Texto completo de la exposición del cardenal Gianfranco
Ravasi presentada en el “Atrio de los gentiles” en Buenos Aires 2014
Es por mérito de Jorge Luis Borges que conocí, antes de
visitarla, a Buenos Aires, su ciudad natal, en la que brotó su vena poética,
cuando en 1923 publicó Fervor de Buenos Aires. La parábola literaria borgeana
se elevará después también en el cielo de otras naciones y se apagará en
Europa, en Ginebra con la última obra Los conjurados, donde en filigrana aparecía
la Confederación helvética, su último puerto, donde morirá en 1986. La Buenos
Aires de Borges conserva aún un carácter mágico que no es sustituido por la
realidad histórica presente. Es lo que expresa la poesía Las calles que aparece
como íncipit de aquella colección poética:
“Las calles de Buenos Aires
ya son mi entraña.
No las ávidas calles
incómodas de turba y ajetreo,
sino las calles desganadas del barrio,
casi invisibles de habituales
enternecidas de penumbra y ocaso
y aquellas más afuera
ajenas de árboles piadosos
donde austeras casitas apenas se aventuran”.
Lo que quisiera proponer no es una exégesis crítica de un
autor tan célebre y celebrado como Borges que tiene ya una multitud inmensa de
intérpretes, listos a ejercitarse ante una producción literaria bastante móvil
y similar a un arcoíris. Es sobre todo el testimonio de un lector apasionado
que nunca encontró personalmente al escritor, incluso si en dos ocasiones – a
través de sus amigos italianos como Domenico Porzio y Franco Maria Ricci – el
contacto fue próximo. El papa Francisco, en cambio, conoció al escritor y lo
tuvo como invitado durante una semana en los años sesenta en el colegio jesuita
de Santa Fe, donde él enseñaba: Borges fue invitado por el profesor Bergoglio a
dar una serie de lecciones a sus alumnos sobre el arte de escribir y sobre todo
de narrar. Mi encuentro está, por lo tanto, ligado a sus páginas y al
autorretrato que de ellas florece: un perfil fluido e irreprimible en la huella
fría de las palabras porque “el universo es fluido y cambiante, el lenguaje
rígido”. Una fisonomía marcada por la movilidad de un eclecticismo-noble,
heredero de la curiositas insomne del clasicismo latino.
Por esto nos sentimos capturados y al final aprisionados,
como escribía José María Poirier, por la “telaraña de su suave escepticismo,
del farragoso enciclopedismo de su ecumenismo ecléctico”. Inmerso en su mundo,
uno se encuentra sacudido entre historia y mito, además porque para él “quizá
la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas”, más aún “la
historia universal es la historia de un solo hombre”.
En uno de sus 24 fragmentos en prosa, puestos junto a las 29
poesías de El hacedor, emblemática es la parábola que entrelaza el universo
externo y el yo personal:
“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo
largo de los años
puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de
montañas,
de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de
instrumentos, de astros,
de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que
ese paciente
laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.
Incluso el tiempo que escurre inexorable, aparentemente
externo a nosotros, está en realidad en nosotros, es más, es nuestro yo, como
se afirma en Otras inquisiciones:
“El tiempo es la sustancia de lo que estoy hecho. El tiempo
es un río que me
arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza,
pero yo soy
el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego”.
Es por ello, entonces, que – como se lee en Los Conjurados –
“no hay un instante que no esté cargado como un arma”.
Para Borges las fronteras siempre son móviles y sutiles: no
hay nunca una cortina de hierro entre verdad y ficción, entre vigilia y sueño,
entre realidad e imaginación, entre racionalidad y sentimiento, entre
esencialidad y ramificación, entre concreto y abstracto, entre teología y
literatura fantástica, entre lo icástico anglosajón y el énfasis barroco… En
las dos parábolas gemelas que cierran el Discurso de la Montaña de Jesús (Mateo
7,24-27) aparecen en la escena los dos constructores antitéticos; la roca y la
arena quedan así subvertidas, mas nunca desmentidas por Borges en su programa
existencial y literario global: “Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la
arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena”. Y al
final florece la paradoja suprema: “La vida es demasiado pobre para no ser
también inmortal”.
El oxímoron de la fe de Borges
Dejemos el horizonte tan ilimitado de la Weltanschauung de
Borges para apuntar de una manera muy simplificada y casi “impresionista” a un
segmento muy relevante de su biografía y de su obra, el tema religioso. Mi
personal acercamiento al gran escritor argentino fue ante todo guiado
precisamente por esta urgencia que dominaba en muchos de sus escritos y, aunque
frecuentemente mi contacto se dio a través de traducciones, me confortaba la
curiosa agudeza que Borges había usado con respecto a la versión de W. Beckford
realizada por W.E. Henly: “El original es infiel a la traducción” (Sobre el
‘Vathek’ de William Beckford), reconociendo una especie de primado al resultado
interpretativo. Después de todo había sido precisamente él quien revolucionara
incluso la relación entre escritura y lectura: “Que otros se jacten de las
páginas que han escrito, a mí me enorgullecen las que he leído”.
Y en sus lecturas, un primado indiscutible fue el conferido
a la Biblia, como él mismo había confesado a María Esther Vázquez: “Debo
recordar a mi abuela que sabía de memoria la Biblia, de modo que puedo haber
entrado en la literatura por el camino del Espíritu Santo”. La abuela paterna,
Fanny Haslam Arnett, era en efecto inglesa y anglicana observante y había sido
ella la que inició al pequeño Jorge Luis en las Escrituras y en la alta lengua
inglesa. En una conferencia realizada en Harvard en 1969, dedicada al Arte de
contar historias, Borges exaltando la épica como la forma más antigua de la
poesía, conducía a un tríptico las obras capitales para la humanidad: “La
Ilíada, La Odisea y un tercer ‘poema’ que destaca por encima de los otros: los
cuatro Evangelios… Las tres historias –la de Troya, de Ulises y de Jesús– han
bastado a la humanidad… Pero, en el caso de los Evangelios, hay una diferencia:
creo que la historia de Cristo no puede ser contada mejor”.
Los Evangelios, por tanto, se revelan como una suerte de
canon supremo que no es sujeto de otra hermenéutica si no la de “re-escritura”
literal o, al máximo, del recurso a la deriva del apócrifo o alteración a
caleidoscopio. En este último sentido es famosa la metamorfosis realizada en la
poesía Cristo en la cruz donde Jesús deviene el “tercer crucificado” y no es
más el central:
“Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.
Los tres maderos son de igual altura.
Cristo no está en el medio. Es el tercero”
Además, para Borges el lenguaje poético es análogo al sacro;
es fruto de una “inspiración” trascendente, un poco como lo había ya intuido la
Biblia, que usaba la misma raíz verbal que define el profeta (nb’) para
designar el arte musical de los cantores del templo (1 Crónicas 25,1).
Declaraba Borges en su Profesión de fe literaria: “De mi credo literario puedo
aseverar lo que del religioso: es mío en cuanto creo en él, no en cuanto
inventado por mí”. A este punto, antes de ejemplificar su contacto profundo con
la Biblia, objeto por demás de una amplia bibliografía, es legítimo
interrogarnos sobre la “fe” de Borges, más allá de la consabida etiqueta de
“agnóstico” establecida por la crítica. Esta última, sin embargo, se encuentra
forzada de manera inmediata a una serie de precisiones, porque el eclecticismo,
la curiositas, la fluidez ideal del escritor obligan a sus intérpretes a
continuas enmiendas.
Significativa es la definición que le atribuyó un importante
escritor afín como Leonardo Sciascia: “Es el más grande teólogo de nuestro
tiempo: un teólogo ateo”. Este oxímoron era desarrollado por otro admirador y
colega, John Updike, así: “Si el cristianismo no ha muerto en Borges, sin
embargo en él sí se ha adormecido y sueña caprichosamente. Borges es un precristiano
que llena el recuerdo del cristianismo de premoniciones y de horrores”. Cierto
es que una preocupación metafísica por lo trascendente corre como un escalofrío
por toda la obra borgeana y es algo más que aquella “consolación de la
filosofía” a la Boecio que le atribuía Luis Harss. En efecto, aquí se confirma
esa oscilación entre polos extremos que ya habíamos subrayado. A diferencia del
abbé Cénabre de la novela L’Imposture, del escritor francés Georges Bernanos,
que de la ausencia se desplomaba en la nada y en el vacío de la negación
completamente atea, Borges constantemente oscila entre ausencia y presencia,
entre sueño y verdad. Escribía efectivamente: “En las grietas está Dios, que
acecha”, “mi Dios mi soñador, sigue soñándome”.
En esta luz se explican tantas de sus afirmaciones que
interrogan a la religión de diversas maneras, a menudo de modo fulgurante como
en la sentencia de El Aleph en que “morir por una religión es más simple que
vivirla con plenitud”. O según su gusto de la retranscripción de los dichos
evangélicos variándolos, como aquel que se refiere a la caridad, modelado sobre
la estela de la frase de Jesús desconocida por los Evangelios y citada por san
Pablo “hay más alegría en dar que en recibir” (Hechos 20, 35) que es por Borges
transformado así: “El que da no se priva de lo que da. Dar y recibir son lo
mismo”. O bien se puede aludir a la tensión hacia una epifanía que sostiene La
espera:
“Años de soledad le habían enseñado que los días, en la
memoria,
tienden a ser iguales, pero no hay un día, ni siquiera en la
cárcel o
de hospital, que no traiga sorpresas”.
Impresionante, en este su itinerario en el horizonte de la
religión (no es raro que aparezcan las religiones aun cuando un primado se
atribuye al cristianismo), es su retrato del filósofo Baruch Spinoza, captado
en el intento de “pensar a Dios” a través de una concepción de los matices
panteístas, y de hacerlo “con geometría delicada”, en clara alusión a una de
sus obras más notables, La Ethica more geométrico demonstrata. He aquí algunos
versos de ese esbozo:
“Alguien construye a Dios en la penumbra.
Un hombre engendra a Dios. Es un judío
de tristes ojos y de piel cetrina;
lo lleva el tiempo como lleva el río
una hoja en el agua que declina.
No importa. El hechicero insiste y labra
a Dios con geometría delicada:
desde su enfermedad, desde su nada,
sigue erigiendo a Dios con la palabra…”.
La anguila de Job
Dejemos esta región específica e incluso vasta del panorama
literario y existencial de Borges para apuntar a un perímetro más restringido y
particularmente rico de solicitudes, tanto es así que aquí se ha ejercitado una
pequeña legión de estudiosos. Tratamos de referirnos a la ya mencionada pasión
del escritor por la Biblia. En una de las Siete conversaciones con Borges,
Fernando Sorrentino citaba esta declaración del escritor: “De todos los libros
de la Biblia, los que más me han impresionado son el libro de Job, el
Eclesiastés y, evidentemente, los Evangelios”. Nuestro recorrido será solamente
evocativo procediendo por ejemplificaciones, sobre todo con respecto a los
Evangelios que han constituido un referente capital para Borges. Es
indiscutible, como quiera que sea, que la Biblia haya ofrecido a Borges una
especie de léxico temático, simbólico, metafórico, arquetípico y hasta estilístico-retórico.
En el Antiguo Testamento la predilección va dirigida al
libro de Job, al cual el autor dedicó una conferencia en el “Instituto de
Intercambio Cultural Argentino-Israelí” de Buenos Aires, cuyo texto fue
recogido en 1967 en sus Conferencias. Por otra parte, él había escrito el
prefacio a la Exposición del Libro de Job de Fray Luis de León, un clásico
español del “siglo de oro” de particular estima para él. Se debe reconocer que
Borges toma un núcleo hermenéutico significativo de esta obra bíblica. Ella es
tan multiforme, que se merece aquel juicio agudo de san Jerónimo: “Interpretar
a Job es como intentar agarrar en las manos una anguila… cuanto más se aprieta,
más velozmente escapa”. Una característica amada obviamente por un autor tan fugitivo
y renuente a cada clasificación como Borges.
Ahora bien, él centraba su análisis en el ápice del libro
bíblico, a saber: en los dos discursos divinos finales (38-39 y 40-41): en
ellos Dios muestra a Job a través de la técnica de la interrogación y del
misterio, la existencia de un orden trascendente que logra crear en unidad la
totalidad del ser y del existir mediante una ‘esah, un “proyecto”. Se trata,
pues, no de una irracionalidad absurda y fatal que produce las antípodas de la
realidad en modo casual, sino, más bien, de una metarracionalidad que es
sostenida, por tanto, por una lógica trascendente e inescrutable. Por eso Job
tiene razón al protestar, pues ésta desborda la racionalidad humana limitada,
mas, contemporáneamente, se equivoca aplicando e imponiendo su circunscrita
capacidad “visiva”, un poco como sucede a quien –contemplando una obra de arte
pictórica– se detiene sólo a analizar las pinceladas o los recuadros de color,
sin dirigir una mirada panorámica a la obra entera.
Será, entonces, solamente por revelación divina (que es
precisamente la mirada de conjunto) que Job podrá comprender la colocación de
su dolor en el infinito diseño de la ‘esah divina: “Yo te conocía sólo de
oídas, mas ahora te han visto mis ojos” confesará al final (42,5) el gran
sufriente. Los enigmas del cosmos y de la historia se desatan sólo en esta
perspectiva trascendente, donde precisamente se posiciona también el enigma
temático del libro, el del mal y del dolor.
¿Asesino Caín o Abel?
Arriba se decía que junto a Job, Borges confesaba amar
también Cohelet/Eclesiastés. Eso es comprensible, considerado el corte crítico
de este autor bíblico, convencido de que toda la realidad sea hebel, es decir,
vacío, humo, vanidad (1,1; 12,8), que la historia no sea sino una incesante
rueda de eventos reiterados, que “gran sabiduría es gran tormento porque quien
más sabe más sufre” (1,18) y que “todas las palabras están desgastadas y el
hombre no puede usarlas más” (1,8).
Esto nos ayuda a comprender que –incluso en la rareza de las
citas explícitas (recordemos sobre todo la poesía Eclesiastés I,9 presente en
La cifra, que está basado en la célebre máxima cohelética “No hay nada nuevo
bajo el sol”, presentado por Borges como “Nada hay tan antiguo bajo el sol”)-
el Eclesiastés pueda haber sido un compañero de viaje en las exploraciones
existenciales del escritor, como atestigua la tesis Borges, lector de Qohelet,
de Gonzalo Salvador Vélez (Institut Universitari de Cultura, Barcelona 2004).
El horizonte borgeano veterotestamentario explorado por Edna
Aizenberg podría ser ilustrado también por otra perícopa bíblica que más
reiteradamente estimuló al escritor y que por él fue afrontada en modo
cohelético.
Nos estamos refiriendo al relato de Caín y Abel (Génesis
4,1-16) que tuvo una evocación poética en una breve composición en La rosa
profunda titulada –como a menudo gusta hacer a Borges recurriendo a las citas
bíblicas– Génesis IV,8:
“Fue en el primer desierto.
Dos brazos arrojaron una gran piedra.
No hubo un grito. Hubo sangre.
Hubo por vez primera la muerte.
Ya no recuerdo si fui Abel o Caín”.
Junto a ésta se debe, en cambio, colocar la relectura más
amplia de esta escena bíblica en el Elogio de la sombra donde los dos hermanos
se encuentran de nuevo después de la muerte de Abel en una atmósfera de corte
escatológico, incluso si la escena es ambientada en el desierto y en los
orígenes del mundo. Se sientan, encienden un fuego, entretanto declina el día y
las estrellas, aún sin nombre, se iluminan en el cielo. “A la luz de las llamas
Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que
estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen. Abel
contestó: ‘¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos
juntos como antes’. ‘Ahora sé que en verdad me has perdonado –dijo Caín–,
porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar’. Abel dijo despacio:
‘Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa’.”.
Hay quien ha visto en este texto una concepción moral
relativista por la que se opera un deslizamiento insensible entre bien y mal,
verdadero y falso, virtud y vicio. En realidad aquí se asiste más bien a ese
proceso de transformación o alteración que arriba habíamos indicado y que
Borges conduce para mostrar las infinitas potencialidades de un texto
arquetípico. El mismo texto permite continuas reescrituras y el arribo está en
una celebración paradigmática del perdón que desvanece totalmente el delito: a
través del olvido se borra la venganza y, por ende, la culpa del otro resulta
disuelta. Queda, ciertamente, siempre en acción la fluidez de la realidad
humana histórica y, por tanto, ética que en vano – a los ojos de Borges – la
palabra también “inspirada” busca comprimir en certezas definitorias y
definitivas.
Hasta los “últimos pasos sobre la tierra”
“La negra barba pende sobre el pecho.
El rostro no es el rostro de las láminas.
Es áspero y judío, No lo veo
y seguiré buscándolo hasta el día
último de mis pasos por la tierra”.
Es ya en el crepúsculo de su existencia cuando Borges
escribe estos versos de Cristo en la cruz fechándolos en Kyoto 1984. Son versos
de alta tensión espiritual, que todos citan cuando se quiere definir su
relación con Cristo, un encuentro esperado, pero no acaecido en manera plena,
habida cuenta de que “su último paso sobre la tierra” nosotros lo desconocemos.
María Lucrecia Romera escribió que “Borges afronta al Cristo trágico de la
Cruz… y no el doctrinario [teológico] de la Resurrección.. La suya no es la
óptica de la fe del creyente, sino de la inquietud del poeta agnóstico”. Sin
embargo, se necesita añadir de inmediato que a Borges en ciertos versos se
adapta la consideración general que hacía el escritor francés Pierre Reverdy en
su obra En vrac: “Hay ateos de una aspereza feroz que se interesan de Dios
mucho más que ciertos creyentes frívolos y ligeros”. Borges no tenía
absolutamente “la aspereza feroz” del ateo, sino que la suya era una búsqueda
ciertamente más intensa que la de muchos creyentes pálidos e incoloros. Su
inquietud era profunda, oculta bajo la corteza de un dictado acompasado y
surcado de desinterés, e incluso de ironía.
Esta búsqueda está espléndidamente ilustrada en un famoso
texto de El Hacedor titulado con un guiño a otro de los grandes amores
borgianos, Dante, Paraíso, XXXI, 108. En el contexto de ese verso el poeta
florentino representaba justamente “la antigua hambre no se sacia” de quien
contemplando la imagen de Cristo estampada en el velo de la Verónica custodiado
en San Pedro en Roma, se preguntaba: “Jesucristo, Dios mío, Dios verdadero,
¿así era, pues, tu cara?” (vv. 107-108). Desde esta inspiración Borges crea su
reflexión que procede del hecho de que del rostro de Cristo no tenemos ningún
retrato en los Evangelios, tanto es así que en los primeros siglos del cristianismo
el arte osciló entre un Jesús fascinante en la estela simbólica del Salmo
mesiánico 45, “Tú eres el más bello entre los hijos de hombre” (v.3), y un
Jesús repelente sobre la falsilla del Siervo mesiánico del Señor cantado por
Isaías como figura que “no tiene belleza capaz de atraer nuestras miradas o
esplendor que produzca placer” (53,2).
Es esta la intuición de Borges: el rostro de Cristo se debe
buscar en los espejos donde se reflejan los rostros humanos. Por otra parte,
había sido el mismo Jesús quien recordó que todo lo que se hace “a uno de sus
hermanos más pequeños” hambrientos, sedientos, extranjeros, desnudos, enfermos
y encarcelados se le hace a él (Mateo 25,31-46). Detrás de los contornos, a
menudo deformes, de los rostros humanos se esconde, por tanto, la imagen de
Cristo y, al respecto, el escritor remite a san Pablo para quien “Dios es todo
en todos” (1 Corintios 15,28). He aquí, entonces, la invitación de Borges a
seguirlo en esta búsqueda humana de Cristo presente en los rostros de los hombres:
“Perdimos esos rasgos, como puede perderse
un número mágico, hecho de cifras habituales; como se pierde
para siempre una imagen en el calidoscopio. Podemos verlos e
ignorarlos. El perfil de un judío en el subterráneo
es tal vez el de Cristo; las manos que nos dan unas
monedas en una ventanilla tal vez repiten las que unos
soldados,
un día, clavaron en la cruz.
Tal vez un rasgo
de la cara crucificada acecha en cada espejo; tal vez la
cara
se murió, se borró, para que Dios sea todos”.
“Fui amado… y suspendido en una cruz”
En la misma obra El Hacedor es recreada otra escena ligada a
Cristo crucificado que no ocupa en el Gólgota la posición central, sino la
tercera, último entre los hombres infelices. Como siempre, la referencia está
en un pasaje evangélico, Lucas, XXIII [:] : son los versículos 39-43 de ese
capítulo donde se describe el acto extremo de Jesús en la cruz “en su tarea
última de morir crucificado”, es decir, el perdón de las culpas al malhechor
arrepentido y la promesa de ingreso al paraíso. Como comentaba uno de los
mayores teólogos del siglo pasado, Hans Urs von Balthasar “cuando el ladrón
mira a Cristo traspasado comprende que su culpa es absorbida y expiada en esa
herida… Jesús muere perdonando. No está más solo. A su llegada al Padre nos
estrecha a sí en su perdón”. Presentamos ahora algunos versos de la reescritura
borgeana de ese acto extremo de Cristo.
“Gentil o hebreo o simplemente un hombre
cuya cara en el tiempo se ha perdido…
En su tarea
última de morir crucificado,
Oyó, entre los escarnios de la gente,
que el que estaba muriéndose a su lado
era Dios y le dijo ciegamente:
Acuérdate de mí cuando vinieres
a tu reino…, y la voz inconcebible
que un día juzgará a todos los seres
le prometió desde la Cruz terrible
el Paraíso. Nada más dijeron
hasta que vino el fin…”.
Sin embargo, no escapa a Borges que el juicio terminal de
una existencia puede también abrirse al abismo infernal. Dios, en efecto,
respeta la libertad humana que elige conservar de manera egoísta el talento
recibido sin comprometerlo en el bien, en la caridad, en la donación. Es así
que el versículo conclusivo de Mateo, respecto a la parábola de los talentos
viene tomado por el escritor como título de otra de sus poesías, Mateo XXV,30
recogida en la colección El otro, el mismo: “A ese siervo inútil, echadle a las
tinieblas; allá será el llanto y el rechinar de dientes”.
Ahora, a la base de la cristología borgiana encontramos
indudablemente la humanidad de Jesús de Nazaret que nace y muere, incluso
proclamándose Hijo de Dios y, por tanto, asignándose una cualidad trascendente.
El escritor no ignora esta trama entre divino y humano, entre absoluto y
contingente, entre eterno y tiempo, entre infinito y límite e, incluso
atestiguando la vertiente de la humanidad, no vacila en interpretar la
conciencia de Cristo en una poesía de potencia extraordinaria, como lo es la
matriz evangélica originaria que la genera.
El título es, ciertamente, una vez más explícito: Juan I, 14
(en El elogio de la sombra). El versículo es recortado de esa obra maestra
literaria y teológica que es el himno-prólogo del cuarto Evangelio: “El Lógos
(Verbo) se hizo sarx (carne) y puso su morada entre nosotros”. Un versículo que
está en contrapunto con el íncipit solemne del himno: “En el principio estaba
el Lógos. El Lógos estaba con Dios. El Lógos era Dios” (1,1). Pensemos cómo el
Lógos joánico habrá intrigado a Goethe de modo que en el Faust propondrá una
gama de significados para expresar la semántica profunda: el Verbo es,
ciertamente, Wort, palabra, pero es también Sinn, significado, Kraft, potencia
y Tat, acto, en la línea del valor del vocablo paralelo hebreo dabar, que
significa palabra y acto/evento. Leamos algunas sentencias de esta sorprendente
“autobiografía” del Verbo que es eterno (“Es, Fue, Será”), pero es también
“tiempo sucesivo”.
“Yo que soy el Es, el Fue y el Será
vuelvo a condescender al lenguaje,
que es tiempo sucesivo y emblema…
Viví hechizado, encarcelado en un cuerpo
y en la humildad de un alma…
Conocí la vigilia, el sueño, los sueños,
la ignorancia, la carne,
los torpes laberintos de la razón,
la amistad de los hombres,
la misteriosa devoción de los perros.
Fui amado, comprendido, alabado y pendí de una cruz”.
El Evangelio según Marcos y Borges
Como sello de este itinerario muy simplificado y sólo
ejemplificado sobre el mundo bíblico de Borges, es sugestivo evocar el décimo y
penúltimo relato de El informe de Brodie publicado de manera autónoma en 1971
bajo el título de El Evangelio según Marcos. A través de un recorrido
parabólico paradójico el escritor exalta la cualidad fuertemente performativa,
casi “sacramental”, del texto sagrado. Como ya se dijo, Borges, calcando la
tesis de la obra Mimesis de Erich Auerbach, según la cual La Odisea y la Biblia
son los arquetipos simbólicos del Occidente, estaba convencido que “los hombres
a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel
perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios
que se hace crucificar sobre el Gólgota”. Por un lado, domina “la repetición“
que no es, sin embargo, mera reiteración, sino repetición y reactualización, a
la manera del famoso escrito homónimo del filósofo Söeren Kierkegaard.
Por otro lado esta reescritura no es ni mecánica ni literal,
sino que tiene en sí una energía constantemente transformadora tanto de hacer
la historia sacra primigenia siempre nueva y eficaz. Estos dos componentes
–repetición y performación– son estupenda y terriblemente representados en El
Evangelio según Marcos de Borges.
Como sabemos, el acontecimiento narrativo es ambientado en
un lluvioso marzo de 1928, en la estancia La Colorada en el partido de Junín.
El estudiante de medicina Baltasar Espinosa llega de vacaciones y se encuentra
con algunos paisanos de aire un poco atroz y primitivo: los Gutres, padre, hijo
y “una muchacha de incierta paternidad”. Una inundación aísla la hacienda y
Baltasar descubre una Biblia en inglés; para pasar el tiempo, comienza a leer
cada noche, traduciendo el Evangelio de Marcos a la familia que lo hospeda.
Ellos, en su simplicidad, no sólo quedan fascinados, sino
además completamente conquistados y se convencen poco a poco de que aquellos
eventos deben reproducirse en su presente. Es entonces cuando los Gutres
identifican precisamente en el joven estudiante al Mesías presentado por
Marcos. Y antes de que él parta, cuando se retiren las aguas, ellos ya han
preparado su Gólgota.
“Hincados en el piso de piedra le pidieron su bendición.
Después lo maldijeron, lo escupieron
y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba.
Cuando abrieron la puerta, Baltasar vio el firmamento. Un
pájaro
gritó; pensó: es un jilguero. El galpón estaba sin techo;
habían arrancado las vigas para construir la Cruz”.
El autor es cardenal y presidente del Consejo Pontificio
para la Cultura
Fuente: Revista Criterio
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