Ricardo Rey Beckford
Los primeros trabajos narrativos de Borges, reunidos en 1935
en Historia Universal de la
Infamia, fueron escritos entre 1933 y 1934. Unos veinte años
después esos mismos trabajos no eran para su autor más que "el
irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se
distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez)
ajenas historias".
La aspiración de quien falsea la historia no suele ser otra
que la historia misma. Pero estos "ambiguos ejercicios" que no aspiran,
por cierto, a la historicidad, no omiten ninguno de sus gestos. Examen de
hechos y detalles significativos, distinción entre circunstancias comprobadas y
simples conjeturas, enumeración de fuentes documentales y bibliográficas: todo
obedece a las apariencias del más riguroso historicismo. Pero la ambigüedad de
estas "historias" va mucho más allá de los gestos.
Sabemos que los hechos por sí mismos, aislados, resultan
ininteligibles; que sólo la teoría y el método de la historia, al descubrir sus
íntimas conexiones, al darles un sentido, les otorgan historicidad. Por
consiguiente, no es imposible hacer historia con hechos falsos o erróneos
-historia falsa o errónea, por supuesto- del mismo modo en que es posible no
hacer historia con hechos ciertos.
La ahistoricidad de estas historias de la infamia no deriva
de la presunta falsificación de los hechos. Falsificación, por otra parte,
cuyos alcances no pueden ser determinados a través de una simple lectura.
Ignoramos dónde Borges se atiene a los hechos y dónde los falsea. Sabemos, en
cambio y con absoluta certeza, que la totalidad es ficticia. Y lo sabemos no
porque el texto lo declare de un modo expreso, sino porque lo oculta de un modo
expreso. Es a través de un procedimiento irónico, de un deliberado exceso de
semejanzas y similitudes con la historia, que Borges alcanza la ficción.
La de estos relatos no es, por lo tanto, la simple
ambigüedad de lo que participa al mismo tiempo de lo falso y de lo verdadero.
Lo que aquí se observa es una ambigüedad más radical y exasperada: es el
encuentro de dos modos de concebir el mundo- el histórico y el literario- que
se contraponen y excluyen con violencia.
El resultado de este enfrentamiento- que vuelve difíciles
todos los caminos- es una estructura narrativa discontinua, fragmentaria; una
serie de rápidos disparos. Una estructura que está declarando la
incompatibilidad del tiempo histórico y del tiempo literario.
La violencia que caracteriza a los protagonistas de estos
relatos se suma a la violencia de la estructura narrativa y ambas se encarnan
en un estilo que, como el de Borges, está hecho de bruscos contrastes, de
enumeraciones arbitrarias, de saltos imprevistos.
El estilo de Borges no tolera la neutralidad. Su prosa
excluye cuidadosamente todo posible reposo; no permite ni se permite la menor
indolencia. El lector no tarda en averiguar que el curso de esta prosa es
imprevisible, que no puede adelantársele. Apenas lo intenta, descubre que no es
eso lo que se le dice, que es otra cosa.
Pero, ¿cuál es el sentido o, al menos, qué presupone la
violencia del narrador? Los cuentos de Borges no nos conceden un solo momento
de reposo. Buscan, casi con desesperación, sorprendernos. Esta desesperación
tiene un significado inequívoco: desconfianza, falta de fe en lo literario.
Aunque en rigor la falta de fe rebasa aquí lo meramente literario. De lo que se
trata es de un escepticismo radical, de una visión del mundo muy próxima al
nihilismo.
El aspecto lúdico de su literatura, que con tanta ligereza
se le ha reprochado, tiene un sentido dramático: en el universo incognoscible
el hombre es un jugador de puro azar, un jugador forzado. La apariencia de este
juego es racional, como por necesidad lo son los distintos sistemas y doctrinas
que pretenden conocer y explicar el universo. Pero esta racionalidad sólo
oculta para Borges una arbitrariedad esencial: la arbitrariedad de la apuesta.
El juego de azar excluye la experiencia. Cada partida exige
una apuesta del jugador. Gane o pierda, el resultado no le servirá como
experiencia cuando deba enfrentar la próxima partida. El juego de puro azar no
permite el adiestramiento ni el progreso del jugador. En cada partida deberá
comenzar de nuevo, partir de la nada y en esa nada que es la partida, apostar.
La literatura de Borges parte de esa nada que es el mundo
para quien advierte la impotencia del conocimiento humano y sobre ella arriesga
una nueva interpretación. Esa interpretación puesta sobre la nada, es apuesta
-conjetural, renovable y siempre renovada- es la confirmación de que el mundo
admite todas las interpretaciones y ninguna.
Al igual que para el jugador de azar, a quien ni la
experiencia ni la racionalidad pueden asistir, para Borges sólo cuenta el
destino, la fatalidad. En ese enigma impenetrable del universo, en donde el hombre
es apenas un jugador forzado, todo es posible. El reino del azar es el reino de
la arbitrariedad.
Pero esta concepción del mundo que los relatos de Borges
repiten con insistencia, no obedece al extravagante capricho de una
subjetividad singular. Por más grande que sea el talento de Borges -y lo es en
grado superlativo- su obra no deja de pertenecer a un lugar y a un tiempo
determinados.
Creo que estos cuentos fantásticos, tal como se los suele
calificar, han captado y expresado estéticamente rasgos muy profundos de
nuestra realidad. Hasta el punto de convertirse en el testimonio más lúcido y
más valiente que la literatura argentina podría exhibir en lo que va del siglo.
Esta última afirmación puede no ser compartida. Intentar
demostrarla o determinar, al menos, el modo en que lo testimonial se manifiesta
en los cuentos de Borges, es una pretensión no sólo ardua sino también injusta.
Pone en peligro esa distancia que es condición esencial del mundo estético e
implica un inevitable rebajamiento de lo literario.
"Nuestro pobre individualismo" es un ensayo que
data de 1946. Se trata de un trabajo menor: unas pocas páginas en donde se
señalan algunos rasgos distintivos del carácter argentino. Escribe Borges:
El argentino, a
diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se
identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en
este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado
es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo
no un ciudadano. Aforismos como el de Hegel El Estado es la realidad de la idea
moral, le parecen bromas siniestras. Los films elaborados en Hollywood
repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un
periodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo después a la
policía; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una
maffia, siente que ese héroe’ es un incomprensible canalla.
El mundo, para el
europeo, es un cosmos, en el que cada cual íntimamente corresponde a la función
que ejerce; para el argentino, es un caos. El europeo y el americano del Norte
juzgan que ha de ser bueno un libro que ha merecido un premio cualquiera; el
argentino admite la posibilidad de que no sea malo, a pesar del premio. En
general, el argentino descree de las circunstancias. Puede ignorar la fábula de
que la humanidad siempre incluye treinta y seis hombres justos -los Lamed
Wufniks- que no se conocen entre ellos pero que secretamente sostienen el
universo; si la oye, no le extrañará que esos beneméritos sean oscuros y
anónimos . . . .
Pienso que estas líneas podrían multiplicarse y aún
agravarse sin mayor esfuerzo. Pero sea cual fuere nuestra opinión sobre su
veracidad, lo cierto es que no nos escandalizan, ni siquiera nos sorprenden.
Por el contrario, si algo estuviéramos dispuestos a reprocharles sería su falta
de novedad, su trivialidad casi. Porque, en definitiva, que el mundo sea un
caos, el Estado una inconcebible abstracción y una desagradable realidad, los
gobiernos pésimos, los funcionarios venales, la policía una maffia, los libros
premiados generalmente ilegibles, es sólo una parte de lo que esperamos de la
realidad.
Y no es lo contradictorio de esta realidad lo que llama la
atención. La vida se funda en contradicciones. Pero la contradicción es sólo un
momento, un paso hacia un estadio en donde lo contradictorio se resuelve y
supera.
En la realidad descripta por Borges no sucede lo mismo. Aquí
los contrarios conviven sin solución. Esto, además, se caracteriza por la
simultaneidad; por el hecho de que nada es algo definido nunca, nada obtiene lo
que merece nunca. Se caracteriza por la ambigüedad y el equívoco.
Y el reino de la ambigüedad y el equívoco no es otro que el
reino del sueño. No sugiero, por supuesto, que nuestra realidad sea onírica.
Digo que en ella son reconocibles ciertos rasgos típicos del mundo onírico y
del mundo lúdico. Uno de ellos es la semejanza. Al igual que en el sueño, todo
es semejante. Cada imagen es semejante a otra y ésta a otra y así
indefinidamente. Se busca la figura verdadera pero siempre se nos deriva a lo
semejante. El soñador, como el argentino, "descree de las
circunstancias".
En el sueño, por otra parte, estamos inermes, entregados a
lo que el sueño mismo decida, sin posibilidad de modificarlo o dirigirlo. Las
peripecias del sueño son una fatalidad a la que el soñador debe resignarse. El
azar, la buena o la mala suerte, dibuja el imprevisible destino del soñador. En
el sueño podemos "sin escándalo" ser todos los hombres. Del mismo
modo, en el juego de puro azar, se gana o se pierde sin necesidad de mérito o
culpa.
Pienso en los cuentos fantásticos de Borges. En este
fragmento de la "Lotería en Babilonia", tan deliberadamente alejado
de la realidad:
He conocido lo que
ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo
silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los
deleites, el pánico. Heraclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras
recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para
recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aun a la
impostura.
Debo esa variedad
casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas
de modo imperfecto y secreto: la lotería . . . . Soy de un país vertiginoso
donde la lotería es parte principal de la realidad.
La obra narrativa de Borges ilumina un mundo fungible,
onírico. Un mundo donde el pensamiento sólo se manifiesta como arbitrario
ordenador y no conduce a la verdad, donde la esencia de la razón se revela como
ferocidad destructora que se destruye. Si el mundo es algo para Borges, es una
pesadilla. Este sentimiento de espanto ante la creación es el reconocimiento de
la desdichada aventura de una razón abandonada a su pura negatividad.
Pero el nihilismo es también un clamor, una protesta, una
desesperada nostalgia de Dios: "No me parece inverosímil -escribe en
"La Biblioteca
de Babel"- que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a
los dioses ignorados que un hombre -uno solo, aunque sea, hace miles de años!-
lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son
para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el
infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un
ser, Tu enorme biblioteca se justifique".
Desde el silencio estos textos repiten siempre un mismo
clamor. El relato construye una brillante conjetura -con ese placer que sólo
una inteligencia superior como la de Borges puede proporcionar- una brillante
conjetura que destruye y arruina toda certeza, para que lo que no se nombra
hable, para que sólo resista aquello que sigue resistiéndose.
Fuente : Lehman College
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