miércoles, 11 de marzo de 2015

Jorge luis Borges: el sentido de la violencia




Ricardo Rey Beckford

Los primeros trabajos narrativos de Borges, reunidos en 1935 en Historia Universal de la Infamia, fueron escritos entre 1933 y 1934. Unos veinte años después esos mismos trabajos no eran para su autor más que "el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias".

La aspiración de quien falsea la historia no suele ser otra que la historia misma. Pero estos "ambiguos ejercicios" que no aspiran, por cierto, a la historicidad, no omiten ninguno de sus gestos. Examen de hechos y detalles significativos, distinción entre circunstancias comprobadas y simples conjeturas, enumeración de fuentes documentales y bibliográficas: todo obedece a las apariencias del más riguroso historicismo. Pero la ambigüedad de estas "historias" va mucho más allá de los gestos.

Sabemos que los hechos por sí mismos, aislados, resultan ininteligibles; que sólo la teoría y el método de la historia, al descubrir sus íntimas conexiones, al darles un sentido, les otorgan historicidad. Por consiguiente, no es imposible hacer historia con hechos falsos o erróneos -historia falsa o errónea, por supuesto- del mismo modo en que es posible no hacer historia con hechos ciertos.

La ahistoricidad de estas historias de la infamia no deriva de la presunta falsificación de los hechos. Falsificación, por otra parte, cuyos alcances no pueden ser determinados a través de una simple lectura. Ignoramos dónde Borges se atiene a los hechos y dónde los falsea. Sabemos, en cambio y con absoluta certeza, que la totalidad es ficticia. Y lo sabemos no porque el texto lo declare de un modo expreso, sino porque lo oculta de un modo expreso. Es a través de un procedimiento irónico, de un deliberado exceso de semejanzas y similitudes con la historia, que Borges alcanza la ficción.

La de estos relatos no es, por lo tanto, la simple ambigüedad de lo que participa al mismo tiempo de lo falso y de lo verdadero. Lo que aquí se observa es una ambigüedad más radical y exasperada: es el encuentro de dos modos de concebir el mundo- el histórico y el literario- que se contraponen y excluyen con violencia.

El resultado de este enfrentamiento- que vuelve difíciles todos los caminos- es una estructura narrativa discontinua, fragmentaria; una serie de rápidos disparos. Una estructura que está declarando la incompatibilidad del tiempo histórico y del tiempo literario.

La violencia que caracteriza a los protagonistas de estos relatos se suma a la violencia de la estructura narrativa y ambas se encarnan en un estilo que, como el de Borges, está hecho de bruscos contrastes, de enumeraciones arbitrarias, de saltos imprevistos.

El estilo de Borges no tolera la neutralidad. Su prosa excluye cuidadosamente todo posible reposo; no permite ni se permite la menor indolencia. El lector no tarda en averiguar que el curso de esta prosa es imprevisible, que no puede adelantársele. Apenas lo intenta, descubre que no es eso lo que se le dice, que es otra cosa.

Pero, ¿cuál es el sentido o, al menos, qué presupone la violencia del narrador? Los cuentos de Borges no nos conceden un solo momento de reposo. Buscan, casi con desesperación, sorprendernos. Esta desesperación tiene un significado inequívoco: desconfianza, falta de fe en lo literario. Aunque en rigor la falta de fe rebasa aquí lo meramente literario. De lo que se trata es de un escepticismo radical, de una visión del mundo muy próxima al nihilismo.

El aspecto lúdico de su literatura, que con tanta ligereza se le ha reprochado, tiene un sentido dramático: en el universo incognoscible el hombre es un jugador de puro azar, un jugador forzado. La apariencia de este juego es racional, como por necesidad lo son los distintos sistemas y doctrinas que pretenden conocer y explicar el universo. Pero esta racionalidad sólo oculta para Borges una arbitrariedad esencial: la arbitrariedad de la apuesta.

El juego de azar excluye la experiencia. Cada partida exige una apuesta del jugador. Gane o pierda, el resultado no le servirá como experiencia cuando deba enfrentar la próxima partida. El juego de puro azar no permite el adiestramiento ni el progreso del jugador. En cada partida deberá comenzar de nuevo, partir de la nada y en esa nada que es la partida, apostar.

La literatura de Borges parte de esa nada que es el mundo para quien advierte la impotencia del conocimiento humano y sobre ella arriesga una nueva interpretación. Esa interpretación puesta sobre la nada, es apuesta -conjetural, renovable y siempre renovada- es la confirmación de que el mundo admite todas las interpretaciones y ninguna.

Al igual que para el jugador de azar, a quien ni la experiencia ni la racionalidad pueden asistir, para Borges sólo cuenta el destino, la fatalidad. En ese enigma impenetrable del universo, en donde el hombre es apenas un jugador forzado, todo es posible. El reino del azar es el reino de la arbitrariedad.

Pero esta concepción del mundo que los relatos de Borges repiten con insistencia, no obedece al extravagante capricho de una subjetividad singular. Por más grande que sea el talento de Borges -y lo es en grado superlativo- su obra no deja de pertenecer a un lugar y a un tiempo determinados.

Creo que estos cuentos fantásticos, tal como se los suele calificar, han captado y expresado estéticamente rasgos muy profundos de nuestra realidad. Hasta el punto de convertirse en el testimonio más lúcido y más valiente que la literatura argentina podría exhibir en lo que va del siglo.

Esta última afirmación puede no ser compartida. Intentar demostrarla o determinar, al menos, el modo en que lo testimonial se manifiesta en los cuentos de Borges, es una pretensión no sólo ardua sino también injusta. Pone en peligro esa distancia que es condición esencial del mundo estético e implica un inevitable rebajamiento de lo literario.

"Nuestro pobre individualismo" es un ensayo que data de 1946. Se trata de un trabajo menor: unas pocas páginas en donde se señalan algunos rasgos distintivos del carácter argentino. Escribe Borges:

    El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo no un ciudadano. Aforismos como el de Hegel El Estado es la realidad de la idea moral, le parecen bromas siniestras. Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un periodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo después a la policía; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una maffia, siente que ese héroe’ es un incomprensible canalla.

    El mundo, para el europeo, es un cosmos, en el que cada cual íntimamente corresponde a la función que ejerce; para el argentino, es un caos. El europeo y el americano del Norte juzgan que ha de ser bueno un libro que ha merecido un premio cualquiera; el argentino admite la posibilidad de que no sea malo, a pesar del premio. En general, el argentino descree de las circunstancias. Puede ignorar la fábula de que la humanidad siempre incluye treinta y seis hombres justos -los Lamed Wufniks- que no se conocen entre ellos pero que secretamente sostienen el universo; si la oye, no le extrañará que esos beneméritos sean oscuros y anónimos . . . .

Pienso que estas líneas podrían multiplicarse y aún agravarse sin mayor esfuerzo. Pero sea cual fuere nuestra opinión sobre su veracidad, lo cierto es que no nos escandalizan, ni siquiera nos sorprenden. Por el contrario, si algo estuviéramos dispuestos a reprocharles sería su falta de novedad, su trivialidad casi. Porque, en definitiva, que el mundo sea un caos, el Estado una inconcebible abstracción y una desagradable realidad, los gobiernos pésimos, los funcionarios venales, la policía una maffia, los libros premiados generalmente ilegibles, es sólo una parte de lo que esperamos de la realidad.

Y no es lo contradictorio de esta realidad lo que llama la atención. La vida se funda en contradicciones. Pero la contradicción es sólo un momento, un paso hacia un estadio en donde lo contradictorio se resuelve y supera.

En la realidad descripta por Borges no sucede lo mismo. Aquí los contrarios conviven sin solución. Esto, además, se caracteriza por la simultaneidad; por el hecho de que nada es algo definido nunca, nada obtiene lo que merece nunca. Se caracteriza por la ambigüedad y el equívoco.

Y el reino de la ambigüedad y el equívoco no es otro que el reino del sueño. No sugiero, por supuesto, que nuestra realidad sea onírica. Digo que en ella son reconocibles ciertos rasgos típicos del mundo onírico y del mundo lúdico. Uno de ellos es la semejanza. Al igual que en el sueño, todo es semejante. Cada imagen es semejante a otra y ésta a otra y así indefinidamente. Se busca la figura verdadera pero siempre se nos deriva a lo semejante. El soñador, como el argentino, "descree de las circunstancias".

En el sueño, por otra parte, estamos inermes, entregados a lo que el sueño mismo decida, sin posibilidad de modificarlo o dirigirlo. Las peripecias del sueño son una fatalidad a la que el soñador debe resignarse. El azar, la buena o la mala suerte, dibuja el imprevisible destino del soñador. En el sueño podemos "sin escándalo" ser todos los hombres. Del mismo modo, en el juego de puro azar, se gana o se pierde sin necesidad de mérito o culpa.

Pienso en los cuentos fantásticos de Borges. En este fragmento de la "Lotería en Babilonia", tan deliberadamente alejado de la realidad:

    He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los deleites, el pánico. Heraclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aun a la impostura.

    Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto y secreto: la lotería . . . . Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad.

La obra narrativa de Borges ilumina un mundo fungible, onírico. Un mundo donde el pensamiento sólo se manifiesta como arbitrario ordenador y no conduce a la verdad, donde la esencia de la razón se revela como ferocidad destructora que se destruye. Si el mundo es algo para Borges, es una pesadilla. Este sentimiento de espanto ante la creación es el reconocimiento de la desdichada aventura de una razón abandonada a su pura negatividad.

Pero el nihilismo es también un clamor, una protesta, una desesperada nostalgia de Dios: "No me parece inverosímil -escribe en "La Biblioteca de Babel"- que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre -uno solo, aunque sea, hace miles de años!- lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme biblioteca se justifique".

Desde el silencio estos textos repiten siempre un mismo clamor. El relato construye una brillante conjetura -con ese placer que sólo una inteligencia superior como la de Borges puede proporcionar- una brillante conjetura que destruye y arruina toda certeza, para que lo que no se nombra hable, para que sólo resista aquello que sigue resistiéndose.

Fuente : Lehman College

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