domingo, 26 de enero de 2020

V.S. Naipaul: Comprendiendo a Borges




Borges, hablando de la fama de los escritores, dijo: «Lo importante es la imagen que creas de ti mismo en las mentes ajenas. Mucha gente considera a Burns como un poeta mediocre. Pero él representa muchas cosas y gusta a la gente. Esa imagen —al igual que sucede con Byron— puede llegar a ser más importante que la obra.»

Borges es un gran escritor, un poeta dulce y melancólico, y las personas que saben español lo veneran como creador de una prosa directa, nada retórica. Pero la reputación que tiene entre los angloamericanos, la de ser un argentino ciego y anciano, autor de muy pocas, muy cortas y muy misteriosas historias, es tan hinchada y falsa que oculta su grandeza. Posiblemente le haya costado el Premio Nobel; y es muy posible que cuando esa falsa reputación decaiga, cosa que sucederá inevitablemente, desaparezca también su obra, que es buena.

Lo irónico del asunto es que Borges, en lo mejor de su obra, no es misterioso ni difícil. Su poesía es accesible; en gran parte es hasta romántica. Sus temas vienen siendo los mismos desde hace cincuenta años: sus antepasados militares, sus muertes en combate, la muerte misma, el tiempo y el viejo Buenos Aires. Y hay cerca de una docena de historias muy logradas. Dos o tres de ellas son pura y simplemente historias de detectives, anticuadas incluso (una fue publicada en la Ellery Queen's Mystery Magazine). Algunas tratan, de modo muy cinematográfico, del hampa bonaerense de principios de siglo. A los gángsters se les da una estatura épica; ascienden, son desafiados y a veces huyen.

Las otras historias —las que han vuelto locos a los críticos— vienen a ser chistes intelectuales. Borges toma una palabra como «inmortal» y juega con ella. Supongamos, dice, que los hombres fueran realmente inmortales. No sólo hombres que hubiesen envejecido y no murieran, sino hombres indestructibles, vigorosos, que sobrevivieran eternamente. ¿Cuál sería el resultado? Su respuesta —que en su historia— es que en algún momento cada una de las experiencias concebibles caería sobre cada hombre, que cada hombre, en un momento u otro, asumiría cada carácter concebible y que Homero (el héroe disfrazado de esta historia concreta) incluso podría, en el siglo XVIII, olvidarse de haber escrito la Odisea. O tomemos la palabra «inolvidable». Supongamos algo que fuese verdaderamente inolvidable y que no pudiera olvidarse ni por un segundo; supongamos que esta cosa, al igual que una moneda, cayera en tu poder. Ampliemos la idea. Supongamos que hubiese un hombre —pero no, tiene que ser un muchacho que no pudiera olvidar nada, cuya memoria, por consiguiente, se hinchase como un globo con todos los detalles inolvidables de cada minuto de su vida.

Éstos son algunos de los juegos intelectuales de Borges. Y quizás su obra en prosa más lograda, que es también la más corta, sea un puro chiste. Se titula «Del rigor en la ciencia» y figura que se trata de un extracto de un libro de viajes del siglo XVII.

«... En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.”

Esto es absurdo y perfecto: la parodia exacta, la idea grotesca. El rompecabezas y los chistes de Borges pueden crear adicción. Pero hay que tomarlos como lo que son; no siempre justifican las interpretaciones metafísicas que se hace de ellos. Es mucho, sin embargo, lo que atrae al crítico académico. Algunas de las bromas de Borges exigen un despliegue exagerado de erudición curiosa y a veces desaparecen debajo de ella. Y existe el lenguaje, en ocasiones barroco, de las primeras historias.

Las ruinas circulares —una historia rebuscada, casi de ciencia ficción, que trata de un soñador que descubre que él mismo existe solamente en el sueño de otra persona— empieza: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche.» Norman Thomas di Giovanni, que durante los últimos cuatro años no ha hecho otra cosa que traducir a Borges, y que ha contribuido más que cualquier otra persona a difundir la obra de Borges en el mundo de habla inglesa, dice:

«Puedes imaginarte lo mucho que se ha escrito acerca de ese «unánime». Acudí a Borges con dos traducciones de dicha palabra: «surrounding» (circundante) y «encompassing» (que abarca). Y le dije: «Borges, ¿qué quería decir en realidad con eso de la noche unánime? Eso no significa nada. Si hay una noche unánime, ¿por qué? O hay una noche que bebe té, o una noche que juega a las cartas?» Y su respuesta me dejó atónito. Dijo: «Di Giovanni, eso no es más que un ejemplo del modo irresponsable en que solía escribir.» Utilizamos «encompassing» en la traducción. Pero a muchos profesores no les gustó perder su noche unánime ...

Una mujer tenía que escribir un ensayo sobre Borges para un libro. No sabía español y basaba su ensayo en dos traducciones inglesas bastante mediocres. Un ensayo largo, de unas cuarenta páginas. Y uno de sus puntos cruciales era que Borges escribía una prosa muy latinizada. Tuve que señalarle que Borges no podía evitar el escribir una prosa latinizada, porque escribía en español y el español es un dialecto del latín. La mujer no consultó con nadie cuando ponía los cimientos. Al final grita «¡Socorro!» y corres hacia ella y ves este rascacielos enorme hundiéndose en la arena movediza.

En 1969, Di Giovanni acompañó a Borges en una gira de conferencias por los Estados Unidos. Borges es un caballero. Cuando la gente se le acerca y le dice lo que significan realmente sus narraciones —después de todo, él sólo las escribió— les da la contestación más maravillosa que jamás se ha oído. «¡Ah, gracias! Usted ha enriquecido mi narración. Me ha hecho un regalo magnífico. He venido de Buenos Aires a X —Lubbock, Texas, por ejemplo— para averiguar esta verdad sobre mí mismo y sobre mi relato.”

Durante muchos años, Borges ha gozado de una gran reputación en el mundo de habla hispana. Pero en un ensayo autobiográfico, que apareció en forma de «Profile» (perfil) en el New Yorker, en 1970, dice que hasta que ganó el Premio Formentor en 1961 —tenía entonces sesenta y dos años— era «prácticamente invisible, no sólo en el extranjero, sino también en mi tierra, en Buenos Aires». Es ésta la clase de exageración que consterna a algunos de sus primeros seguidores argentinos; y algunos de ellos llegaron a decir que su «irresponsabilidad» ha crecido con su fama. Pero Borges siempre ha sido irresponsable. Buenos Aires es una ciudad pequeña; y lo que tal vez era inofensivo cuando Borges pertenecía solamente a esta ciudad pequeña se vuelve menos inofensivo cuando los extranjeros hacen cola para entrevistarlo. Hubo un tiempo, sin duda, en que la celebración por Borges de sus antepasados militares y de sus muertes en combate halagaba a toda la sociedad, dándole un sentido del pasado y de plenitud. Ahora parece excluir, proclamar una grandeza privada; y para muchos es sólo egoísta y presuntuosa. No es fácil ser famoso en una ciudad pequeña.

Borges concede numerosas entrevistas. y cada una de ellas se parece a todas las demás. Diríase que Borges hace que las preguntas sean irrelevantes; pasa sus discos, como dijo una señora argentina; representa su papel. Dice que la lengua española es su «perdición». Critica a España y a los españoles: sigue librando aquella guerra colonial, en la cual, no obstante, las viejas cuestiones se confunden con un prejuicio más sencillo, el que sienten los argentinos contra los inmigrantes pobres y atrasados que llegan del norte de España. Hace chistes obvios y de mal gusto a costa de los indios de la pampa. De mal gusto porque sólo veinte años antes de que Borges naciera estos indios eran exterminados sistemáticamente; y, pese a ello, obvios, porque las matanzas a semejante escala resultan aceptables solamente si se ridiculiza a las víctimas. Habla de Chesterton, Stevenson y Kipling. Habla del inglés antiguo con todo el entusiasmo de un hombre que ha elegido un tema académico por sí mismo. Habla de sus antepasados ingleses.

Es una interpretación curiosamente colonial. Su pasado argentino forma parte de su distinción; lo ofrece como tal; y es, después de todo, un patriota. Honra a la bandera, un ejemplar de la cual ondea en el balcón de su despacho de la Biblioteca Nacional (él es el director). Y le emociona el himno de su país. Mas, al mismo tiempo, parece ansioso de proclamar su distanciamiento de la Argentina. Cabría pensar que la representación está dedicada al nuevo público que Borges ha encontrado en las universidades angloamericanas, un público al que halaga de tantas maneras. Pero las actitudes son viejas.

En Buenos Aires todavía se recuerda que en 1955, escasos días después de la caída de Perón y la finalización de los nueve años de dictadura, Borges dio una conferencia sobre Coleridge —nada menos que Coleridge— a las damas de la Asociación Cultural Inglesa. Algunos de los versos de Coleridge, dijo Borges, se encontraban entre lo mejor de la poesía inglesa, «es decir, la poesía». Y esas cuatro palabras, en un momento de júbilo nacional, fueron como una agresión gratuita al alma argentina.

Norman di Giovanni cuenta una historia que restablece el equilibrio. En diciembre de 1969 nos encontrábamos en la Georgetown University de Washington, D.C. El hombre encargado de la presentación era un argentino de Tucumán y aprovechó la oportunidad para decirle al público que la represión militar había cerrado la universidad de Tucumán. Borges olvidó por completo lo que había dicho aquel hombre hasta que nos encontramos camino del aeropuerto. Entonces alguien empezó a hablar del asunto y de pronto Borges se enfadó mucho. «¿Oyó lo que dijo aquel hombre? Que habían cerrado la universidad de Tucumán.» Le pregunté por qué estaba enfadado y me dijo: «Ese hombre estaba atacando a mi país. No se puede hablar así de mi país.» Le dije: «Borges, ¿qué quiere decir con eso de «ese hombre»? Ese hombre es argentino. Y procede de Tucumán. Y lo que dice es verdad. Los militares han cerrado la universidad.»

Borges es de estatura mediana. Sus ojos casi ciegos y su bastón contribuyen a aumentar su apariencia distinguida. Viste cuidadosamente. Dice que es un escritor de clase media; y un escritor de clase media no debe ser un «dandy», ni vestir con una despreocupación demasiado afectada. Es cortés: opina, al igual que sir Thomas Browne, que un caballero es alguien que procura causar las menores molestias posibles. «Pero eso debería buscarlo en Religio Medici.» Podría parecer, pues, que en su accesibilidad, en su buena disposición a conceder largas entrevistas que son repetición de las anteriores, Borges combina el ideal de modestia propio de la clase media y los modales del caballero con la intimidad del escritor, la necesidad que tiene el escritor de reservarse para su trabajo.

Hay indicios de esta intimidad (en la accesibilidad) en la forma en que le gusta que se dirijan a él. Quizás no pasen de media docena las personas que tienen el privilegio de llamarle por su nombre de pila, Jorge, convirtiéndolo en «Georgie». Para todos los demás le gusta ser simplemente «Borges» sin el señor, palabra que él considera española y pomposa. «Borges» es, por supuesto, distanciador.

Y ni siquiera las cincuenta páginas de su Ensayo Autobiográfico violan su intimidad. El ensayo es como otra entrevista. Cuenta pocas cosas nuevas. Su nacimiento en Buenos Aires en 1899, hijo de un abogado; sus antepasados militares; los siete años que la familia paso en Europa de 1914 a 1921 (cuando el peso era valioso y Europa era más barata que Buenos Aires): vuelve a contar todo esto en líneas generales, como en una entrevista. y el ensayo no tarda en transformarse en la simple crónica de la vida profesional de un escritor, de los libros que leyó y de los libros que escribió, los grupos literarios de los que fue miembro y las revistas que fundó. La vida brilla por su ausencia. Apenas dice nada sobre la crisis que debió de sufrir en los inicios de su madurez cuando —perdido el dinero de la familia— hacía toda clase de periodismo; cuando murió su padre y él mismo enfermo gravemente y «temió por [su] integridad mental»; cuando trabajaba como ayudante en una biblioteca municipal y era muy conocido como escritor fuera de la biblioteca y desconocido dentro de ella. «Recuerdo que una vez un compañero de trabajo vio en una enciclopedia el nombre de un tal Jorge Luis Borges y le llamo la atención la coincidencia de que nuestros nombres y fechas de nacimiento fuesen idénticos.»

«Nueve años de sólida infelicidad», dice; pero sólo dedica cuatro páginas al período ... La intimidad de Borges empieza a parecer inabordable.

Un dios me ha concedido
lo que es dado saber a los mortales.
Por todo el continente anda mi nombre;
no he vivido.
Quisiera ser otro hombre.

Éste es Borges hablando de Emerson; pero podría ser Borges refiriéndose a Borges. La vida, en el Ensayo Autobiográfico, realmente brilla por su ausencia. De manera que todo lo que es importante en el hombre hay que buscarlo en la obra.

Al hombre hay que buscarlo en la obra, que, en el caso de Borges, es esencialmente la poesía. Y todos los temas que ha explorado en el transcurso de una larga vida se encuentran, como él mismo dice, en su primer libro de poemas, publicado en 1923, un libro que se imprimió en cinco días, trescientos ejemplares, y se distribuyó gratuitamente:

Cuando tú mismo eres la continuación realizada
de quienes no alcanzaron tu tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra

Aquí está el antepasado militar muriendo en combate. Aquí, ya, a la edad de veinticuatro años, la contemplación de la gloria se transforma en la meditación sobre la muerte y el tiempo. En algún momento de aquella época, la vida se detuvo y todo lo posterior ha sido literatura: una preocupación por las palabras, un intento sin fin de conservar, y no traicionar, las emociones de aquel pasado tan particular.

Soy, pero soy también el otro, el muerto,
el otro de mi sangre y de mi nombre.

Así dice un poema que escribió cuarenta y tres años después de aquel primer libro. Desde que escribiera dicho libro, nada, exceptuando quizás el descubrimiento de la antigua poesía inglesa, ha proporcionado a Borges material para tan intensa meditación. Ni siquiera los amargos años del régimen de Perón, cuando fue «ascendido», sacándole de la biblioteca, al cargo de inspector de pollos y conejos en los mercados» y él dimitió. Tampoco su breve, infeliz matrimonio a una edad avanzada, que una vez fue tema de artículos de revista y sigue asiéndolo de chismorreos en Buenos Aires. Tampoco la compañía continuada de su madre, que actualmente cuenta noventa y seis años.

«En 1910, año del centenario de la República Argentina, creíamos Argentina era un país honorable y no nos cabía ninguna duda de que las naciones acudirían en tropel. Ahora el país se encuentra en mal estado. Nos vemos amenazados por el retorno del hombre horrible.» Así es como Borges se refiere a Perón: prefiere no utilizar el nombre. "Recibo numerosas amenazas personales. Incluso mi madre. La llamaron por teléfono a altas horas de la noche —las dos o las tres— y alguien le dijo con una voz muy bronca, la clase de voz que hace pensar en un peronista. «Tengo que matarlos, a usted y a su hijo.» Mi madre dijo: «¿por qué?» «Porque soy peronista.» Mi madre dijo: «En lo que concierne a mi hijo, sólo tiene setenta años y está prácticamente ciego. Pero en mi caso debería aconsejarle que no malgaste el tiempo porque tengo noventa y cinco años y puedo morirme en sus manos antes de que consiga matarme.» Por la mañana le dije a mi madre que me había parecido oír el teléfono durante la noche. «¿Lo he soñado?» Ella dijo: «Sólo era algún imbécil.» No es sólo ingeniosa. Sino también valiente ... no veo qué puedo hacer al respecto ... la situación política. Pero creo que debería hacer lo que pueda, teniendo militares en la familia."

El primer libro de poemas de Borges se tituló Fervor de Buenos Aires. En el mismo, en su prefacio*, decía que intentaba celebrar de un modo especial la ciudad nueva y en expansión. «Semejante a los latinos, que al atravesar un soto murmuraban: «Numen inest» —aquí se oculta la Divinidad—, de que habla mi verso para declarar el asombro de las calles endiosadas por la esperanza o el recuerdo...»

Pero Borges no ha santificado a Buenos Aires. La ciudad que ve el visitante no es la ciudad de los poemas, como sigue siéndolo Simla (tan nueva y artificial como Buenos Aires), la ciudad de las historias de Kipling, después de todos estos años. Kipling observaba con atención una ciudad real. El Buenos Aires de Borges es privado, una ciudad de la imaginación. Y ahora la ciudad misma está en decadencia. En el Barrio Sur del propio Borges sobreviven algunos edificios antiguos, con sus poderosas puertas principales y sus patios que van retrocediendo, cada uno con un embaldosado distinto. Pero es más frecuente que los patios interiores estén cegados; y muchos de los viejos edificios han sido derribados. La elegancia, si es que en esta ciudad de inmigrantes plebeyos la elegancia existió realmente alguna vez fuera de la visión de los arquitectos expatriados, se ha esfumado; ahora sólo hay desorden.

La bandera argentina, azul y blanca, que cuelga sobre la calle de México desde el balcón del despacho de Borges en la Biblioteca Nacional aparece sucia de polvo y humos. Y echemos un vistazo a este edificio, quizá el mejor de la zona, que fue utilizado como hospital y cárcel en tiempos del dictador gángster Rosas, hace más de ciento veinte años. Todavía hay belleza en la pared coronada por púas, las altas verjas de hierro, las enormes puertas de madera. Pero, en el interior, las paredes están desconchadas; las ventanas que dan al patio central tienen los cristales rotos; adentrándose, pasando de patio en patio, vemos ropa tendida en un corredor, los peldaños están rotos y una escalera metálica de caracol aparece bloqueada por trastos inservibles. Ésta es una oficina del gobierno, un departamento del Ministerio de Trabajo: nos habla de una administración agarrotada, de una ciudad que se muere, de un país que no ha funcionado realmente.

En todas partes se ven paredes con lemas violentos; los guerrilleros operan en las calles; cae el peso; la ciudad está llena de odio. El lema con malas pulgas se repite: Rosas vuelve. El país espera un nuevo terror.

Numen inest, aquí se oculta la Divinidad*: el ensalmo del poeta no ha dado resultado. Los antepasados militares murieron en combate, pero aquellas batallas insignificantes y aquellas muertes inútiles no han conducido a nada. Sólo en la poesía de Borges habitan esos héroes en «un universo épico, sentados altos en la silla»: «alto... en su épico universo» y ésta es su gran creación: la Argentina como tierra sencilla y mítica, un mundo épico completo, de «repúblicas, caballería y mañanas»: «las repúblicas, los caballos y las mañanas», de batallas libradas, la patria establecida, la gran ciudad creada y las «calles con nombres que se repiten desde el pasado de mi sangre».

Ésa es la visión del arte. Y, sin embargo, desde esta mítica Argentina de su creación, Borges alarga la mano, a través de su abuela inglesa, a sus antepasados ingleses y, a través de ellos, a su lenguaje «en su aurora», «La gente me dice que ahora parezco inglés. Cuando era joven no parecía inglés. Era más moreno. No me sentía inglés. Ni pizca. Quizá el sentirme inglés vino a mí a través de la lectura.» Y aunque Borges no lo reconoce, un tema que se repite en sus historias más recientes es el de los nórdicos que degeneran en un desolado paisaje argentino. Los Guthries escoceses se convierten en Gutres mestizos y ya ni siquiera conocen la Biblia; una muchacha inglesa se transforma en una india salvaje; hombres que se llaman Nilsen se olvidan de sus orígenes y viven como animales de acuerdo con el bestial código sexual del macho putañero.

En nuestra primera entrevista, Borges dijo: «No escribo sobre degenerados». Pero en otra ocasión afirmó: «El país fue enriquecido por hombres que pensaban esencialmente en Europa y los Estados Unidos. Sólo la gente civilizada. Los gauchos eran muy ingenuos. Bárbaros». Cuando hablamos de la historia argentina, dijo: «Hay una pauta. No es una pauta obvia. Yo mismo no puedo ver el bosque por culpa de los árboles». Y más adelante agregó: «Aquellas guerras civiles ahora no tienen sentido».

Quizá, pues, paralelamente a la visión del arte, se haya desarrollado, en Borges, una visión subsidiaria, por muy poco que la reconozca, de la realidad. Y ahora, en todo caso, el mundo real ya no puede negarse.

A mediados de mayo, Borges fue a pasar unos cuantos días en Montevideo, en el Uruguay. Montevideo fue una de las ciudades de su infancia, una ciudad de «largas, perezosas vacaciones». Pero ahora el Uruguay, el más culto de los países sudamericanos, era, citando las palabras de un argentino, «la caricatura de un país», en bancarrota, al igual que la Argentina, después de la riqueza de que disfrutara durante la guerra, y despedazándose. Montevideo era una ciudad en guerra; guerrilleros y soldados luchaban en las calles. Un día, durante la estancia de Borges, cuatro soldados fueron muertos a tiros.

Vi a Borges cuando regresó. Una muchacha bonita le ayudó a bajar las escalinatas de la Universidad Católica. Parecía más frágil; las manos le temblaban con mayor facilidad. Había perdido el vigor que mostraba durante las entrevistas. Venía lleno del desastre de Montevideo, disgustado. Montevideo era otra cosa que había perdido. En un poema las «mañanas en Montevideo» se encuentran entre las cosas por las cuales da las gracias «al divino laberinto de causas y efectos». Ahora Montevideo, al igual que Buenos Aires, al igual que la Argentina era agradable sólo en su recuerdo, y en su arte.


Texto extraído del libro El Retorno de Eva Perón y Otras Crónicas de V.S. Naipaul, Seix Barral, 1983.
A su vez basado en un artículo titulado “Comprehending Borges” que Naipaul publicó en el New York Review of Books, edición del 19 de octubre de 1972.
Aporte para el blog de Yonah Kranz

* Nota P. Damiano: [En "A quien leyere", prólogo a la edición facsimilar de Fervor de Buenos Aires, Buenos Aires, Alberto Casares, 1993, eliminado por Borges en las ediciones posteriores a la inicial de 1923. Referencia en nota 83 de Textos recobrados 1919-1929

Fuente: Borges Todo el Año


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