El autor de Ficciones
se refirió a la acción de impartir justicia; en uno de sus textos, afirmó que
para los argentinos el mundo es desorden, idea compatible con nuestra
dificultad para identificarnos con el Estado
Por Leonardo
Pitlevnik
Borges ha citado en varias oportunidades la leyenda de los
36 justos que sostienen el mundo. La refiere en El libro de los seres
imaginarios, donde explica que si alguno de ellos advirtiera ser uno de esos
justos, inmediatamente moriría y sería suplantado por otro, ignorante de su
condición. También la cita en "El hombre en el umbral". Allí un
personaje dice que elegir a un juez para que dicte una sentencia justa es imposible,
pues sería necesario dar con uno de esos sabios que justifican la existencia de
la humanidad, los únicos capaces de llevar adelante esa labor. La racionalidad
del acto de juzgar es puesta en duda en el relato: aquellos que están en
condiciones de hacerlo son por definición anónimos. Para resolver el juicio se
requiere de una de esas personas rectas "que secretamente apuntalan el
universo y lo justifican ante el Señor: uno de esos varones hubiera sido el
juez más cabal. ¿Pero dónde encontrarlos, si andan perdidos por el mundo y
anónimos y no se reconocen cuando se ven y ni ellos mismos saben el alto
ministerio que cumplen?"
En su ensayo "Nuestro pobre individualismo",
Borges vuelve a esa leyenda. Allí escribió que la fábula no debía resultar
extraña a los argentinos, un pueblo que suele pensar que el mundo es desorden,
idea compatible con nuestra incapacidad para identificarnos con el Estado, esa
suerte de "inconcebible abstracción". Refiere que el argentino es un
individuo, no un ciudadano. Recurre a los versos de José Hernández que narran
la noche en la que Cruz deja a su partida y se pasa al lado de Martín Fierro,
paradigma del gaucho que confía en la astilla del mismo palo pero no en la
autoridad oficial, no en el juez o la policía. Para quien descree de las
circunstancias, no hay orden que funcione como marco de referencia. Para el
argentino, dice Borges, el mundo es un caos.
La aparente imposibilidad de hacer justicia en un universo
de estas características vuelve a leerse en "Fragmentos de un evangelio
apócrifo", en un tono más universal: "Bienaventurados los que no
tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa,
es obra del azar, que es inescrutable".
Es fácil colegir que desde el caos la justicia se vuelva una
empresa imposible. Entender el mundo es tener la capacidad de emitir un juicio,
discurrir racionalmente acerca de él. Juzgar requiere, como presupuesto,
comprender aquello respecto de lo cual se toma una decisión. Un universo
azaroso, ajeno a una racionalidad que pretenda conocerlo, no puede luego ser
materia de juicio.
El desorden esencial aparece en varios de los textos de
quien es quizás el más grande escritor que ha dado el país (aunque, como
también él mismo decía con relación a Virginia Woolf, eso poco importa porque
la literatura no es un certamen). En "La lotería en Babilonia" es una
Compañía secreta y anónima la que determina, mediante el azar, lo que a cada
uno le ocurre. La biblioteca de Babel, dice el cuento del mismo nombre, es el universo,
y la componen infinitos libros cuyos textos se multiplican en significados,
incluso contradictorios. Muchos hombres mataron o murieron en procura del libro
que explicara los misterios de la humanidad. Y aunque continuemos buscando
entre los anaqueles ilimitados y periódicos, es evidente que no sabemos qué
cosa es el universo. Si una verdad existiera inscripta en uno de los libros,
nadie podría identificarla: aun leyéndola, no la reconoceríamos.
Para esos personajes que perseveran en buscar una explicación,
el desorden del mundo no es una condena a la inmovilidad, a la perplejidad de
quien se conforma con mirar sin entender. En cambio, procuran hallar una forma
de poner el caos en palabras. Borges escribe en otro texto que la imposibilidad
de penetrar en el esquema divino del universo no puede disuadirnos de trazar
esquemas humanos, aunque sepamos que serán provisorios. Y explicarlos no
significa solo aventurar hipótesis que puedan ser verdaderas o falsas. El solo
hecho de escribir es ya una manera de ordenar la realidad, de entenderla. En el
Génesis, el caos inicial se desvanece cuando Dios comienza a nombrar al mundo
y, nombrándolo, lo crea.
En "Sobre el Vathek, de William Beckford", Borges
refiere que una biografía no se define por los múltiples hechos que componen la
vida de una persona, sino por aquellos que el observador ha elegido para ser
contados y de ese modo dar sentido al personaje de quien se habla. Una
biografía de Miguel Ángel, por ejemplo, podría hablarnos de él y omitir la
mención de sus obras. La biografía de una persona es aquello que contamos de
ella. Del desorden de esos fragmentos que construyen una vida, la biografía
elige aquellos que dan sentido a lo narrado. El modo en que contamos ordena lo
que es materia de la historia que intentamos referir; pero hacerlo de manera
arbitraria multiplica el caos.
¿Qué es, en estos términos, un juicio, sino la elección de
hechos relevantes que se efectúa para, a partir de allí, fijar una
responsabilidad al decidir si una persona es culpable o inocente, afirmar el
valor de aquello que como comunidad procuramos defender e intentar ordenar el
mundo? Un juicio penal termina en una sentencia que pretende haber entendido
algo que ocurrió, comprendido los móviles y hallado o descartado a un culpable.
En caso de condena, haber encontrado el reproche adecuado. De todas las
posibles lecturas que se realicen de lo sucedido, aquellas que han sido
destacadas por la comunidad como relevantes a través del derecho definirán el
significado de una historia.
Las decisiones judiciales, a su vez, van construyendo un
sentido en la medida en que pueden ser entendidas como partes de un todo en el
que están inscriptas. Es conocida la metáfora de Dworkin, que piensa al derecho
como una novela encadenada: las decisiones que asignan significado jurídico son
como capítulos de una novela, porque responden a una racionalidad preexistente
y se proyectan en decisiones futuras que hacen del conjunto un cuerpo que
guarda cierta coherencia. Para eso debo leer el antecedente y agregar un
capítulo que pueda ser leído como parte de un todo, y que en el futuro sea la
base de quien escriba el próximo.
"Nuestro pobre individualismo" fue escrito en
1946. Terminaba entonces la Segunda Guerra Mundial, una época de activa
militancia de Borges contra el nazismo. Europa había sido arrasada por el
tercer Reich. Stalin gobernaba en la Unión Soviética. En ese mundo dominado por
el totalitarismo, Borges vuelve su mirada hacia su entorno para cifrar una
esperanza: aquella desconfianza del mundo, esa forma de descreer de un universo
sin orden ni justicia, quizás sea un camino por el cual comenzar a transitar,
un modo de salvarnos. Aunque hayan pasado más de 70 años de aquel escrito, es
bueno pensar de qué manera queremos narrarnos, cómo pensamos nuestra biografía,
de qué trata nuestra novela encadenada.
El autor es juez
penal y escritor; su última novela es Los Peces (Notanpuan)
Fuente: La Nación
- Ideas
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