Entre 1983 y 1985, Jorge Luis Borges lanzó las colecciones
Biblioteca de Babel y Biblioteca Personal, 110 volúmenes cuya selección, que
incluye autores como Wilde, Kafka, Poe, Chesterton, Quevedo, Rulfo y Cortázar,
trazó una guía de lectura imprescindible y abrió, de paso, un camino para
entender el universo borgeano, siempre regido por los libros. Aquí, Adolfo
Castañón delinea la otra cara de Borges: el editor.
Adolfo Castañón
A los setenta y cinco años de edad mi padre murió el 11 de
julio de 1991; eran las 10:30 de la mañana, y se iniciaba un eclipse total de
sol. Yo estaba solo en la casa y, después de comprobar su muerte, salí al
jardín, enmudecido, casi paralizado por el estupor. Vi cómo las sombras caían sobre
las sombras y la luz turbia del eclipse les infundía una ondulante vitalidad.
Mientras las veía sin ver, volvieron a mi memoria las
últimas palabras de aquel hombre que se había resignado a ser abogado y
profesor de derecho Constitucional pero a quien en realidad sólo le interesaba
leer y releer, adquirir libros, acomodarlos, subrayarlos, regalarlos,
compartirlos. Las palabras finales de ese lector que se llamaba como el de la
voz —Jesús Castañón— expresaron el deseo de oír un cuento pues ya no podía leer.
Le propuse varias opciones. Él recordó que yo había hecho grabar para un
programa de radio educativa el cuento de Jorge Luis Borges titulado “El jardín
de senderos que se bifurcan”, y me pidió que pusiera aquella edición doméstica.
Así lo hice. El cuento en cuestión no es corto y al ver a mi padre recostado,
respirando casi inmóvil, pensé que se había dormido. Al concluir la cinta, me
acerqué. “¿Ya te dormiste?”, le dije. Me contestó que no, que había oído
completo el relato casi inverosímil que por cierto leyó varias veces en su
vida. No llegué a terminar de preguntarle al anciano que moriría quince horas
después qué le había parecido la historia de un muerto que regresa del
trasmundo. Cuando lo oí decir las últimas palabras que salieron de su voz ronca
y apagada: —“Tiene razón Borges. En un mundo, yo moriré mañana; en otro ni
siquiera habré nacido; en otro más moriré antes de cumplir veinte años; en otro
yo no seré tu padre sino tu hijo…”. Me asombró su lucidez y me sigue
maravillando su declaración, que atesoro como testamento difícil de traicionar,
y que hoy digo en público, después de tres lustros, para intentar encaminarme,
bajo los auspicios de mi padre y del propio Jorge Luis Borges, hacia el tema
que nos convoca.
Esas palabras terminales han sido una especie de iniciación,
un dictado ritual que no he dejado de repetirme desde que salí al jardín de
aquella casa a ver cómo la luz indócil del eclipse despertaba de su letargo al
animal pululante de las sombras.
En un mundo paralelo,
no tan remoto, Jorge Luis Borges no es el nombre de un poeta sino de un editor.
Borges, poeta-editor.
En la casa evocada líneas atrás, la biblioteca estaba
animada por los libros de la serie El Séptimo Círculo. John Dickson Carr,
Elisabeth Eastman, Eden Phillpoots, Dorothy Sayers, Leo Perutz eran presencias
asiduas en el ámbito donde los padres intercambiaban lecturas como si fuesen
besos. Algunas de esas letras compartidas se filtraban, vueltas a contar, hacia
los hijos —mi hermana y yo—. El Maestro del Juicio Final —título de la novela
del escritor nacido en Praga, Leo Perutz— fue una de las fórmulas cabalísticas
que poblaron nuestra infancia. El lema “El séptimo círculo” recorría el aire de
la casa mucho antes de que aprendiéramos a leer y escondía bajo su sombra
dantesca la inocente travesura de identificar las buenas letras entre las
letras más comerciales. Tardamos años en comprender el significado de las tres
palabras, y por supuesto leímos novelas policiacas antes de conocer a Dante. El
nombre de Jorge Luis Borges junto con el de Adolfo Bioy Casares, empezó a
aflorar por las paredes de la casa como co-director de la serie editada por el
sello Emecé, es decir como editor, mucho antes de que yo fuese consciente de su
realidad como poeta y escritor. Al volver los ojos de la mente hacia adentro y
hacia atrás, debo admitir que ese no fue el único caso y antes de “descubrir” a
Borges, yo, mi hermana, mis escasos amigos ya habíamos sido descubiertos por la
Antología de la literatura fantástica preparada por él, Silvina Ocampo y Adolfo
Bioy Casares. (Llamarme, además de Jesús, Adolfo, me hizo sentir algo próximo
de aquellos legendarios amigos.)
Ya habíamos sido tocados por El libro del cielo y el
infierno, preparado por ellos al alimón —voz de origen taurino—. Cuando empecé
a leer mejor y por así decir con una intención didáctica, es decir, discipular,
los libros Borges no eran escasos. De un lado estaban los escritos por él
—Ficciones, El Aleph, La moneda de hierro, La rosa profunda, para citar
algunos; del otro, los volúmenes que él había editado y firmado —por razones
que entonces se me hacían un poco difusas— en colaboración con otros autores y
sobre todo con otras autoras: Antiguas literaturas germánicas, Qué es el
budismo, El Martín Fierro, Seis problemas para don Isidro Parodi…
Instintivamente yo
sabía que esos libros en colaboración traían a Jorge Luis Borges —y algo más:
“la amistad genial, la convivencia…”—. Esos libros numerosos realzan la
insondable maravilla de su universo literario y editorial.
Entre los años 1983 y 1985, el poeta-editor lanzó dos
colecciones paralelas: la Biblioteca de Babel, editada por Franco María Ricci y
la Biblioteca Personal, elegida en colaboración con María Kodama y coordinada
para el sello Hyspamérica por Jorge Lebedev. Ambas series representan la
culminación de Borges como editor. Desde luego, no son iguales. Comparten
algunos autores, y tienen en común una estética, una idea del arte, del
quehacer poético, narrativo y literario. En ellas, desemboca la pasión de
Borges como editor, bibliófilo y amigo de los que aman los libros. La
Biblioteca de Babel, elegida y prologada de memoria por él para responder a la
invitación del editor italiano Franco María Ricci, consta de 30 volúmenes,
todos inscritos en la órbita de la narrativa. Los libros de esta Biblioteca de
Babel miden veintitrés por doce centímetros, y tienen un grosor variable de
entre uno y dos centímetros, y van encuadernados en cartulina gris.
A su vez, la Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges consta
de 80 volúmenes y en su catálogo conviven la narración, la poesía, las memorias
y testimonios, el teatro, los tratados eruditos o los libros de índole
religiosa. Cada libro mide veinte por trece centímetros, tiene un grosor
variable de alrededor de dos centímetros, tapa dura de color negro. Entre las
dos bibliotecas hay coincidencias: Oscar Wilde, Franz Kafka, William Beckford,
Giovanni Papini, Edgar Allan Poe, Voltaire, Robert Louis Stevenson, G.K.
Chesterton, quienes son como la médula espinal de esas dos columnas
vertebrales. Ningún libro escrito por Borges se incluye en la Biblioteca
Personal, pero la Biblioteca de Babel presenta el título Veinticinco de agosto
de 1983. En ambas, la presencia de la letra hispanoamericana resulta
significativa. Entre los 30 títulos de la Biblioteca de Babel aparece una
selección de Cuentos argentinos y El amigo de la muerte de Pedro Antonio de
Alarcón. Entre los 80 de la Biblioteca Personal figuran Juan Rulfo, Julio
Cortázar, Manuel Mújica Lainez, Ezequiel Martínez Estrada, Fray Luis de León y
Quevedo. Estos nombres sugieren un mapa y un método, para señalar, desde el
punto de vista de Borges y Kodama, ciertos senderos críticos hacia las letras
escritas en castellano. La propuesta de las dos bibliotecas es complementaria y
enfoca lo que está en juego desde un ángulo editorial.
Antropólogos como Lewis Mumford han llamado la atención
sobre un hecho: el desarrollo de las ciudades está íntimamente ligado a la
forma en que en ellas se disponen basuras y muertos. La historia de las
bibliotecas va de la mano con la historia de su destrucción por diversas
razones. La creación supone procesos de olvido y soslayamiento, enunciación y
acentuación específicas. Las dos bibliotecas distan de ser totales y más bien
adelantan y deslindan un canon literario o cultural abarcador, fundado no en
razones sentimentales o tribales, sino estéticas y hedonistas. La razón de ello
estriba en que, para invocar una voz latina, no hay nada más serio que el
propio placer (res severa est verum gaudium) y, entre todos los de la vida, el
más alto es el juego y la experiencia intelectual. Las dos bibliotecas dibujan
un espacio lúdico pero también de sobrevivencia y alientan la continuidad de la
experiencia de lo legible como gaya ciencia.
No es esta la ocasión de hacer un retrato cabal del editor
que fue Borges, pero su obra se desdobla en el otro cuerpo de sus traducciones,
antologías, compilaciones y libros en colaboración. Ese desdoblamiento no es
inocuo y, entre su obra y ese otro sistema paralelo aflora una red de vasos
comunicantes, organización inteligente que lleva por ejemplo de Walt Whitman al
narrador que interpela a Carlos Argentino Danieri en El Aleph. Es menos obvio
que todo ello a su vez se duplica y se dibuja un tetragrama y a su vez un
octaedro. En tal geometría transparente impone un ejercicio de literatura
comparada y Borges adentro un álgebra de por lo menos cuatro términos:
1) Las obras aludidas o citadas por Borges en los textos
suscritos directamente por su persona;
2) Las obras traducidas al castellano por él mismo (Orlando
de Virginia Woolf);
3) Las obras escritas o dictadas y realizadas en
colaboración con algún amigo o amiga (Atlas con María Kodama);
4) Las ediciones o prólogos individuales;
5) Las series (aquí se inscribirían las bibliotecas
mencionadas) que se presentan como un conjunto;
6) Los textos suscritos por nombres apócrifos;
7) Los textos “imaginarios” escritos sobre obras reales;
8) Las numerosas entrevistas que —¿no hay otra expresión
posible?— Borges se dejaba hacer por un entrevistador identificable pero que
cobraba gradual realidad literaria a medida que iba siendo tocado mentalmente
por el Hacedor llamado Borges.
Este arte combinatoria de cuatro dimensiones puede parecer
controvertible; no lo es, y el hecho complejo y elusivo de su acción editorial
es como una fiesta, faceta substancial de su poliédrico quehacer poético e
inabarcable Atlas mental. Aprovecho para decir cuánto me reduce el valor, la
fuerza de este lector inquieto que, ciego, recorrió el mundo cabalmente en
compañía de Kodama, como si hubiese practicado la perentoria sentencia del
profeta Jeremías: “Recorrerás la tierra a lo largo y a lo ancho”.
Esa compulsiva pasión errante del poeta ¿no tiene que ver
con la fidelidad al aire que fluye dentro y fuera de la torre de Babel? ¿No
estaría intentando Borges en sus viajes reconocer los cimientos de la torre
para hacer más fácil la residencia en la tierra? ¿O esa pasión geográfica, ese
fervor por el mito de sus signos y lugares son un efecto de la vehemencia que
quiere apurar el tiempo acariciando el sueño de lo ubicuo y de la eternidad?
Vuelvo a las geometrías conceptuales: si hay dos bibliotecas
paralelas —la implícita en sus obras y la suscrita en colaboración— y la explícita
editorialmente tangible en los diversos proyectos que animó, entre los cuales
sobresalen la Biblioteca de Babel y la Biblioteca Personal se impone la
existencia de una perspectiva: una visión superior que las atraviesa, para
amparar el razonamiento en la sombra de la etimología griega de la palabra
perspectiva: ver a través.
Esa visión bifocal infunde a la obra de Borges una condición
singular y la abriga en un sistema espiral, es decir incalculable. No es que su
obra invoque o hable de Babel y del océano. Ella misma se yergue como torre y
como mar, hecho y explicación, historia e historiografía de sí misma. “El arte
sucede” —como dice Borges citando a Whistler—, el infinito es hecho literario.
Las mil y una noches y la obra de Borges lo documentan.
Es como si en su obra se agotaran las variedades de la
experiencia poética en un ensimismamiento abismal donde saltan en pedazos el
principio de identidad textual y cada signo del alfabeto fuese un caracol en
cuyo fondo se escucha el mar.
El espejo enfrentado a otro sugiere la idea de infinito. El
tema de la Torre de Babel confrontado al del libro legendario Las mil y una
noches apunta hacia el concepto de lo incalculable. El espejo, la torre de
Babel, las mil y una noches son entidades que se funden en Borges, y en su
impulso de exaltar y a la vez cautivar, es decir encantar lo infinito.
Pero ésta no es una categoría plenamente intelectual; se da
en Jorge Luis Borges con un peso y una gravedad de índole dolorosamente física:
¿cómo deletrear el infinito? En cierto modo, diría un lector suyo, se enuncia
cada vez que alguien repite de memoria un poema conocido o salvado por la
tradición. La madre de Borges le decía que cuando él recitaba un poema de
Schiller, lo hacía con la voz de su padre, muerto en 1938. Sé que, cuando
repito el poema que Antonio Machado dedicó a un olmo seco, que a mi padre le
gustaba recordar, él pervive en mí.
Hay otro hecho singular: las dos bibliotecas que aventuró
Borges hace 30 años fueron concebidas cuando había perdido casi totalmente la
vista. Aunque cada una configura una biblioteca, el poeta-editor hizo sus
prólogos y sus planes editoriales de memoria, ángulo que ha de inscribirse en
la esfera de la oralidad. No es el Jorge Luis Borges de los años treinta y
cuarenta, milagroso creador de páginas perfectas celebrado por Alejandro Rossi
quien, en la plenitud de su vigor varonil, concibe Ficciones. Es el santo
conversador.
Paul Bénichou, gran historiador de la literatura francesa,
conoció a Borges, en 1945, en Buenos Aires, cuando daba clases en el recién
fundado Instituto Francés en Argentina. No sólo simpatizó con él. Le profesó
una admiración militante y apasionada y al volver a Francia, algunos años
después, publicó en revistas en los años cincuenta, tres artículos poco
conocidos. Además luego diversos textos suyos, incluidos en la edición de La
Pleiade.
En abril de 1995, poco antes de morir, redactó un post
scriptum en el que estableció un paralelo entre la autobiografía metafísica de
Stephane Mallarmé y su sueño de un libro total, y la idea de la biblioteca
babélica que acompañó a Borges desde Otras inquisiciones.
“La multiplicidad infinita de las cosas y la indecisión de
su sentido” representan en Borges el doble desafío del universo al hombre, que
intenta responder tanto como puede qué son la doble obsesión de las cuentas o
trucos con armas desesperadas de su inteligencia, impropias, una y otra, en ese
doble combate, para darle la victoria. Esta situación surge de una crítica de
la literatura, que es el punto de partida al parecer del pensamiento de Jorge
Luis Borges.
Esa crítica a la literatura se da contra la literatura
concebida como expresión, según la teoría sostenida por Benedetto Croce. En vez
de expresión, Borges buscará la alusión o la mención.
Desde luego, estas propuestas no pueden ser ajenas a la
tarea de Borges propende a la fundación de una cultura alternativa, inspirada
según Paul Bénichou en el ultrarromanticismo, extremismo del pensamiento y del
deseo donde el escritor, editor y poeta aspiran a desterrar el azar de la vida,
como sucede en Mallarmé, figura tan familiar a Jorge Luis Borges.
Habría que preguntarse si bajo la piel editorial de la
Biblioteca de Babel no se descubren constelaciones alusivas a un orden
imaginario. Ella es un lenguaje que consta de treinta títulos y se podría
afirmar que cada uno es un conjugación de un verbo más general. Si un
bibliotecario clasificara la Biblioteca de Babel sacaría de las fichas de cada
título palabras o referencias en común: cuanto más numerosas fueran mejor se
comprobaría su profunda unidad. Se podría pensar que cada título, cada cuento
incluido propone una o varias figuras retóricas. La biblioteca sería como un
teclado y quien supiera operarlo podría, en cierto modo, aspirar a ser Borges.
Castañón. Escritor, crítico y editor. Entre sus libros
destaca La gruta tiene dos entradas (Paseos II) (Aldus, 2003).
Fuente: Rancho Las Voces
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