Por Noel Luna
1. ¿Qué dicen de un autor las silenciosas letras de su
nombre? En el caso de Borges, casi todo. La inmensa bibliografía que su
escritura sigue generando da fe de ello. Para muchos, su nombre es una seña
inequívoca de identidad. Las imágenes que intentan colmar la firma que rubrica
sus textos son legión. No sorprende que él mismo haya vislumbrado ese destino.
En una entrevista le preguntaron cuál era su mayor ambición literaria, a lo que
contestó: “Escribir un libro, un capítulo, una página, un párrafo, que sea todo
para todos los hombres, como el Apóstol (1 Corintios 9:22); que prescinda de
mis aversiones, de mis preferencias, de mis costumbres; que ni siquiera aluda a
este continuo J.L. Borges”. Sus palabras denotaban una manera particular de
entender la literatura. Sus letras volvieron una y otra vez a este asunto,
poniendo a prueba su elasticidad. Entre la realidad de Miguel de Cervantes y la
irrealidad de Don Quijote, dice el escritor argentino, “los años acabarían por
limar la discordia”, por lo que ambos resultan hoy idénticamente conjeturales.
Lo mismo sucedió con el artífice de Hamlet: “antes o después de morir, se supo
frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno
y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé
el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi
sueño estás tú, que como yo eres muchos y nadie.” Para Borges, la literatura es
“el oficio / de cambiar en palabras nuestra vida.” ¿Pero cómo debemos entender
esa frase? ¿Se trata de una desestimación de la figura del autor? A mi
entender, justamente de lo opuesto. Si la literatura consiste en “cambiar” en
palabras la vida, una de las tareas que definen el oficio del lector es la de
preguntarse por los mecanismos que posibilitan dicho cambio. A pesar de que el
análisis pormenorizado de dichos mecanismos no logra recuperar la totalidad de
una intención, el mismo pone de manifiesto una serie de prácticas en las que
cristaliza el sujeto conjetural de un nombre propio.
2. El memorable texto titulado “Borges y yo” (de El hacedor,
1960) organiza una reflexión sobre el nombre propio: “Al otro, a Borges, es a
quien le ocurren las cosas.” La lengua abre una brecha insalvable entre la
enunciación y el nombre propio. Igual que ocurriera con Cervantes y
Shakespeare, tanto “Borges” como el “otro” (“a quien le ocurren las cosas”)
resultan análogamente hipotéticos o conjeturales en tanto sujetos a los que
pudiéramos asignar atributos concretos. Sin embargo, la especulación que
estructura un texto como “Borges y yo” requiere que la leamos en contra de lo
que dice. El texto obliga a la figuración de un tercero, que entre la
hipóstasis del nombre propio y el diferimiento que produce la enunciación
descubre la brecha que lo constituye. Al final del texto, leemos: “No sé cuál
de los dos escribe esta página.” Esa incertidumbre delimita el ámbito de una
práctica: la literatura. Entre el Borges que se demora, “acaso ya
mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel”, y aquel
otro que se da como predicado de un “nombre en una terna de profesores o en un
diccionario biográfico,” emerge la figura del tercero, que dice que no sabe,
que reflexiona y duda. El tercero es el Borges lector de sí mismo. Su no saber
cristaliza en una práctica: la literatura. Al cambiar en palabras su vida, el
sujeto de la enunciación pone de manifiesto la distancia que lo separa de la
experiencia, pero también la necesidad de interrogarse por esa práctica que lo
desdice y que sin embargo constituye para él aquello que no cesa de decirlo.
3. Hay dos lugares comunes que han resultado indudablemente
eficaces en tanto estrategias despolitizadoras de los procedimientos de lectura
que organizan la escritura de Borges. Por un lado está la idea tontísima de que
el escritor argentino lo leyó todo. No menos ingenua, la pedantería ilustrada
declara que leyó pocos pero doctos volúmenes. Cualquiera puede ver que Borges
leyó muchísimo: basta con echarle un vistazo a su obra para darse cuenta.
Tantos libros leyó que para nosotros –para la increíble capacidad para la
desidia de nuestro tiempo–, imaginar su número equivale a tratar de concebir el
universo. Pero aunque resulte pueril o estorboso o simplemente inútil
afirmarlo, no lo leyó todo, y ni falta que le hacía. Nuestra nostalgia por la
imagen del monje abúlico que se regodea bajo un montón de libros en su celda, o
por la del humanista ajeno al mundanal ruido que repite con cierta sonrisa
enigmática que nada de lo humano le es ajeno, no nos ayudan en nada a percibir
la agudeza inigualada de un lector como Borges. La suya fue una de las labores
más generosas y exigentes que nos haya legado la inmensa literatura del siglo
veinte. También una de las más políticas, y es que Borges nunca fue un lector
desinteresado, sino un lector en armas. Su ejercicio sobre la página, en su
incisión, su elegancia y su firmeza, define lo que podríamos llamar una
política de la lectura.
4. En más de una ocasión creo haber sorprendido la siguiente
idea en los ensayos de Borges: a la crítica suele interesarle más la historia
del arte que el arte mismo. Sin entender bien si se trata de un mea culpa, de
un ataque frontal o de una mezcla de ambos, siempre me ha parecido que no fue
otra la tarea que se impuso Borges que la de escribir una fragmentaria historia
de las formas, es decir, de la literatura como el producto de una labor heroica
y a la vez modesta de ciertos individuos inclinados a la búsqueda y la
dilucidación de la belleza. Al aludir a la belleza me refiero al producto de
una entrega minuciosa al manejo y el análisis de las técnicas y los
procedimientos lingüísticos y literarios que procuran un efecto en el lector
que los reciba. En la lectura de Borges, la belleza aparece como aquello que
misteriosamente irradia una labor hecha con un conocimiento pormenorizado de la
técnica, un acatamiento de los límites del medio, un gusto impecable, una
conciencia ética insobornable, y un amor sin reservas. Quien no haya leído aún
la colección de sus notas, reseñas y ensayos publicados en la revista
bonaerense EL HOGAR entre 1936 y 1939, podrá encontrar en ella varios ejemplos
de lo que digo. Bajo el título TEXTOS CAUTIVOS: ENSAYOS Y RESEÑAS EN “EL HOGAR”
(1936-1939), Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal recogieron 336
textos de diversa entonación y longitud que sin lugar a dudas constituyen uno
de los homenajes más impresionantes que la literatura moderna le haya hecho a
la lectura. Borges solía afirmar que mucho más que lo que había escrito, lo
enorgullecía lo que había leído. El solemne purista podrá encontrar en este
volumen, publicado por primera vez en 1986, e incorporado posteriormente a sus
Obras Completas, un ejemplo magnífico del derroche de talento en un medio de la
cultura de masas. Desde luego, ese prurito no es sino una variación menos
poética de aquel célebre pasaje que habla de la supuesta inutilidad de echarle
perlas a los cerdos. Desconozco del todo el formato de la revista EL HOGAR. El
hecho de que Borges hubiera escrito siquiera una décima parte de lo que en ella
publicó basta para poner en entredicho tantos insípidos escrúpulos académicos e
intelectuales frente a los medios masivos. Tan valiosa como las incursiones de
Rubén Darío y José Martí en la prensa finisecular, o Ezra Pound y Bertold
Brecht en la radio y en la ópera, casi todo aquello que Borges cedió al taller
tipográfico de EL HOGAR está hecho con el rigor del artífice, la curiosidad del
polemista, y el amor de alguien que se sabe brillante y no elude las
responsabilidades a las que dicho conocimiento lo obligan. De lo primero que
nos disuade Borges es del mito de la lectura indiscriminada. Antes que nada,
Borges nos enseña a leer. Al hacerlo, pone de manifiesto las tareas a las que
se siente llamado un escritor que es también un excelente crítico y un prodigioso
maestro.
5. Aquél que dijo de Valéry que “en un siglo que adora los
caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los
lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden,” no fue
menos dado a dichos placeres y aventuras que el poeta francés. Puede afirmarse
de Borges lo mismo que él decía de Kipling: “En su vida no hubo pasión como la
pasión de la técnica.” Por lo regular, aquellos que sienten lo mismo son los
primeros en admitir su insuficiencia. Técnica y pasión son los dos términos que
organizan los procedimientos de lectura de Borges. Entre tantos otros textos,
dan fe de ello las notas que dedicó a Enrique Banchs (Argentina, 1888-1968),
E.E. Cummings (USA, 1894-1962) y Rudyard Kipling (UK, 1865-1936) en la revista
EL HOGAR. Dos operaciones simultáneas rigen su forma de leerlos: por una parte,
destaca sus hallazgos técnicos; por otra, recupera la imagen solitaria del
artífice entregado a los rigores de su faena. La técnica emerge como la forma
visible de una conducta. La forma literaria, parece decirnos Borges en el
ejercicio de su oficio de lector, es la cristalización del sujeto de una
práctica, no su insalvable eclipsamiento.
Fuente: Claridad
- Puerto Rico
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