“En cada texto
borgiano está todo Borges, en el cálido movimiento de olas de la repetición”
Por VÍCTOR BRAVO
Goethe, a sus ochenta años, pide para sí la más alta lucidez
para concluir la segunda parte del Fausto, su obra maestra. Borges, a sus
setenta años, en el brumoso año de 1969,
escribe Elogio de la sombra, uno de sus textos poéticos magistrales, si
se me permite la redundancia.
La década del sesenta
es tiempo de protagonismo de la literatura de América Latina: son los
años del boom de la novela, de Vargas Llosa a García Márquez, con presencia en
ese horizonte de Cortázar y Fuentes, de Donoso y Sarduy; y son años de obras
fundamentales de Onetti y Lezama Lima.
En poesía es la década de Ladera este de Octavio Paz y de
Fin de mundo de Pablo Neruda; de Filiación oscura y de Lo huidizo y lo
permanente de Juan Sánchez Peláez; es la década de Dador de Lezama Lima y de
Falsas maniobras de Rafael Cadenas.
Es una década luminosa para nuestro rudo y dulce español, y
es la década de Elogio de la sombra, momento luminoso en la luminosa obra de
Jorge Luis Borges.
En Elogio de la sombra está todo Borges.
Así como la reflexión contemporánea sobre los cielos nos
dice que cada lugar del universo es el centro del universo (en resonancia con la paradoja que Borges
cita en La esfera de Pascal, de 1952, que dice: «El centro del universo está en
todas partes y la circunferencia en ninguna») así, en cada texto borgiano está
todo Borges, en cálido movimiento de
olas de la repetición.
En los juegos de lenguaje sobre centro e infinito, Borges
reinventa poéticamente la ciudad de Buenos Aires, crea el «fervor de Buenos
Aires» para desde allí nombrar lo íntimo y lo cósmico; y así, «Esta ciudad que
yo creí mi pasado/ es mi porvenir, mi presente;/ los años que he vivido en
Europa son ilusorios,/ yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires». Desde
allí creará, con los signos desaprensivos de la realidad, las mitologías del
gaucho y el malevo, e intuirá los límites del ser y la paradoja del infinito,
se asomará, en ese infinito, por arte
del laberinto, a lo que Romain Rolland, desde las primeras páginas de El
malestar en la cultura de Freud denominará «el sentimiento oceánico», y
realizará, en pleno vértigo de vacío, juegos de lenguaje y desplazamientos por
los pasajes que son como grietas de los límites del hombre, de su insólita
travesía entre la vida y la muerte, esa inminencia absoluta que el hombre lleva
consigo, entre el acaecer y sus redes de causación y el brote incomprensible de
las paradojas, entre el encierro absoluto del hombre de los límites y el afuera
inexistente.
Borges crea una exhaustiva descripción del estar-en-el-mundo
-, y en su horizonte, crea con efecto estético indescriptible, el brote,
inesperado, intenso, lúdico, de lo innombrable, de lo que, como el noumeno
kantiano, se resiste a la simbolización, de la imposibilidad: de la paradoja,
ese puente ilusorio entre el misterio y el enigma.
En cada texto borgiano está todo Borges, en el cálido
movimiento de olas de la repetición.
El arco fundamental de ese movimiento va de la fuente
bíblica y judeo cristiana a las fuentes griegas de las figuraciones míticas y
la racionalidad, movimiento, que Habermas, en su interpretación de la cultura,
imagina entre Israel y Atenas.
El libro se abre con el poema «Juan I, 14», en el fuerte eco
del libro de Juan y la vida del hombre más singular de la historia de la
humanidad, la vida de Jesús. Desde el poema emerge, como un susurro, la voz del
Dios que paga por su desplazamiento a la condición de hombre, con el abandono
del propio padre («Padre mío, por qué me has abandonado»), y, por privilegios
del verso escuchamos el testimonio del hombre y del Dios: «Fui amado,
comprendido, alabado y pendí de una cruz/ Bebí la copa hasta las heces. /Vi por
mis ojos lo que nunca había visto:/ La noche y sus estrellas. /Conocí lo
pulido, lo arenoso, lo desparejo, lo áspero».
En el otro extremo del arco de la cultura, Heráclito,
presente, como Zenón y sus aporías a lo largo de la obra de Borges, nos
describe el más terrible y enigmático de los pasajes, el del ser y el no ser,
que ilustra el río «que arrastra mitologías y espadas», el río como «la
huidiza/ imagen de tu vida y de mi vida/ que lentamente se nos va de prisa». Y
esa disyunción se concentra en grandes momentos de la obra de Shakespeare, por
ejemplo en el To be or not tu be hamletiano, se expande en los versos borgianos
para convocar espacio, tiempo y movimiento, los tres grandes nudos reflexivos
de la Física de Aristóteles, para trazar las formas del laberinto y, en él, un
adentro sin afuera, la sorprendente paradoja que se reitera, por ejemplo, en La
casa de Asterión» y que parece ser una de las grandes paradojas del universo; y
en él esa condición del ansia del humano ser que es la espera, ansia que es la
de Vladimir y Estragón; Y, confluyente con el espacio, el drama del tiempo: así
dirá en el poema en prosa «Una oración»: «El proceso del tiempo es una trama de
efectos y de causas, de suerte que pedir cualquier merced, por ínfima que sea,
es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que se haya
roto». En las grietas de esa ruptura nos sorprenden los juegos de lenguaje de
Borges.
Y en la confluencia de las cálidas olas de las
reiteraciones, se producirá la aparición del doble, el reconocimiento de la
realidad y, en la realidad, el reconocimiento de lo terrible: aparecerá la
figura de Joyce, como antes de Whitman, de Chesterton y de innumerables autores
ingleses; y aparecerá con su aura de estrafalario misterio la figura de
Macedonio Fernández, sonriendo desde muchos versos borgianos, y aparecerá
Cervantes, y en él, el Quijote, principal figura en la amplia intuición lúdica
y reflexiva de Jorge Luis Borges.
Fuente: El Nacional
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