Geovani
Galeas
En la
primera parte afirmé que la célebre novela de Umberto Eco, El nombre de la
rosa, con relación a la literatura de Jorge Luis Borges, tiene un grado de independencia
calculable en cero.
En tal
sentido consigné algunas coincidencias de carácter general que muy bien podrían
considerarse aleatorias. Paso ahora a exponer otro tipo de correspondencias más
específicas que considero probatorias de mi tesis. Pero antes avanzaré otras
dos coincidencias generales.
En El nombre
de la rosa, fray Bernardo conspira para que las llamas inquisitorias consuman a
fray Guillermo; en el cuento Los teólogos, de Borges, no es otra cosa lo que
fray Aureliano desea para fray Juan. En la novela de Eco es capital un libro
cuyo último ejemplar desaparece en el incendio de una biblioteca conventual. En
el relato Tres versiones de Judas, de Borges, es decisivo el Sintagma, “un
libro que habría perecido en el incendio de una biblioteca monástica”.
Y ahora
viene lo sorprendente que, hasta donde sé, ha sido ignorado o por lo menos
silenciado por la crítica literaria internacional. Más todavía, el mismo
Umberto Eco, que escribió otro libro para explicar algunos aspectos de su
famosa novela, ha preferido no hacer ninguna mención de un asunto que sin
embargo, a mi juicio, es tan evidente.
En las 607
páginas de El nombre de la rosa, Eco relata cinco crímenes sucesivos
perpetrados durante un sínodo católico. El móvil puede ser el robo de las joyas
del Abad, o una vendetta entre viejos herejes solapados, o un complot
nacionalista de un grupo de monjes italianos. Cuando lo que urge es atrapar a
un asesino, el investigador, fray Guillermo, “pierde el tiempo” hurgando en los
índices de una biblioteca. Una pista, la correspondencia entre el primer
asesinato y el primer término de la serie de los siete castigos del
Apocalipsis, y un libro, el Coena Cypriani, le sugieren el esquema operativo
del criminal.
Establecida
la secuencia, el caso está aparentemente resuelto. Pero el asesino no será
sorprendido, porque en realidad el perseguidor es el perseguido: la simetría
entre el plan criminal y la secuencia apocalíptica es casual. El asesino,
enterado de que el investigador erróneamente sigue esa pista, se dedica a
justificarla de modo deliberado. Al fin, para llegar al criminal, fray
Guillermo descifra y cruza un laberinto.
Ahora bien,
más de veinte años antes Jorge Luis Borges había escrito básicamente lo mismo
pero en 600 páginas menos.
En las 7 páginas
del cuento titulado La muerte y la brújula, Borges narra cuatro crímenes
sucesivos falazmente relacionados con sínodo eremítico. El móvil puede ser el
robo de los zafiros del Tetrarca de Galilea, o una vendetta entre viejos
delincuentes, o un complot nacionalista de un grupo antisemita. Cuando lo que
urge es atrapar a un asesino, el investigador, Erick Lonrrot, “pierde el
tiempo” hurgando en los índices de la bibliografía hebrea. Una pista, la
correspondencia entre el primer asesinato y el primer término de la serie de
cuatro letras secretas del Tetragrámaton, y un libro, Historia de la secta de
los Asidim, le sugieren el esquema operativo del criminal.
Establecida
la secuencia, el caso está aparentemente resuelto. Pero el criminal no será
sorprendido, porque en realidad el perseguidor es el perseguido: la simetría
entre el plan criminal y la secuencia tetragramatónica es casual. El asesino,
enterado de que el investigador erróneamente sigue esa pista, se dedica a
justificarla de modo deliberado. Al fin, para llegar al criminal, Erick Lonrrot
descifra y cruza un laberinto.
Al igual que
los últimos cuatro párrafos de esta columna, la novela de Eco es solo una
imagen especular ampliada del cuento de Borges.
Fuente :La
Prensa Grafica – El Salvador
8 de abril
de 2014
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