el prólogo a La Humillación de los Northmore, Borges nota la extrañeza de esta obra. Ubica a James al lado de los «profesionales de lo irreal» que son Kafka, Melville y Léon Bloy. Según él, la especificidad del texto jamesiano estriba en una extrañeza a primera vista insignificante, debida a omisiones perfectamente calculadas, que fomentan ambigüedad y pérdida de identidad.

En «La Esquina alegre» (The Jolly Corner), un hombre, Spencer Brydon vuelve a Nueva York tras 33 años de ausencia en Europa y se pregunta con insistencia quién hubiera podido ser al quedarse en la ciudad. Su casa nativa de Manhattan, espacio aislado, pronto se transforma en un espantoso espacio laberíntico, en el que yerra su doble. El protagonista duda constantemente de su presencia al mismo tiempo que el lector ignora si las visiones invaden el mundo referencial o si por lo contrario, Brydon está penetrando un mundo de fantasmas. De esta red de incertidumbres, concretada por un sinnúmero de puertas del que consta la casa, nace lo fantástico. Éste a su vez permite preguntarse sobre el fenómeno de la identidad.

La coyuntura que sostiene el relato de James, es un elemento estructural que revela las múltiples visiones metafóricas del destino. James deja que su personaje se encierre dentro de su propio mundo imaginario. La asombrosa multiplicación de puertas debida, como lo señala no sin humor James, a un fenómeno de moda en la época de la construcción de la casa, prepara el estado de alucinación del protagonista. Estas puertas, suerte de ajuste simbólico del paso progresivo de lo real hacia lo super numerario, del exterior hacia el interior, acompañan un lento proceso de cosificación de la persona, un vértigo de la conciencia. Brydon está totalmente sometido a la configuración espacial, a esta esquina alegre, en la que las puertas, proyecciones de su conciencia acaban por apostrofarlo cómicamente. La lucha interior desemboca primero sobre una renuncia. La imposibilidad de penetrar este mundo fantasmal impide el acceso a la memoria y se traduce por una contracción, un estrechamiento del tiempo que figura el decurso de una vida fatalmente limitada. Espacio, tiempo e identidad flaquean y se desvanecen. Como Borges, James cree en un pasado y un futuro modificables que intenta dramatizar. La aparición de su doble, en el que no se reconoce, que lo espanta, confirma la inexistencia de una identidad propia. La onirogénesis, (recordemos que la misma visión ocupa, en el mismo momento, el sueño de Alicia Staverton, amiga de Brydon), refuerza la incertidumbre en cuanto a la naturaleza de la interpenetración entre mundo virtual y real, entre el mundo fantasmal y el humano. Brydon encarna la oposición entre lo accidental y lo esencial, entre ser y devenir. Intenta sitiar, rodear a su propia alteridad que acaba por acosarlo, por arrinconarlo literalmente. Llevándolo hacia un estado avanzado de alucinación, su búsqueda lo deja sin respuesta. El desvanecimiento de Brydon, que marca el final de su odisea acerca de la identidad, sugiere esa misma «Nadería de la personalidad» borgeana.

En este artículo, Borges intenta demostrar la incongruencia de la noción de personalidad para sacar algunas consecuencias estéticas. Afirma la negación del yo como conciencia unificadora, considerándolo como un estado presente, determinado por una situación particular, en un momento particular. Además, la memoria es incapaz de asentar al yo, ya que sólo produce olvido y deformación del pasado. No es en absoluto una estratificación exhaustiva de momentos presentes y de estados anímicos aleatorios procedentes de la contingencia. Esta oposición entre lo uno y lo múltiple, Borges piensa resolverla uniendo las paradojas, fusionando los contrarios y presentando la individualidad movediza, inestable, huidiza y, de hecho condenada a tambalear según las circunstancias. Echada afuera de un pasado imposible de alcanzar, fuese por intermedio de la memoria, proyectada sin cesar hacia un futuro igualmente ilusorio, la individualidad participa de un movimiento perpetuo que es preciso abarcar bien que mal. Luego, volviendo sobre la estética del siglo XIX, Borges reafirma que fue la de la subjetividad triunfadora, de la ilusoria aprensión por intermedio de la palabra, de una realidad una e indivisible, a la que opone irónicamente un espacio meta ficticio, procedente de la lectura. Considera al héroe realista como una individualidad ametafísica, cuya sombra basta para aplastar el espacio limitado de una sociedad que pretende ser el único cosmos posible. Antes que inscribir a su protagonista dentro de una esfera sociológica, prefiere el campo metafísico, en el que ya no es más la duración, el tiempo devorador, sino el instante fugaz, incierto, lábil el que podría en rigor revelarle de manera milagrosa su razón de ser.

Estas virtualidades jamesianas, estas soluciones imaginarias (recordemos que se trata del hombre que Brydon hubiera podido ser, al haberse quedado en Nueva York), Borges las explota de manera hiperbólica, desde un punto de vista personal y autobiográfico en "Borges y yo" y "El Otro". A la coyuntura de James, corresponde la conjetura de Borges. Con «El Otro», Borges, imagina un encuentro entre el joven y el viejo «Borges», y despoja su fantástico de todo espanto. Fiel a su concepción elástica del tiempo, escoge una forma de diálogo que acerca dos ocurrencias efectivamente realizadas. Superando la extrañeza que experimenta para el adolescente que fue en aquellos años, logra transformar el relato en un lugar de conversación refinado que gira en torno a un conflicto de generaciones. Humor distanciado e ironía, permiten exponer de manera difractada una axiología y una estética. Desengañan el concepto de texto sagrado e imponen un relativismo mordaz, que se repite con una incansable regularidad a lo largo de toda la obra. Relato seudo etiológico, «El Otro» bebe en las fuentes del mito personal para denunciar mejor su naturaleza quimérica. Es la crónica de un intento abortado de juntar dos fragmentos de una misma persona. Espacio textual en el que la alegoría le gana de mano al símbolo, enuncia con brillo la nulidad y la insignificancia del yo, del continuum ontológico. Para Borges, sólo la literatura puede colmar esta grieta enorme. Es lo que lo justifica.

La lección del maestro (1888), trata de los tormentos propios a la creación literaria. Expone la relación entre el escritor y la crítica o el público. Plantea el problema de la posición económica y social del escritor. Siguiendo los consejos de un maestro, Henry St George, incapaz de contentarse con un público limitado, y que reconoce haber sacrificado su obra a cambio de una vida mundana dirigida del todo por su mujer, un joven escritor, Paul Overt renuncia a la mujer que ama, Mrs Fancourt y se aleja de Londres dos años para dedicarse plena y enteramente a su obra. Al regresar, Overt se entera de que se han casado Saint George y Mrs Fancourt. Este guión, que no supera una mera obra de teatro ligero, vale por la escenificación de la ilusión, de lo oculto. Socava los cimientos de la percepción. Relato costumbrista, denuncia la superficialidad de la vida londinense que no permite profundizar la meta artística. Nos enseña a un Saint George veleidoso que va de inauguraciones en exposiciones y confiesa ser acaparado por lo mundano. «¡Demasiadas cosas! ¡Demasiadas cosas!», exclama y repite St George. La cosa, palabra clave del léxico jamesiano, (6) metaforiza ese especie de perdido-recuperable que infiltra el texto con insistencia. Se adentra a hurtadillas, inquieta al personaje y se cierne sobre la integridad del texto, amenazado continuamente con la délitescence fuera de lo fantástico, y con la revelación de que constituye su propio secreto. También es cuestión aquí, de la renuncia a cierta existencia posible, a ciertos accidentes. El lector tiene la impresión de que al aconsejar la ascesis a su discípulo, además de urdir una intriga que lo aleja de Mrs Fancourt, St George concreta de manera oculta y por poderes, a semejanza del mago de «Las Ruinas circulares» de Borges, uno de sus posibles destinos, que no pudo nunca realizar. Es emblemático de la situación del escritor no sólo con respecto a sus personajes, sino también de la figura del propio autor, que está perfilándose detrás de la máscara de la ficción. Saint George es la exacta inversión de James, que en Borges, ilustra la puesta en tela de juicio de la concepción bohemia del artista y del triunfo fácil; «Flaubert y Henry James nos han acostumbrado a suponer que las obras de arte son infrecuentes y de ejecución laboriosa» (7), afirma el comentarista de «Examen de la obra de Herbert Quain».

«La verdad de un hombre estriba en primer lugar en lo que oculta» afirma un viejo dicho anónimo que hubiera podido ser el epígrafe de «La imagen en la alfombra» (The Figure in the Carpet). El relato evoca, más allá de las relaciones entre el escritor y la crítica, el misterio del proceso creativo. Un joven crítico, el narrador de la ficción, se asombra cuando se entera, de la propia boca del gran novelista Hugh Vereker, de que el artículo que le dedicó a su último libro, prescinde por completo de lo esencial. Luego Vereker le explica que su obra se basa en un «pequeño hallazgo», un motivo desarrollado de libro en libro, que le parece evidente, pero que la crítica nunca ha notado. La entrevista entre Vereker y el narrador-crítico registra sobre el modo humorístico, la impotencia del periodista y su insistencia fuera de lugar frente al secreto que preside a la elaboración de toda obra de arte. Esa búsqueda de verdad exagerada asimila el crítico a una forma hiperbólica de lector más cercana del perro rastreador o del detective que del esteta. Le niega toda dimensión hedonista a la lectura, la reduce al simple ejercicio de la racionalidad, del logos. Notemos de paso que una banal historia de crítica literaria es capaz, bajo la pluma de un Henry James, de provocar muchos estragos. Poco después de la mitad del relato, el ritmo se acelera. Tras un largo viaje iniciador a las Indias, Corvick, amigo del narrador, quien ha penetrado el secreto, y su mujer a quien lo ha comunicado, se mueren sin trasmitirlo a nadie y dejando al narrador en el más profundo estado de desesperación. Afirmando la primacía de «una forma de verdad, no una verdad coherente y central, sino más bien lateral y dividida», para retomar las palabras de Thomas de Quincey, el texto jamesiano arguye el fracaso de toda revelación absoluta. Refuta de antemano su carácter místico y se refugia dentro del esoterismo, entendido como enseñanza reservada a una minoría de discípulos. De la misma manera que Saint George le proponía a Overt escribir sólo para un puñado de personas (dos o tres), Vereker considera que sólo puede comentar su obra un círculo limitado cuyo acceso permanece supeditado a la aprobación del maestro. Más que una crítica, James instaura aquí una metafísica del texto, una teoría del conocimiento de éste, intuitiva y suprarracional, trascendental. Su philosophia perennis somete a discusión la realidad del secreto entendido como aclaración a toda costa. Admite la impotencia del pensamiento, la necesidad de callar lo indecible. Entonces, la derrota del narrador, en ese timo que lo opone al autor intratextual, consiste esencialmente en creer que ignorar el secreto -¡ si es que hay un secreto único!- equivale a la incapacidad de legitimarse como lector.

En su «Epílogo» a El Hacedor, Borges relata la alegoría de un hombre que se propone dibujar el mundo y al que antes de morir le está revelado que sólo ha dibujado su rostro. Como los de James, los textos de Borges son metaficticios, son discursos sobre el lenguaje, lo inefable. Demuestran que es el habla la que condiciona, en última instancia, la índole fantástica de la ficción. En «El espejo y la máscara», la absoluta, la infinita belleza que encierra un poema provoca el suicidio del poeta y la huida del rey que de repente se vuelve vagabundo. Este texto, metafórico del recorrido literario de Borges, escenifica las muertes simbólicas del joven ultraísta o del escritor nacionalista que encontraremos dramatizado de nuevo en «El Sur». El personaje realiza dentro del texto, la cristalización de unas máscaras de orígenes diversos (literarias, espaciales, temporales, metafísicas) entendidos como los diferentes modos de actuar de su autor, portador de una verdad que lo destruye y que enfrenta por medio de la literatura. Dahlmann, en «El Sur», asume una dimensión autobiográfica. Simboliza el Borges de la época de ensayos tales como «La Pampa y el suburbio son dioses» por poco que dentro del trozo siguiente, se quiera sustituir Borges a Dahlmann y el espacio literario borgeano de los años veinte y treinta al paisaje del Sur:
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. [...] También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. (8)
Entonces, nos parece que la muerte de Dahlmann significa el entierro del escritor del criollismo urbano. «El Sur» representa la imposible aproximación y la no menos imposible reconstitución de un pasado caduco que sería acrónico querer exhumar, como lo atestigua «la imagen hierática y atemporal del protagonista, en medio de la llanura, como un daguerrotipo de antaño» (9). Es una de las posibles significaciones de la muerte de Dahlmann, especie de fantasma literario que hubiera podido ser Borges, al no haber optado por un cambio de rumbo.

Se puede afirmar con fuerza la existencia muy temprana de una literatura americana cuya peculiaridad consiste en trabajar en la mezcla para entregar un texto teratológico, trabajado por lo infinito:
El recurso al relato de fundación, en el esquema puritano [...], significa la voluntad de reformar, regenerar la literatura europea en América a partir del fragmento textual separado de ella. Esa recomposición del lenguaje europeo inadecuado -alejado de la Palabra- exige que se retome sin cesar una actualización de la experiencia original e imposible de representar de la Fundación: la exégesis infinita del texto en tanto como espacio y del espacio dentro del texto. (10)
Borges no dice otra cosa cuando intenta definirse como europeo: «Nosotros somos unos europeos exiliados y además exiliados lo suficientemente lejos [Subrayado nuestro] como para tener la visión de Europa» (11). Se trata pues de la definición de una americanismo estrictamente cultural y que sabe no poder prescindir de un pasado de una riqueza excepcional, al mismo tiempo que se otorga el derecho, sino el deber de una mirada crítica sin concesión hacia esa misma Europa. Asimismo Borges no elige entre Valéry y Whitman sino que considera a ambos como símbolos de su continente con sus calidades y deficiencias, carencias que parodia en «Pierre Ménard, autor del Quijote» o «El Aleph». El nacimiento del género fantástico americano corresponde a una pérdida de puntos de referencia espaciales y temporales, culturales y a la búsqueda de un orden nuevo. Su misión consiste en dar cuenta de la ausencia considerada como objeto. Enseñar la nadería, tal es la proeza del texto fantástico. Almotasim no revela nada, sino unos tenues reflejos de reflejos rebuscados de manera accidental; Pierre Ménard, el plagiario escapa de la ley y del tribunal; nadie ve a Hládick en «El Milagro secreto» terminar su drama y Aureliano, en «Los Teólogos» perpetra una denuncia cuyos móviles quedarán para siempre desconocidos para sus contemporáneos. Más cerca de nosotros, Borges inscribe a Carriego dentro de la ecclesia invisibilis de las letras. Toma a broma ciertas prácticas pleitistas y echa a perder el «todo interpretable» ante el cual el texto se retracta. El estallido del espacio y del tiempo origina y favorece las utopías polimorfas del continente. Aislado, fragmentario y fragmentado, inasible por su tamaño mismo, implica una subversión del orden europeo ordinario, al que se sustituye lo extraordinario, lo desmesurado de las Américas que encarna Buckley, ese millonario megalómano y desdeñoso, deseoso de sustituirse a la divinidad, creando un universo inverso al nuestro, y atormentado por la obsesión del secreto.

James construye «Otra Vuelta de Tuerca» (The Turn of the Screw), alrededor de una multiplicidad de misterios que envuelven a cada uno de los personajes. La discreción es la norma que recorre todo el relato y condiciona su existencia. A partir del momento en que la narradora autodiegética, un aya, rompe el pacto de buena conducta que reside en proteger a los niños, a partir del momento en que los interroga de manera brusca, el relato se desvanece, desaparece. La muerte del niño, Milton, al final de la ficción dramatiza la desaparición del texto, bajo el ataque de la interpretación. Muerte del personaje y final de un texto que remite sin cesar a su propio funcionamiento coinciden perfectamente. Ya en el prólogo, el texto promete al lector, bajo el modo irónico del overstatement, más y más en cuanto a fantástico. Esa insistencia anuncia un texto autotélico que desenmascara la letra es decir el lenguaje como único proveedor de lo fantástico. James prefigura a Borges, el cual señalará la frontera entre realidad y ficción en un cosmos pensado de entrada como literario, y en el que la referencia bibliográfica, real o apócrifa, condiciona la duda del lector. «Otra Vuelta de Tuerca», con sus atosigadoras visiones de espectros, plantea también el asunto del conocimiento de la mirada ajena (en el caso la de los dos niños) y del punto de vista, constitutivos del relato. La búsqueda del aya se limita a dilucidar -sin lograrlo nunca- el grado de inteligencia, entre los niños y los espectros: de ahí el sinfín de preguntas.¿Tal vez sean los niños seres sobrenaturales? ¿Intentan juntarse con los espectros que les inculcaron el mal y podrían destruirlos en cualquier momento? El lector encuentra de nuevo como en «La lección del maestro» o «La imagen en la alfombra» la idea de que un individuo puede manipular a otro, pero retomada aquí de manera abismal. ¿Manipularán los dos niños al aya, como ésta lo piensa a veces? ¿O ella será objeto de sus propias alucinaciones? ¿Acaso esas neurosis no traicionan un amor secreto e imposible de confesar? ¿Existen realmente los espectros? Tantas preguntas que en última instancia recaen sobre el lector, convidado a despecho suyo a participar de este universo teratológico donde el monstruo de lo indecible acecha en cada página. Comparte esta distancia insondable entre él y el mundo que experimenta el personaje y que materializan la ausencia y el duelo.

En Borges planea la presencia inquebrantable de los muertos y de sus secretos que quedan por desenterrar: Quain, Ménard, Hládick, Cartaphilus son unos cuantos espectros que ocupan el campo textual y se corresponden al aya o a los domésticos de «Otra vuelta de tuerca», al retrato de la novela «El sentido del pasado» o al recuerdo de Corvick quien descifra, en «La imagen en la alfombra» un misterio estético perdido para siempre. Depositario del manuscrito del aya de Bly, Douglas consiente a exhumarlo -no sin rodeos- para leerlo ¡cuán ceremoniosamente! a sus invitados. Un doble movimiento que tiende a toda costa a alcanzar el secreto y que al mismo tiempo lo protege, anima el texto. Douglas, intermediario entre el mundo de los espectros y de los vivientes, mediatiza la relación al igual que los narradores-comentaristas de Borges, encargados de cultivar la memoria de los difuntos, pero también de extirpar su secreto. Existe sin embargo una diferencia esencial entre los dos universos. En Borges, el personaje no tiene en absoluto conciencia de la atmósfera fantástica en la que está sumergido. Es el punto de partida de situaciones aberrantes que él considera a priori usuales y que se empeña en provocar y luego en prolongar, sin ningún límite. La irónica sagacidad de un narrador con un grado de omnisciencia mudable, ayuda a entender sus actos, juzgados fantásticos sólo por el lector. Por el contrario en James, el personaje se inquieta y se interroga continuamente -y con él el lector- por la condición sobrenatural o no de su entorno. A la connivencia más o menos natural entre el narrador y el lector que establece Borges, a despecho del personaje, James opone una identidad de situación entre lector y protagonista.

* * *

En lo que atañe al concepto de América, se nota en Borges un desfase nítido. Aunque no tenga términos bastante duros y excesivos para estigmatizar la falta de madurez política del continente sudamericano (12), es perfectamente consciente, y esto muy temprano, de la realidad de una vida cultural fidedigna: En «El otro Whitman», denuncia la primacía de Europa y de París en el ámbito artístico: «Los hombres de las diversas Américas permanecemos tan incomunicados que apenas nos conocemos por referencia, contados por Europa» (13). Clausurar la serie de relatos cortos de Historia Universal de la Infamia con «Hombre de la esquina rosada» es afirmar de modo implícito la presencia real y deseable de una épica argentina dentro de la literatura universal. El texto que yo considero fundador de la poética borgeana, «Sentirse en muerte», donde Borges afirma tutear la eternidad, remite claramente a un espacio americano: "La vereda era escarpada sobre la calle, la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún". Es decir que aquí coinciden texto originario y continente de los orígenes. En «El fin», cuento que rescribe el «Martín Fierro», Recabaren «acepta los rigores y las soledades de América». El viaje que emprende Dahlmann hacia el Sur significa conquista y búsqueda de identidad. El infierno en el que se mueve, su estadía en una clínica por unos días que se confunden con siglos, la indeterminación entre sueño y realidad, la nebulosidad espacial, todo contribuye a borrar y a duplicar el esquema actancial y a inscribir el relato dentro de lo simbólico alegórico. Pasamos del actor al arquetipo, del relato al mito. «Al fin me encuentro con mi destino sudamericano» piensa Francisco Laprida en medio de las balas que zumban. El Sur significa barbarie, orillas de la ciudad y cuchilleros cultores de coraje, pero también encuentro con el arriesgado destino propio y colectivo (14), desprendimiento de Europa considerados como una perspectiva lejana, difícil de aceptar, un reto que puede resultar mortal. El nacionalismo popular y el peronismo, que ya están preparando de antemano la toma del poder, expresan alejamiento y aislamiento con respecto a las democracias sajonas. Poema cifrado, «El poema conjetural» asienta a Borges en tanto como opositor tenaz a Perón si no con las armas, por lo menos con el verbo. Dahlmann y Laprida permiten escrutar pasado y porvenir. Encontrarse con su destino sudamericano significaba para todos los argentinos la necesidad urgente de enfrentarse con la realidad política confusa de estos años cuarenta y cincuenta. Significaba también para todo el continente, ubicarse de manera decente en un tablero político internacional que sólo ofrecía unas perspectivas dramáticas e inciertas. Significaba en fin, un proceso de maduración política en un continente que Borges, desconsolado, juzgaba predestinado a producir caudillos.

Según Edel, «En 1904-05, Henry James vuelve a ver a Estados Unidos tras una ausencia de veinte años. Descubre otra vez Nueva York.[...] Nueva Inglaterra [...] Acude a Washington Place [...] donde un nuevo edificio había provocado la desaparición de su antigua casa [...] Inspeccionó la Quinta Avenida en la que había jugado en su niñez» (15). Espejo de tinta, «La Esquina alegre» recuerda desde un punto autobiográfico, la identidad del escritor minada por la diferencia creciente entre Europa y América. Se puede considerar como un relato mítico-fantástico inspirado en parte por el alegórico Rip Van Winkle, de Washington Irving. ¿Qué representan para Brydon sus orígenes norteamericanos? Un punto de partida, para conquistar nuevos e inmensos horizontes que se renuevan al infinito o por lo contrario un redil, el hogar hacia el cual replegarse a imitación del recorrido de Ulises. Brydon sacó durante más de tres décadas unos recursos sustanciales de sus casas neoyorquinas pero se considera como un modesto rentista. Hombre del pasado, quiere cumplir tardíamente con su «destino americano», con el afán de modernidad, de desarrollo capitalista, que anima al país. «La Esquina alegre», en inglés, The Jolly Corner. Ya el título, polisémico fomenta cierta ambigüedad. Corner significa también en el dialecto de Wall Street el monopolio, el acaparamiento, el trust, los malos negocios. La visión monstruosa que acosa al protagonista es dual. El espectro se llena de una carga simbólica insospechada. Brydon se encuentra descuartizado entre su repulsión pasada, heredada de sus antepasados, y su fascinación presente por el Sueño Americano que se vuelve pesadilla. Es una especie de resucitado, de intranjero para retomar el neologismo de Jean Bellemin-Noël. Plantea no sólo el problema de la identidad sino también de la ubicación, del lugar y derechos de los expatriados. La amistosa presencia de Alicia Staverton, que nunca dejó su paraíso, su país de las maravillas de Irving Place permitirá un regreso decente (16).

Borges y Henry James, Henry James y Borges, dos destinos literarios, dos soledades construyen su práctica de la escritura fantástica, en parte sobre el origen mítico e imposible de representar de la Independencia del continente americano. Los espectros de James establecen que el sueño americano no es el sueño estadounidense; Borges, plenamente instalado en la cultura occidental, trabaja para forjar un europeísmo que según dijo Octavio Paz, no sin astucia y perspicacia, es muy americano.



Notas

(1). "Guillermo de Torre. Literaturas europeas de Vanguardia in Martín Fierro,segunda época, Buenos Aires, Año 2,número 20, 5 de Agosto de 1925.

(2). "Sur Henry James", in Nouveaux dialogues avec Osvaldo Ferrari, Pocket, "Agora", Paris, 1990, p 56-62.

(3). Jorge Luis Borges, Obras Completas en Colaboración, Buenos Aires, Emecé Editores, 1997, p 1019.

(4). Carta a Perry, citada por Lucette Veza, Henry James, le champ du regard, Paris, La Table Ronde, 1989, p 294.

(5). Jorge Luis Borges, Obras Completas 2, Emecé, Buenos Aires, 1989, p 55.

(6). Véase Bernard Terramorsi, Henry James ou le sens des profondeurs. Essai sur les nouvelles fantastiques, L’Harmattan, Paris, 1996, p 287.

(7). Jorge Luis Borges, Obras Completas 1,op cit p 461.

(8). Jorge Luis Borges, Obras Completas1,op cit p 527-528.

(9). Maryse Renaud, "El gaucho en los cuentos de Borges o de los ritos de la memoria a la celebración de lo pasional" in América, p 211.

(10). Bernard Terramorsi, Le Mauvais Rêve américain. Les origines du fantastique et le fantastique des origines aux Etats-Unis,L’Harmattan, Paris, 1994, p 28. Traducción nuestra.

(11). Jorge Luis Borges, Borges A/Z, Selección, prólogo, y notas de Antonio Fernández Ferrer, Ediciones Siruela, coll «La Biblioteca de Babel», Madrid, 1988, p 95

(12). «Lo que se ha hecho en América del Sur puede importarnos a nosotros y a España también. El modernismo, por ejemplo. Pero al resto del mundo, no. Es decir, que si no existiera América del Sur no ocurriría nada...El «descubrimiento», claro. Si América del Sur no hubiera sido descubierta no existiríamos ni usted ni yo -le decía a María Kodama. Pero, al mismo tiempo, es más importante el descubrimiento del Oriente. [...] Creo que todavía somos un espejo bastante pálido de Europa y de los Estados Unidos, desde luego, sí. ¡Hasta ahora la historia sudamericana es tan rara! : por un lado, las personas que se hacen llamar «el supremo», «el supremo entrerriano», «el salvador de las leyes»; en mi tiempo Perón era «el primer trabajador», su mujer oficialmente «el hada rubia». No creo que se den esos excesos en otras partes del mundo, ¿no? in Jorge Luis Borges, Borges A/Z, op cit, p 253-254.

(13). Publicado por primera vez en La Vida literaria en enero de 1929. Luego integra Discusión. Véase Obras Completas1,Buenos Aires, Emecé, 1989, p 206.

(14). Véase Horacio Salas, Borges. Una biografía, Buenos Aires, Editorial Planeta, 1994, p 209 y passim.

(15). L. Edel, Prólogo a «The Jolly Corner», in The Ghostly Tales of Henry James, citado por Bernard Terramorsi, Henry James ou le sens des profondeurs. Essai sur les nouvelles fantastiques. L’Harmattan, Paris, 1996, p 164 y passim.

(16). Véase el análisis de Bernard Terramorsi, Henry James ou le sens des profondeurs. Essai sur les nouvelles fantastiques, op cit, p 164, passim.. Essai sur les nouvelles fantastiques. L’Harmattan, Paris, 1996, p 287.

Fuente : Lehman College

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