Geovani Galeas
En 1985 leí con especial fascinación El nombre de la rosa,
la célebre novela falsamente policial de Umberto Eco. Al terminar el libro
escribí una larga reseña que no sin malicia titulé Ecos de Borges, publicada en
México en el diario La
Jornada. Mi tesis central era que esa novela ciertamente
genial, en relación con la literatura de Jorge Luis Borges, tenía un grado de
independencia calculable en cero. Resumo en las siguientes líneas una parte de
mis argumentos.
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Los elementos principales de la obra de Eco son los
siguientes: un formidable aparato de erudición teológica; una biblioteca que es
también un laberinto mortal para los buscadores profanos del sagrado Nombre
impronunciable; un sínodo católico infructuoso y un ardiente episodio del Santo
Oficio; el elusivo libro segundo de la Poética de Aristóteles; una serie de crímenes
cuya secreta morfología finge plagiar al Apocalipsis; un investigador
apasionado por la lógica.
Por ese tiempo yo sabía que de la lectura de Borges nadie
sale ileso. Y sabía que la rosa, en tanto símbolo de la incesante discusión
entre platónicos y aristotélicos, los relatos solo aparentemente policiales, la
teología, las bibliotecas, los laberintos y la lógica, son partes del núcleo de
la literatura borgeana. Pero las coincidencias que había descubierto entre Eco
y Borges eran menos generales.
En el prólogo de su novela, Eco refiere que su fuente es el
libro de un tal Vallet, editado en las prensas de la abadía de la Source. Vallet
afirma que su versión, extraída de los Vetera Analecta, es copia fiel de los
manuscritos de Dom Adso, encontrados en el monasterio de Melk en el siglo XIV.
Pero al visitar dicho monasterio, Eco no encuentra huella alguna del manuscrito
en cuestión.
Eco también descubre que el libro de Vallet
inexplicablemente tiene más páginas que los Analecta, los cuales no registran
ninguna referencia a Dom Adso. La consulta a varios medievalistas ilustres es
estéril. Finalmente, una visita a la abadía de la Source lo convence de que
Vallet no ha publicado libros en sus prensas, que además nunca existieron.
Dos años más tarde en Argentina, en una librería de viejo de
la calle Corrientes de Buenos Aires, Eco encuentra un libro con numerosas
referencias al manuscrito de Dom Adso. Pero la fuente no es Vallet sino el
jesuita Atanasius Kircher. Sin embargo, un erudito le asegura que Kircher nunca
habló de Dom Adso. La fuente de Eco es, pues, un imaginario libro apócrifo.
Ahora atención.
En el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tirtus, de Borges, Bioy
Casares habla de la región de Uqbar, citando como fuente el tomo XXVI de la Anglo American
Ciclopaedia. Pero la consulta de dicho tomo es estéril, Borges investiga los
índices de la Erkunde
de Ritter, y también estos ignoran el nombre de Uqbar.
Al día siguiente, sigue el cuento, Bioy llama por teléfono a
Borges para informarle que tiene a la vista otro tomo XXVI de la misma
enciclopedia y que ahí, en la página 917, está el artículo sobre Uqbar. El tomo
de Bioy inexplicablemente tenía cuatro páginas más que el tomo de Borges.
“Esa noche”, dice Borges, “visitamos la Biblioteca Nacional,
En vano fatigamos Atlas, catálogos, anuarios de sociedades geográficas,
memorias de viajeros e historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar. Al
otro día un amigo advirtió, ¡en una librería de viejo de la calle Corrientes de
Buenos Aires!, los negros lomos de la Anglo American Ciclopaedia. Interrogo el tomo
XXVI. Naturalmente, no dio con el menor indicio de Uqbar”. La fuente de Borges
es, pues, un imaginario libro apócrifo.
Pero estas no eran las únicas coincidencias, y ni siquiera
las más sorprendentes.
Fuente : La Prensa Grafica – El Salvador
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