por Jorge Carrión
En su despacho de director de la Biblioteca Nacional de
Argentina destacan un póster del séptimo centenario de Dante y un busto del
poeta italiano, una fotografía de Jorge Luis Borges, una gran bandera
albiceleste y un pequeño dinosaurio de plástico verde. «Me lo regaló mi hijo»,
me cuenta el escritor argentino-canadiense, bibliófilo, nómada cultural,
profesor, traductor, editor, ensayista y novelista, antólogo, crítico,
polígrafo multilingüe, gestor cultural y, sobre todo, lector Alberto Manguel,
setenta años que crean estratos sucesivos a través de las gafas en sus ojos muy
claros, «porque se llama Albertosaurus y encontraron su esqueleto en la
provincia canadiense de Alberta». Después se sienta en una gran butaca, me
ofrece la otra y comenzamos a hablar.
Estamos en una institución que todo el mundo vincula con
Borges. ¿Cómo le está ayudando su experiencia como director de la Biblioteca
Nacional para entender mejor al maestro?
Son dos hechos que solo se relacionan en esa constelación
universal donde todo está relacionado. Borges fue director simbólico de la
biblioteca, un director universal, un bibliotecario universal, que representó
no a la Biblioteca Nacional de Argentina, sino la Biblioteca en todos sus
aspectos. Ahora bien, la Biblioteca Nacional de Argentina, como una institución
de piedra y hierro, de papel y de tinta, implica obligaciones, necesidades y
funciones extraliterarias. Borges fue el símbolo de lo literario, y la
literatura se divide en un antes y un después de Borges y Borges. No se puede
escribir en castellano ni tampoco se puede escribir en cualquier otra lengua
sin sentir, consciente o inconscientemente, la presencia de Borges. Textos como
«Pierre Menard…» cambian para siempre la noción de lo que significa escribir y
leer. Mi misión se encuentra en otro campo, completamente distinto, que es el
de la pura administración. Yo he abandonado mi carrera de escritor y, hasta
cierto punto, de lector, asumiendo este puesto de director de la Biblioteca
Nacional a fines de 2015; y me he convertido en la persona encargada de
eliminar obstáculos al trabajo de las otras ochocientas y pico personas que
trabajan aquí. ¿Conoce usted un ballet de una gran coreógrafa alemana, Pina Bausch, que se llama Café
Müller? ¿Recuerda que se trata de una mujer que baila y otro personaje le quita
las sillas del camino para que no se tropiece? Pues yo soy esa persona.
En Con Borges, su libro de recuerdos, vincula el trabajo de
Borges como bibliotecario con el suyo como librero, porque él pasaba por la
librería donde usted trabajaba después de salir de la sede anterior de esta
misma biblioteca. Además de conocer a Borges, ¿qué más le aportó aquella
primera experiencia como joven librero?
Yo trabajaba en la librería Pigmalion, donde vendíamos
libros en inglés y alemán, a la edad de quince, dieciséis, diecisiete años. Iba
al colegio por las tardes. Y Borges venía a comprar sus libros ahí, y un día me
pidió que fuera a su casa a leerle, como a tantas otras personas. Yo ya sabía
que quería vivir entre libros, sabía que el mundo me era revelado a través de
los libros y que luego el mundo confirmaba o daba una versión imperfecta de lo
que los libros me habían revelado. Lo que hizo Borges fue darme dos enseñanzas
fundamentales. La primera es que no me preocupase por las expectativas del
mundo de los adultos, que querían que fuese médico, ingeniero o abogado —vengo
de una familia de abogados—, y que aceptase mi destino entre los libros. La
segunda se refiere a la escritura. Borges quería que le leyese unos cuentos que
le parecían casi perfectos, sobre todo de Kipling, pero también de Chesterton y
Stevenson, porque quería revisitarlos antes de ponerse a escribir de nuevo
cuentos. Él dejó de escribir cuando se quedó ciego, y diez años después, a
mediados de los años sesenta, quiso volver a escribir. Quería ver cómo estaban
fabricados. Recordemos que para Borges hay una palabra importante, el vocablo
con el cual los anglosajones nombraban al poeta, el hacedor, the maker. Para
Borges la escritura era un trabajo manual, de ingeniería, entonces él
anatomizaba el texto, paraba mi lectura después de una frase o dos para
observar cómo se combinaban las palabras, qué palabras habían sido elegidas,
qué tiempo verbal se usaba, cómo se reflejaba una frase en la otra. Esa segunda
enseñanza, una enseñanza relacionada con la escritura, fue que para escribir
hay que conocer el arte. Los ingleses tienen la palabra craft, la artesanía de
un texto. Hasta entonces yo había pensado que la literatura era emocional,
filosófica, aventurera. Borges me enseñó a preocuparme por cómo ese texto fue
construido antes de comunicar la emoción. Como si mi relación hasta entonces
con las personas fuera a través de lo que decían, de su aspecto físico, y de
pronto me dijesen: no, no, fíjate en cómo respiran, en cómo caminan, cuál es la
estructura de sus huesos.
Pero, al margen de las lecciones de Borges, ¿usted qué
aprendió en la librería?
Cuando entré, la dueña me dijo: «Como no sabes nada de
librerías, lo primero que tienes que saber es qué contiene una librería y dónde
está lo que contiene». Es algo que han olvidado los libreros de hoy: van a la
computadora, cuando uno les pregunta «¿Tiene el Quijote?»; preguntan de quién
es ese libro y lo buscan en la computadora; y, si la computadora les revela que
hay un ejemplar, preguntan a la computadora dónde está el libro en sus
estantes. Nosotros, que no teníamos la computadora, teníamos que aprender la
cartografía del lugar. Me puso con un plumero a sacar el polvo… Durante un año
no hice más que eso. Y me dijo: «Cuando veas un libro que te interesa, lo sacas
y lo lees»; ella esperaba que yo lo trajese de vuelta, pero muchas veces me
quedaba con el libro… Porque necesitas saber qué estas vendiendo. Entonces me
enseñó que un librero tiene que conocer su espacio, tiene que conocer a los
habitantes de ese espacio y tiene que saber hablar y recomendar lo que hay en
ese espacio.
¿Qué librerías frecuenta usted en Buenos Aires?
Las librerías que yo frecuento, pues yo no compro nunca
libros en Amazon, son aquellas donde puedo conversar, donde el librero, con un
gusto que puedo o no compartir, habla de libros. Entonces, por ejemplo, aquí en
Buenos Aires mi librería favorita se llama Guadalquivir, porque los libreros
saben lo que hay ahí y tienen sus pasiones privadas, y a veces los escucho y a
veces no, y a veces me llevo los libros que me recomiendan y a veces no; pero
de eso se trata, de un lugar de pasión de lector, que es lo que aprendí en
Pigmalion.
¿Sobreviven algunas librerías del Buenos Aires de su
adolescencia?
Las librerías que frecuentaba no existen más. La Librería
Santa Fe, que yo quería mucho, se ha transformado en otra cosa más comercial.
Las librerías que yo conocía, como Atlántida, no existen; pero hay muchas
nuevas librerías excelentes. Eterna Cadencia es una librería buenísima, y luego
quedan todas esas librerías de libros de segunda mano de la avenida Corrientes,
y sobre todo la Librería de Ávila, frente de mi colegio, el Colegio Nacional de
Buenos Aires, y también está una librería que he descubierto ahora en un lugar
subterráneo y espantoso, en Florida con Córdoba, se llama Memorias del
Subsuelo, es extraordinaria, de libros usados, ahí siempre encuentro de todo.
Usted ha vivido también en París, en Milán, en Tahití, en
Inglaterra, en Canadá, en Nueva York. ¿Cuáles han sido sus librerías en todos
esos lugares?
Las grandes librerías del mundo son librerías pequeñas. En
cada país, en cada ciudad tengo algunas librerías favoritas a las que siempre
vuelvo. En Madrid, la Librería Antonio Machado; pero me gustan también mucho
las librerías de libros de segunda mano, hay una en la calle del Prado, otra
cerca de la plaza de la Ópera. Me importa siempre esa relación con el librero.
Y hay una distinción importante. Las librerías de libros nuevos frente a las de
libros usados. Yo prefiero las librerías de libros usados, me gustan los libros
con biografía, me gusta descubrir a viejos amigos y encontrar obras
relacionadas con los libros que ya conocía. Obviamente, entre los libros nuevos
siempre hay cosas que a uno le sorprenden, sobre todo en el área del ensayo, el
ensayo literario ha encontrado un auge en este tiempo y me encantan esos
ensayos inauditos, sobre la historia del cabello o libros sobre los transportes
públicos, cosas así, inesperadas. Es cierto que en muchos lugares las librerías
han desaparecido. Nueva York, que era una ciudad de librerías, ha sufrido una
auténtica extinción; pero hay unas pocas librerías que sobreviven, como
reliquias de un tiempo que ha pasado. Eso afecta a la vida intelectual de una
ciudad, afecta a la conversación, cambia la manera en la que uno piensa. En
Madrid, en Buenos Aires o en París ves a gente con un libro en la mano. En
Nueva York, la gente siempre tiene un iPhone en la mano y eso me perturba. No
es que las lecturas virtuales me parezcan nefastas, sino que es otra cosa. El
equivalente de este desierto intelectual en el mundo del transporte sería la
ciudad de Los Ángeles, donde uno no camina, sino que va a todas partes con el
coche: una ciudad donde no se camina es una ciudad de fantasmas.
Ha vivido en varias ciudades y continentes, escribe
regularmente, que yo sepa, en español, inglés y francés, y lee en portugués,
alemán e italiano. Es, por tanto, un escritor extraterritorial, según la famosa
etiqueta de George Steiner… ¿Se siente parte de una tradición de escritores
viajeros?
Yo no me considero un escritor viajero, me considero un
viajero que escribe, un viajero por obligación, porque en realidad no quiero
cambiar de sitio, pero hay algo en mi destino que me obliga a irme del lugar
donde soy feliz para encontrar otro. Si tuviese que buscar una genealogía para
mis actividades, sería la de los lectores que se han resignado a escribir.
Todos mis libros surgen de mis lecturas. Como Borges decía, que otros hagan
alarde de los libros que han escrito, que él hacía alarde de los libros que
había leído. Es una declaración que me define. Si me dijesen que no puedo
escribir más me preocuparía mucho menos que si me dijesen que no puedo leer
más. Si no pudiese leer más, me sentiría muerto.
Entonces, ¿por qué asumió esa responsabilidad de gestión de
la Bibiblioteca Nacional, que le impide poder seguir escribiendo y leyendo? ¿A
qué se debe ese sacrificio?
Yo creo que tenemos ciertas obligaciones y que cada uno sabe
cuáles son. Yo debo mi vocación al Colegio Nacional de Buenos Aires. Probé un
año en la universidad, después de seis años en el colegio secundario, pero
fueron tan excelentes que no seguí. Me dieron toda la base de lo que yo hice
después. Yo leo a través de lo que aprendí en el Colegio, escribo a través de
lo que aprendí en el Colegio, tengo muy pocas ideas que sean posteriores a mi
estancia en el Colegio. De manera que tengo una enorme deuda intelectual con el
Colegio Nacional de Buenos Aires, donde fui tan afortunado de tener profesores
como Enrique Pezzoni o Corina Corchon y muchos otros, una deuda con la ciudad
de Buenos Aires, y luego estaba la coincidencia un poco absurda de que yo conocí
a Borges cuando trabajaba como director de la Biblioteca, cuando estaba en la
calle México. Que después de un poco más de medio siglo volviese a ocupar, lo
digo con gran descaro y vergüenza, el puesto que ocupaba Borges me pareció el
inevitable argumento de una mala novela donde el lector no cree que esas
coincidencias fuesen posibles.
Además, usted nunca había ejercido como bibliotecario…
En efecto, ese sería un tercer argumento. Toda mi vida he
vivido entre libros, he pensado acerca de libros, he reflexionado sobre
bibliotecas y librerías y sobre el acto de lectura; pero nunca he sido
bibliotecario, y me pareció que me estaban dando una oportunidad de entrar en
la cocina después de haber escrito cientos de recetas, que finalmente ponía las
manos en la masa. Muy rápidamente me di cuenta de que no, de que no iba a ser
bibliotecario, de que no se puede aprender a ser bibliotecario sin seguir una
carrera de formación bibliotecaria, pero que podría ayudar a los que ejercen
esa tarea. A los treinta años tenía energía de sobras para una tarea así. Ahora
acabo de cumplir setenta, y físicamente siento que no tengo la energía para
seguir durante mucho tiempo, porque este es un trabajo que exige una presencia
física y mental desde temprano por la mañana. Yo estoy en la biblioteca desde
las seis y media de la mañana, y con las cenas oficiales y demás no me voy a la
cama hasta la medianoche. Siete días por semana, con los viajes y con problemas
constantes, es decir, una biblioteca no es un lugar donde se hace una sola
cosa. Cada quince minutos tengo que resolver un problema, de instalación
eléctrica, de compra de libros, de burocracia de aduana, de política gremial,
de problemas personales, son ochocientas cincuenta personas, un hijo enfermo,
un divorcio, diseño de exposiciones, materiales administrativos, conferencias,
talleres, digitalización, en fin… Cada quince minutos hay un problema distinto
y, aunque tengo un equipo maravilloso, es agotador. Si bien yo quisiera acabar
mis días en la Biblioteca, que me encuentren alguna tarde tirado en el piso de
esta oficina, pienso que voy a seguir en mi puesto mientras tenga la energía
para cumplir adecuadamente con mis funciones.
Una parte que me intrigaba de su biografía es la de estos
años como director de la Biblioteca, la otra que me intriga mucho es la de sus
años en Tahití. ¿Cómo fue su vida allí?
Como usted sabe, nuestras geografías son todas imaginarias.
Los lugares existen según lo que nos han contado sobre ellos, la realidad
física sirve para disuadirnos de que un lugar era como nos lo habían contado.
Yo estaba trabajando en una librería en París, que había abierto un editor,
acababa de casarme. Tenía veinticuatro o veinticinco años. Entonces, por un
problema no resuelto con ese editor decidí dejar el puesto, sin tener todavía
otro trabajo. Casi el último día en la librería vino a verme una persona para
comprar libros que vivía y trabajaba en Tahití, en una editorial francesa, y,
con ese descaro que uno solo puede tener cuando es joven, le pregunté: «¿Y no
necesitaría por casualidad un editor en Tahití?», y me dice: «Por casualidad,
sí lo necesito, me gustaría conversar con usted». Entonces fuimos a tomar un
café y al cabo del café me había ofrecido un trabajo en la otra punta del
mundo. Volví a casa y le dije a mi mujer que teníamos que buscar en el mapa
dónde estaba Tahití, porque nos íbamos dentro de dos semanas, e hicimos las
maletas. Son muy distintos los lugares que visitamos como turistas y esos
mismos lugares si vivimos en ellos. Tahití es bellísimo, sobre todo las islas
que rodean la isla principal, Morea, por ejemplo, pero si uno vive en la
capital, trabaja en la capital, descubre que las cosas son carísimas, porque
todo es importado, y además si trabajas todo el día no tienes tiempo de ir a la
playa (y a mí no me interesan los deportes, entonces no iba a bucear y esas
cosas). El clima es tropical húmedo, todo se pega a la piel, los insectos te
pican, los libros se cubren de moho…
Entonces… ¿Descartamos cualquier posibilidad de aventura?
Yo no tuve ninguna aventura en Tahití, trabajaba en una
oficina de Éditions du Pacifique como podría haber trabajado en una oficina de…
no sé… cualquier lugar del mundo, con la dificultad de que estábamos antes de
la era electrónica, de modo que teníamos que hacer libros escritos en Francia,
puestos en página en Francia y luego impresos en Japón, donde era más barato
imprimir, en un proceso que duraba mucho tiempo y era trabajoso. Había que
escribir muchas cartas, teníamos télex, pero funcionábamos sobre todo por
correo normal. Era un trabajo un poco rutinario, lo hice durante cinco años:
primero pasamos dos años, después volví a Francia durante un año, y después
volvimos a Tahití con dos hijas que se criaron prácticamente en la playa.
Cuando terminó ese periodo, en el 82, el editor se mudó a San Francisco y tuve
la posibilidad de elegir entre San Francisco, ir a Japón —donde me habían
ofrecido un puesto, porque me conocían— o intentar iniciar una nueva carrera,
una nueva vida en Canadá. Mi libro Breve guía de lugares imaginarios había
tenido mucho éxito en Canadá, también la antología que preparé de literatura
fantástica, el sello se llamaba Lester & Orpen Dennys y su editora, Louise
Dennys, me preguntó si quería vivir allí. Y me dije, bueno, si quiero tener una
carrera como escritor, quizá esta vez sería bueno que nos instalemos en un país
que no esté en la otra punta del mundo y rodeado de mar. Y nos fuimos a Canadá.
La aventura llegó en ese momento. Con mi mujer embarazada de nuestro tercer
hijo, pasamos por Argentina, donde mi hermana se había casado unas semanas
antes de la guerra de las Malvinas. Mi exmujer es inglesa, y las niñas habían
nacido en Inglaterra. A mí me quitaron el pasaporte argentino, ellas no podían
salir, yo no podía salir, tuvimos que fugarnos furtivamente a Uruguay, donde
tomamos el avión a Inglaterra. Pero no me dejaban entrar en Inglaterra, donde
estaba por nacer mi hijo, porque yo era el enemigo. Finalmente, después de
mucho tiempo, me dieron una visa de compasión, como la llamaban, y pude llegar
justo para el nacimiento de mi hijo. Y de ahí, sí, nos fuimos a Canadá.
En su último libro, Mientras embalo mi biblioteca, habla del
proceso de despedirse de su biblioteca de cuarenta mil ejemplares y de su casa
en Francia, una biblioteca que ahora se encuentra en un almacén, en cajas. ¿La
documentó fotográficamente? ¿Sueña con ella? ¿Sabe qué pasará con ella en el
futuro?
Vamos a ver. Hay fotos que tomaron mis amigos de la
biblioteca cuando fue embalada. Sí, sueño con ella, siempre, constantemente. Ha
reemplazado todo los otros paisajes de mis sueños y siempre vuelvo a esa
biblioteca, a ese jardín, a mi perra. La definición del paraíso se corresponde
con el lugar que uno pierde y mis sueños me demuestran que ese lugar, en mi
caso, era el paraíso. Nunca había tenido y nunca tendré una casa con tanta paz,
con tanto espacio para reflexionar y con todos mis libros reunidos, que están
ahora en un depósito en Montreal. No sé si en algún momento, antes de mi
muerte, podré volver a ponerlos en estanterías. Hay algunos proyectos de
instituciones de Estados Unidos y de Canadá que quizá puedan alojarlos, pero
nada se concreta y yo tengo muy pocas esperanzas de que eso se haga antes de
que yo muera. La he definido como una biblioteca de la historia de la lectura,
porque ese es su corazón.
¿Por qué tuvo que irse de esa casa, con su fabulosa
biblioteca?
Por razones burocráticas. No quiero entrar en el tema… Pero
durante dos o tres años tuve que luchar con la burocracia francesa y después
dije no, no quiero pasarme el resto de mi vida haciendo esto. En algún momento
de 2005 o 2006 yo hice unas declaraciones en Francia contra Sarkozy, diciendo
simplemente que todo lo que él estaba haciendo iba en una dirección peligrosa,
aunque contenida por el Estado democrático francés, pero que en Argentina,
antes de la dictadura militar, nosotros también pensábamos que todo ese
movimiento de derecha estaba contenido por la estructura democrática del país.
Y no fue así. Entonces añadí que nunca podía uno estar seguro de que una
institución democrática fuese suficientemente fuerte para soportar el embate de
un movimiento derechista. Parece que algún político local del partido de
Sarkozy, del pueblo donde yo vivía, se ofendió mucho con eso y me hizo
perseguir burocráticamente, que es la peor persecución de todas, buscando el
quinto pie del gato, tuve que contratar abogados y me empezó a costar una
fortuna, y en cierto punto —esto le parecería divertido a usted, que también es
lector, si no fuera terrorífico— me pidieron, de mi biblioteca de treinta y
cinco mil volúmenes en ese momento, que les diese una constancia de la compra
de cada ejemplar, de cuánto costó y dónde lo compré, con documentos. Al poco
tiempo me rendí, dije no, vendimos la casa, se nos destrozó el corazón y embalamos
los libros, y aquí estoy.
En Mientras embalo mi biblioteca dice que ahora entiende
mejor a Don Quijote: cuando le destruyeron su biblioteca dejó de tener interés
en regresar a casa…
Es así, o, mejor dicho, sintió que la biblioteca la llevaba
en él, y que así podía actuar en el mundo. Yo «actúo» ahora en el mundo a
través de mi biblioteca mental. No es lo mismo, pero me sirve.
En el libro habla de algunas secciones importantes de su
biblioteca personal, como la de estudios gais. La homosexualidad y el feminismo
son algunos de los ejes de actuación de la nueva época de la Biblioteca
Nacional, según he leído. ¿Cómo se relacionan entonces la sección que uno
tiene, por ejemplo, en su biblioteca personal sobre libros de homosexualidad y
el proyecto posterior, de alcance público?
Es muy distinta la biblioteca personal y la nacional. En la
biblioteca personal las secciones principales eran las secciones por idioma,
por el idioma en el que el libro estaba escrito originariamente. Entonces, ahí
había de todo, ensayo, ficción, poesía, teatro. En la sección literatura en
lengua castellana tenía incluso traducciones al ruso del Quijote. Luego había
ciertas secciones especiales, como la de los libros de cocina, de los
diccionarios y libros de etimología, los libros sobre la tradición de Don Juan…
Otra sección era la de literatura gay y lesbiana, algo de literatura erótica y
ensayos sobre el cuerpo. Me interesa mucho nuestra obsesión con los rótulos: no
podemos pensar fuera del vocabulario de las etiquetas, aunque sabemos que las
etiquetas restringen y distorsionan lo que queremos conocer. No es lo mismo
poner el cuento «Los asesinos», de Hemingway, bajo el rótulo de literatura
policial que de literatura clásica americana o de literatura masculina. En fin.
Me interesaba cómo se define lo gay o lesbiano a través de un rótulo y entonces
hice con mi compañero [Craig Stephenson] una antología gay que deliberadamente
llamamos In Another Part of the Forest: Anthology of Male Gay Fiction, y que
incluía cuentos sobre hombres homosexuales escritos por todo tipo de escritores
y de escritoras. El tema me interesa personalmente. Pero la Biblioteca Nacional
es otra cosa. Yo quiero que la Biblioteca Nacional represente a todos los
habitantes de esta sociedad. Entonces, vamos a abrir un centro de documentación
de los pueblos aborígenes, de los pueblos originarios, para recatalogar
material que tenemos. También estamos ordenando y ampliando la sección gay,
lesbiana y transexual, justamente para que haya documentación en la Biblioteca Nacional
para quien quiera informarse sobre el tema.
En un librito que le publicó la editorial Sexto Piso, Para
cada tiempo hay un libro, usted dice: «Desde la época de Gilgamesh, los
escritores se han quejado siempre de la mezquindad de los lectores y de la
avaricia de los editores. Y, sin embargo, todo escritor encuentra a lo largo de
su carrera algunos notables lectores y algunos generosos editores». ¿Cuáles han
sido, en su caso, esos lectores y esos editores?
Muchos, por suerte. Mi primera lectora generosa fue Marta
Lynch, la novelista, que era la madre de un compañero mío del Colegio Nacional
de Buenos Aires; su hijo le llevó algunos escritos míos, muy malos, los
primeros cuentos que escribía, con quince años, y me mandó una carta, ella, que
era una novelista reconocida, una carta hermosa que conservo, en papel azul,
comentando mis cuentos, alentándome… Acababa con esta frase: «Te felicito y te
compadezco». Editores he tenido muchos también generosos. Quiero destacar a
Valeria Ciompi, ahora somos amigos, era mi segunda editora, pero se convirtió
en mi editora principal en lengua castellana y me ayudó muchísimo. Gracias a
ella tengo una presencia en nuestro idioma. Además, los libros de Alianza
Editorial son bellísimos. No hay más que ver la maravilla que han hecho con el
diseño de Mientras embalo mi biblioteca.
Yo diría que sus dos libros más ambiciosos son Una historia
de la lectura y Una historia de la curiosidad, ambos editados justamente por
Alianza. En ellos encontramos un estilo que es al mismo tiempo riguroso y
ameno, levemente académico y muy seductor. ¿Cómo encontró ese estilo? ¿Cómo
llegó a lo que comúnmente se llama «una voz»?
Entre mis lecturas infantiles había una colección de libros
que me encantaba, «Clásicos para chicos», con títulos como La Isla del tesoro,
Azabache… Y cada volumen tenía una introducción de una mujer que se llamaba May
Lamberton Becker, que siempre tenía el mismo título, «Cómo fue escrito este
libro». Y me encantaba porque daba los datos biográficos y bibliográficos necesarios,
pero contándolos como si hablase con un amigo. Me parece que la conversación
con el lector tiene que ser una conversación inteligente, tiene que ser una
conversación en la cual uno siempre suponga que el lector es más inteligente
que uno, uno tiene que tratar de decir las cosas de la manera más simple
posible. Una editora mía de Canadá, Barbara Moon, me dio un consejo formidable:
«Cuando estés escribiendo imagina a un pequeño lector sentado sobre tu hombro,
que ve lo que estás escribiendo y te pregunta «¿y por qué me estás contando
esto a mí, que no soy tu mamá?»». Es muy importante no confundir la primera
persona del singular con la primera persona singular. Yo me uso como personaje,
como tantos escritores, para hacer que el lector entre en confianza. La Comedia
sería una cosa muy distinta sin Dante como personaje principal. Yo no soy el
Alberto Manguel que recorre mis libros, yo elijo algunas opiniones, algunas de
las ideas de Alberto Manguel, y las pongo en primera persona. A nadie le
interesa lo que yo pienso cada minuto del día, lo que yo como, lo que hago.
La Biblioteca Nacional fue la sede del acto final del
#Dante2018, la propuesta del profesor argentino Pablo Maurette, afincado en
Estados Unidos, que ha llevado a miles de personas a leer la Divina comedia
durante los primeros cien días de este año…
Fue realmente maravilloso. No me esperaba semejante
repercusión. Fue muy interesante y muy emocionante ver a tanta gente leyendo a
Dante gracias a las redes sociales.
Además de a la docencia y a la escritura de libros, se ha
dedicado profesionalmente sobre todo al periodismo cultural y a la edición.
¿Qué consejos les daría a los jóvenes que quieren dedicarse a ello?
Borges me dijo que si quería dedicarme a la literatura, no
enseñase ni hiciese periodismo, ni fuese editor. Pero uno tiene que vivir de
algo y no todos somos best sellers.
Es curioso ese consejo de Borges, porque él se dedicó toda
la vida a la edición y escribió en varias revistas…
Si uno quiere hacer periodismo cultural, le recomendaría que
busque un medio en el que reconozca su estilo —hoy puede ser también una
publicación virtual—, que escriba un artículo en ese estilo, que lo envíe y que
cruce los dedos. Pero debe saber también que tiene que escribir cientos de
artículos para ganarse así la vida. El Times Literary Supplement de Londres
paga por un ensayo que lleva semanas escribir unas cincuenta libras. Y Babelia,
en España, paga trescientos euros. Si uno, en cambio, quiere ser editor: mi
consejo es que se amigue con un editor.
Como se observa claramente en Fantasies of the Library, el
libro de The MIT Press editado por Anna-Sophie Springer y Etienne Turpin, la
última tendencia en teoría de la biblioteca es defender su dimensión relacional
y la intervención en ella de curadores y mediadores. Es decir, la biblioteca ha
sido invadida o contaminada (yo creo que felizmente contaminada) por el arte
contemporáneo. ¿Qué opina de esas ideas? ¿La Biblioteca Nacional participa de
ellas?
Depende. Una parte de las actividades de una biblioteca
pública es la de sus exposiciones y eventos, y allí intervienen curadores y
mediadores. Pero esa es la parte «visible» del iceberg: la parte invisible (y
mucho mayor) es su actividad técnica: digitalización, confección del catálogo,
preservación, etcétera.
Se trata, de hecho, de la recuperación de ideas ya
formuladas en parte por Aby Warburg. En La biblioteca de noche le dedica un
capítulo, «La biblioteca como mente», en el que dice que su biblioteca estaba
regida por una suerte de «composición poética». ¿Es toda biblioteca personal
poética o caos y toda biblioteca pública prosa u orden?
Toda biblioteca tiene parte de ambas.
Bajo la dirección de Borges nació la escuela de formación de
bibliotecarios. ¿Qué es lo más importante que debe defender un bibliotecario?
La existencia misma de la biblioteca. Si una biblioteca
existe, si una biblioteca funciona como debe funcionar, todos los otros
aspectos pueden bien que mal desarrollarse.
Dice en Mientras embalo mi biblioteca que es fundamental no
olvidar que una biblioteca nacional no es de la capital, sino del país. En
Bogotá hablé con Consuelo Gaitán, la directora de la Biblioteca Nacional de
Colombia, precisamente de eso: ella está convencida de que hay que tejer y que
reforzar la red que une a todas las bibliotecas colombianas, de todos los
tamaños, tanto en los núcleos rurales como en las ciudades. Pero allí Medellín
contrapesa a la capital, Buenos Aires, en cambio, no tiene rival. ¿Cómo está
trabajando la descentralización?
Las bibliotecas provinciales tienen también su peso en
nuestro país. La de Salta, por ejemplo, es admirable. Pero estamos trabajando
en tratar de fortalecerlas más aún, de darles una visibiidad y actuación más
grandes.
¿Sabe si ya es una realidad el proyecto de hacer una
biblioteca en el Faro del Fin del Mundo de Tierra del Fuego? ¿Qué libro no
debería faltar en ella?
Ojalá que se haga, estoy muy interesado en ese proyecto,
pero no sé si se hará. Por supuesto que el libro que no debería faltar es El
faro del fin del mundo, la novela de Jules Verne. Pero va a depender mucho de
la identidad que quieran darle a esa biblioteca, si es una biblioteca para todo
el mundo, si es una biblioteca para los habitantes de las Malvinas, o si es una
biblioteca simbólica para la política argentino-británica… Sí existe ya la
Biblioteca del Fin del Mundo, en Ushuaia, que solo por el nombre ya vale la
pena de ser visitada. Tiene una muy buena colección de libros de viajeros.
Perdone que, para acabar, le haga la misma pregunta que ya
le han hecho tantas veces: ¿Fue emocionante recibir el Premio Formentor a
sabiendas de que anteriormente lo había recibido Borges?
Todo premio comporta
una parte de regocijo y una parte de vergüenza. Kafka decía que tenía una
pesadilla recurrente, que estaba en clase y el profesor lo alababa, y una
persona entraba y decía: «¡Es un farsante! ¡Es un mentiroso!». Vivo aterrado
por el momento en que algún lector inteligente diga: «¡Pero si esto es absurdo!».
Ese lector podría ser yo mismo, al verme usurpar un premio que hubiesen tenido
que darles antes a otros cuarenta mil escritores que prefiero. Pero,al mismo
tiempo, uno no puede tener la arrogancia de no aceptarlo. Borges decía que la
humildad es la peor forma del orgullo. Entonces, estoy encantado, pero estoy
enormemente consciente de la diferencia, que es casi un chiste, que empieza con
Borges y Beckett y termina con Alberto Manguel. Por lo menos este año he estado
en el jurado y hemos rectificado el error del año pasado con Mircea Cărtărescu,
que sí me parece que está a la altura de Borges y de Beckett.
Fuente: Jotdown
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