Fedosy Santaella
Por esa ansia de exprimir a Jorge Luis Borges, nacido hace 118 años, hasta la última circunstancia, se le exige incluso en la muerte que revele en qué caja o en qué arcón, como diría un argentino, dejó olvidada su novela.A Carlos Sandoval
Un poco de arqueología
Se sabe que Borges no se veía
escribiendo novelas. Lo dijo en el prólogo de Ficciones que
corresponde a El jardín de los senderos que se bifurcan:
«Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar
en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos
minutos» . En aquel mismo lugar también escribió: «Mejor procedimiento es
simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario». Es
maravilloso esto, concuerda con la otra novela de Borges que descubrí. Porque
como verás, lector, yo también me anoto en las filas de la urgencia por
achacarle a Borges alguna novela.
En conversación con Lázaro Santana para
la longeva revista Ínsula, Borges declaró tener la creencia de que
en el cuento corto, «tal como ha sido practicado por Henry James, Kipling,
Conrad y otros, puede caber todo lo que cabe en una novela». Un cuento, dice, puede estar tan cargado de las complejidades y
las intenciones de la novela, cuya lectura, acota, puede llegar a convertirse
más en una tarea que en una obligación. La sensación de plenitud sólo la da el
cuento; esta es su convicción. La novela en cambio, dirá
en otra oportunidad, siempre tiene algo de ripio. Dicha
declaración la registró Modesto Montecchia en 1977 para su Reportaje a Borges. «Es decir, que para escribir un
libro tan largo hay que introducir elementos ajenos a la misma». Allí Borges
acometerá también, cosa que agradezco, contra Robbe Grillet: «Yo creo que una
novela en la que el autor dedica tres páginas, por ejemplo, para describir lo
que hay en una mesa, es un error». Cuenta que cuando conoció a Grillet, éste le
confesó que había influido en su escritura. Borges, «con escasa cortesía», le
respondió: «Caramba, no me descorazone».
En definitiva, Borges no se atrevía con
la novela. «¿Por qué? Yo creo que por haraganería», le dirá a Antonio Nuñez en
otro reportaje también para Ínsula. «El cuento me gusta, lo veo de golpe, y esto espolea mi actividad.
Hay novelas espléndidas, no digo que no; pero la novela puede fabricarse. Un
cuento o un poema, no».
En 1959 llegaría a la Argentina la primera edición
en español de Lolita de Nabokov. La novela
fue sacada de circulación por orden de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos
Aires. Hubo protestas, lecturas clandestinas. Bioy Casares anotaría en su
diario el sábado 25 de julio de 1959: «Leemos las primeras páginas de Lolita de Nabokov». Aquel plural incluía a
Borges, quien, señala también Casares, llegaría a decir que tenía miedo de leer
ese libro porque habría de hacer mucho mal a un escritor al advertir que es
imposible escribir de otro modo. No obstante, Borges se daría la vuelta en
octubre de 1959 y en un artículo titulado «El caso Lolita»
declaró lo siguiente: «No puedo intervenir con eficacia en esta polémica. No he
leído el volumen de Nabokov y no pienso leerlo, ya que la longitud del género
novelesco no coincide ni con la oscuridad de mis ojos ni con la brevedad de la
vida humana».
Holgazanería, ceguera o brevedad de la vida
mediante, Borges, contrario a lo que se podría creer, lo intentó. En una
entrevista de 1945 para el primer número de la revista Latitud, responde que está escribiendo «una larga
narración o novela breve, que se titulará El congreso y
que conciliará (hoy no puedo ser más explícito) los hábitos de Whitman y los de
Kafka». Treinta años después, en El libro de arena, aparecerá
un cuento de treinta páginas bajo este título. Según el mismo Borges, no fue
uno de sus más afortunados relatos.
También se ha hablado del manuscrito al que se le
ha dado el título Los Rivero, pues no tiene
identificación ni fecha, aunque se calcula que data de 1950. Fue encontrado por
Julio Ortega en el Harry Ransom Center for the Humanities de la Universidad de
Austin, y publicado en 2010 por Centro Editores, en colaboración con la
Fundación Internacional Jorge Luis Borges.
Es un manuscrito de cuatro páginas donde, según Ortega, conocido investigador peruano de la Universidad de Brown, se asoma un posible argumento para una novela. Las cuatro páginas manuscritas con letra pequeñísima inician la presentación de los herederos de un tal coronel Rivero, héroe de la independencia latinoamericana que participó en guerra venezolana.
Es un manuscrito de cuatro páginas donde, según Ortega, conocido investigador peruano de la Universidad de Brown, se asoma un posible argumento para una novela. Las cuatro páginas manuscritas con letra pequeñísima inician la presentación de los herederos de un tal coronel Rivero, héroe de la independencia latinoamericana que participó en guerra venezolana.
Al parecer, Borges abandonó este
proyecto porque creyó que, precisamente, sería demasiado largo y terminaría
siendo una novela.
En 1997 surgió una pequeña controversia en torno a
un supuesto libro de Borges publicado con seudónimo. Se trata de la
novela El enigma de la calle Arcos, cuyo autor es un tal Sauli
Lostal. El enigma de la calle Arcos fue publicada a modo
de folletín por el diario Crítica de Buenos Aires en 1932, y luego como libro
por la editorial Am-Bass en 1933. Tal novela fue dar a manos del escritor Juan-Jacobo
Bajarlía, quien aseguró que había sido escrita por Borges. No caeremos en los
complicaciones de su argumentación, pero el asunto es que Barjalía buscó
nombres de los personajes de la novela y los relacionó con nombres de la
familia de Borges, y dijo además que la novela, por estar estrechamente
relacionada con otra, El cuarto amarillo de
Gastón Leroux, era sin duda de Borges, pues el escritor conocía ese libro desde
niño. ¡Vaya argumento!
Otro escritor, Fernando Sorrentino, publicó una
respuesta en el diario La Nación el 17
de agosto de 1997. Uno de sus contrargumentos es más que suficiente: Sorrentino
arguye que la novela está pésimamente escrita. Veamos, por ejemplo, la
descripción que se hace de un personaje de nombre Juan Carlos Galván: «El rubio
opaco de su cabello espeso y naturalmente ondulado matizábanlo infinidades de
níveos hilitos que intensificaban blancuras cerca de las sienes, su tez fresca
y rosada como la de un mozalbete exaltaba juventud». ¡No se diga más, Borges
jamás pudo haber escrito una cosa semejante!
Aníbal Jarkowski, por su parte, aventuró que Otras inquisiciones, compendio de breves y magistrales
ensayos, fue esa novela que Borges nunca escribió, una especie de novela-ensayo
en primera persona.
Con todo respeto, esto es hilar demasiado fino. Pero en fin, ya me he extendido demasiado y finalmente voy a lo que iba.
Con todo respeto, esto es hilar demasiado fino. Pero en fin, ya me he extendido demasiado y finalmente voy a lo que iba.
El hallazgo
Me encontraba haciendo una relectura de ciertos
autores latinoamericanos en la ya clásica antología El cuento hispoanoamericano de Seymour Menton
publicada por el Fondo de Cultura Económica, cuando di con una pequeña
información que llamó poderosamente mi atención.
El norteamericano Seymour Menton (1927-2014), quepa decir, fue uno de los primeros especialistas en darle énfasis a la narrativa de nuestro continente, cosa que no se le hizo fácil, pues a principios del siglo XX todavía existían prejuicios en torno a la literatura hecha por estos lados. Se le daba entonces mayor importancia a la literatura escrita en España, y se consideraba la nuestra como retrasada, incluso hubo quien dijo que no era literatura. Menton, a finales de la década de los 40, comenzó a mostrar otra cara del hacer narrativo latinoamericano, y abrió un camino importante en Norteamérica para la lectura y el estudio de nuestras letras.
De modo que si uno se planta frente a una edición de El cuento hispanoamericano, debe tomarse su contenido muy en serio, considerar que los cuentos allí recopilados son fundamentales y que las notas de Menton sobre los momentos históricos, los autores y los cuentos son altamente confiables.
Con todo esto por delante, llego a la nota biográfica de Borges y me consigo allí con aquel dato insólito. Presentada la información de rigor que uno asume sin quebrantos (lugar y fecha de nacimiento, estudios, libros publicados, etc.), me encontré con dos líneas —tan sólo dos líneas— que me abrieron las puertas de otra dimensión. Allí, luego de un punto y seguido, el texto dice que Borges, «a los 85 años, publicó en 1984, su primera novela, El nombre».
Volví a releer, lo medité, lo pensé. Sí, siempre se ha hablado de la novela que Borges nunca escribió, pero acá Seymour Menton, el mismísimo Seymour Menton, en una tercera edición corregida y aumentada de su obra magistral, dice que Borges publicó una novela que se llama El nombre.
¿Qué hice? Pues corrí a Internet a buscar más información, indagué en los libros que tengo en mi biblioteca, hasta le escribí al dilecto profesor e investigador de literatura Carlos Sandoval. Pero nada, en mis libros nada, en Internet nada. Sandoval a poco me respondió: tampoco nada. No sabía, lo agarré desprevenido, no tenía idea de que Borges hubiese publicado una novela. Me escribió que incluso había revisado en una reedición reciente de El cuento hispanoamericano. El resultado: el dato no estaba, aquellas dos líneas habían desaparecido, habían sido borradas de la historia.
El norteamericano Seymour Menton (1927-2014), quepa decir, fue uno de los primeros especialistas en darle énfasis a la narrativa de nuestro continente, cosa que no se le hizo fácil, pues a principios del siglo XX todavía existían prejuicios en torno a la literatura hecha por estos lados. Se le daba entonces mayor importancia a la literatura escrita en España, y se consideraba la nuestra como retrasada, incluso hubo quien dijo que no era literatura. Menton, a finales de la década de los 40, comenzó a mostrar otra cara del hacer narrativo latinoamericano, y abrió un camino importante en Norteamérica para la lectura y el estudio de nuestras letras.
De modo que si uno se planta frente a una edición de El cuento hispanoamericano, debe tomarse su contenido muy en serio, considerar que los cuentos allí recopilados son fundamentales y que las notas de Menton sobre los momentos históricos, los autores y los cuentos son altamente confiables.
Con todo esto por delante, llego a la nota biográfica de Borges y me consigo allí con aquel dato insólito. Presentada la información de rigor que uno asume sin quebrantos (lugar y fecha de nacimiento, estudios, libros publicados, etc.), me encontré con dos líneas —tan sólo dos líneas— que me abrieron las puertas de otra dimensión. Allí, luego de un punto y seguido, el texto dice que Borges, «a los 85 años, publicó en 1984, su primera novela, El nombre».
Volví a releer, lo medité, lo pensé. Sí, siempre se ha hablado de la novela que Borges nunca escribió, pero acá Seymour Menton, el mismísimo Seymour Menton, en una tercera edición corregida y aumentada de su obra magistral, dice que Borges publicó una novela que se llama El nombre.
¿Qué hice? Pues corrí a Internet a buscar más información, indagué en los libros que tengo en mi biblioteca, hasta le escribí al dilecto profesor e investigador de literatura Carlos Sandoval. Pero nada, en mis libros nada, en Internet nada. Sandoval a poco me respondió: tampoco nada. No sabía, lo agarré desprevenido, no tenía idea de que Borges hubiese publicado una novela. Me escribió que incluso había revisado en una reedición reciente de El cuento hispanoamericano. El resultado: el dato no estaba, aquellas dos líneas habían desaparecido, habían sido borradas de la historia.
Me sentí como si participara de un terrible
secreto, como si se me hubiese manifestado un dato clave en la historia
universal de la infamia, tal como si alguien hubiese cometido un asesinato del
que nunca nadie supo. Me dije entonces que no dejaría pasar la jugarreta, que
los borrones del tiempo no me vencerían y, prontamente, le tomé una foto a la
página en cuestión (es la 327) y se la mandé a Sandoval por correo. Allí está,
allí lo dice Seymour Menton y, para colmo, en una edición «corregida y
aumentada» de 1986. Es decir, Menton había revisado esa nota biográfica de
Borges y había agregado aquel dato a tan sólo dos años de la supuesta
publicación de la novela. El apunte era tan cercano en el tiempo, que resultaba
aún más increíble pensar en un error. Debía creerlo: Borges sí había
escrito esa novela, sí la había publicado. Volví a buscar,
investigué sobre las improbables novelas de Borges, pero en relación a El nombre, nada. En ninguna parte se nombra a El nombre. Estamos, querido lector, ante otra novela de
Borges que jamás existió.
Las palabras y las cosas
Con frecuencia le decimos a nuestros alumnos que
tengan cuidado con Wikipedia, porque suele decir cosas que no son. Te invito a
ir, lector, a la entrada que corresponde a Jorge Luis Borges en Wikipedia.
Entre sus obras no encontrarás El nombre.
Creemos, en cambio, que en los libros está la
autoridad, y también se lo decimos a los alumnos. Vayan al libro de mister Menton, allí hallarán la verdad. La voz de
la autoridad prevalece, pero podemos pecar de falacia. Argumentum ad verecundiam, o como también se lo
conoce, magister dixit. Recordemos: para santo Tomás, lo que
decía Aristóteles en sus libros no tenía discusión. Borges, muchas veces, jugó
con esa creencia, con la autoridad de los libros.
Alan Pauls, en El factor Borges,
escribe que ha consagrado años, décadas enteras a pensar en la erudición de
Borges, más aún, a darla por sentada, para terminar descubriendo que esa
mentada erudición borgeana es otra cosa —y la
itálica es de Pauls.
Borges juega con esa alta cultura, la
parodia para que muchos, tomándolo en serio, caigan hechizados. Sus referencias a la Enciclopaedia Britannica,
dice Pauls, no son más que eso, precisamente, cultura de enciclopedia. Borges
ironiza sobre sus conocimientos, dice que es un hombre semiinstruido, y en esa
ironía, Pauls encuentra pedantería aristocrática, una pose de poder, pero sobre
todo, el regusto de la satisfacción que «experimenta un estafador cuando
comprueba la eficacia de su estafa». Esa cultura de enciclopedia, dice Pauls,
es una cultura resumida, de referencia y ahorro, cultura de la parte por el
todo, una cultura cómoda dentro de los límites de un concepto Reader’s Digest. Por cierto, alguna vez en radio
escuché decir al gran Pedro León Zapata que toda su cultura provenía de Selecciones.
Sí, damos gran poder a la voz de la autoridad, pero
también damos gran poder a la letra impresa. De allí quizás que todavía mucho
autor tenga sus reparos a publicar y a vender sus libros en formato digital. No
obstante, por encima del poder de la autoridad y de la letra impresa, está el
poder propio de la palabra.
Foucault, en Las palabras y las cosas, habla de esa relación entre la escritura y el mundo. Al hablar del siglo XVI dice que en ese entonces el lenguaje no era un sistema arbitrario (convencional, de acuerdo entre los hombres), sino que estaba depositado en el mundo y formaba parte de él. Las cosas ocultaban y manifestaban su enigma en un lenguaje, y las palabras se proponían como cosas que había que descifrar. «El lenguaje forma parte de la gran distribución de similitudes y signaturas. En consecuencia, debe ser estudiado, él también, como una cosa natural». El lenguaje era visto en una relación natural con las cosas. En este pensamiento las palabras no son producto de un acuerdo entre hombres para decir que aquello es un árbol (¿qué similitud hay entre un árbol real y la palabra árbol?), sino de una relación esencial entre el lenguaje y las cosas.
Foucault, en Las palabras y las cosas, habla de esa relación entre la escritura y el mundo. Al hablar del siglo XVI dice que en ese entonces el lenguaje no era un sistema arbitrario (convencional, de acuerdo entre los hombres), sino que estaba depositado en el mundo y formaba parte de él. Las cosas ocultaban y manifestaban su enigma en un lenguaje, y las palabras se proponían como cosas que había que descifrar. «El lenguaje forma parte de la gran distribución de similitudes y signaturas. En consecuencia, debe ser estudiado, él también, como una cosa natural». El lenguaje era visto en una relación natural con las cosas. En este pensamiento las palabras no son producto de un acuerdo entre hombres para decir que aquello es un árbol (¿qué similitud hay entre un árbol real y la palabra árbol?), sino de una relación esencial entre el lenguaje y las cosas.
Esto no es exclusivo del siglo XVI. Ya Platón, en
el Crátilo, discute al respecto. Dice allí que hay nombres bien puestos, que
tienen una relación natural entre las palabras y las cosas, y nombres no tan
bien puestos, que vienen dados por la convención (el acuerdo social, que es la
lengua, el idioma). Es decir, acá tenemos un enlace íntimo entre el mundo y el
lenguaje donde el lenguaje es equivalente al mundo. El lenguaje en este
pensamiento es verdad absoluta, porque es la cosa misma, el mundo mismo. Todavía
hoy tenemos rezagos de eso. En el vudú, usted toma las uñas y el cabello de una
persona, lo mezcla con cera de vela y le pone el nombre de alguien y ese muñeco
es ese alguien a quien usted quiere dañar. ¿Por qué? Porque ha tomado pelos y
uñas de esa persona pero también su nombre, que es su esencia. Cuando leemos en
Twitter que alguien famoso muere, muchos comienzan a correr la voz, entiéndase,
a retuitear. ¿Por qué? Porque creen que lo que dice Twitter es cierto, porque
creen que Twitter es la realidad. Tal es el poder de la palabra,
que en ocasiones no la usamos para referir a la realidad, sino para pensarla
como la realidad misma.
Borges lúdico
Borges lúdico
De allí que resulte maravilloso, hablando de
palabra, lenguaje y realidad, que una novela que nunca existió se llame El nombre. Una novela que se llama El nombre no tiene nombre porque se le nombra
haciendo referencia a un nombre que no está explicitado, y que suponemos vamos
a encontrar dentro del libro. Pero ese libro no existe, al
igual que no existen ya, en ediciones posteriores, las dos líneas que lo
refieren, como si Borges, quien gustaba hablar de libros que no existen
hubiese, jugado con el erudito que escribió esas líneas.
Me pregunto cómo habrá llegado aquel dato al bueno
de Menton. ¿Quién se lo facilitó o dónde lo leyó? Me ha dado por imaginar que
fue el mismo Borges en persona o por carta quien le pasó la noticia. En la primera nota de Ficciones de la que ya
hablamos, Borges insiste sobre los libros imaginarios: «Más razonable, más
inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros
imaginarios».
Como si Borges le hubiese hecho una jugarreta al
célebre investigador, una novela nunca escrita aparece allí al final de su nota
biográfica en un libro académico que es insoslayable referente para las letras
latinoamericanas. Dos líneas, apenas dos líneas de ficción en un compendio
cultural académico que contribuyen, así como de pasada, a aumentar el universo
imaginario de Borges.
Es fascinante, simplemente fascinante pensar que
Borges sigue escribiendo e inventando libros en la imaginación de todos
aquellos que han buscado su novela inexistente en todas partes y, al mismo
tiempo, en ninguna.
Fuente: El Estimulo
No hay comentarios:
Publicar un comentario