Guillermo Samperio
Y la ciudad, ahora, es como un plano
De mis humillaciones y fracasos;
Desde esa puerta he visto los ocasos
Y ante ese mármol he aguardado en vano.
Aquí el incierto ayer y el distinto
Me han deparado los comunes casos
De toda suerte humana; aquí mis pasos
Urden su incalculable laberinto.
Aquí la tarde cenicienta espera
El fruto que le debe la mañana;
Aquí mi sombra en la no menos vana
Sombra final se perderá, ligera.
No nos une el amor sino el espanto;
Será por eso que la quiero tanto.
Milonga de Jorge Luis Borges
Una construcción arquitectónica puede llegar a convertirse
en metáfora de sus habitantes. Tal es el caso de “La caída de la casa Usher”,
de Edgar Alan Poe, y de “Una rosa para Emily”, de William Faulkner; signo de la
decadencia la primera casa y del olvido la segunda. “Cada escritor siente el
horror y la belleza del mundo en ciertas facetas del mundo”, dijo Borges, quien
sintió estos dos aspectos de la vida en ciertos rincones de Buenos Aires. Así
lo confirma en su poema “Las calles”, donde dice: Las calles de Buenos Aires //
ya son mi entraña. // No las ávidas calles, // incómodas de turba y de
ajetreo,// sino las calles desganadas del barrio, // casi invisibles de
habituales, //enternecidas de penumbra y de ocaso // y aquellas más afuera //
ajenas de árboles piadosos // donde austeras casitas apenas se aventuran, //
abrumadas por inmortales distancias, // a perderse en la onda visión // de
cielo y de llanura.
Como Shakespeare, Borges creyó que la vida y el hombre son
un sueño y que de ese soñar, como un reflejo, se desprende la obra de arte. Dos
pesadillas rigen su obra: el laberinto y el espejo; pero no son distintas, ya
que bastan dos espejos opuestos para construir un laberinto. En la conferencia
que ofreció en el teatro Coliseo de Buenos Aires en 1977 bajo el título “La
pesadilla”, confesó que en sueños: “A veces me veo reflejado en un espejo, pero
me veo reflejado con una máscara. Tengo miedo de arrancar la máscara porque
tengo miedo de ver mi verdadero rostro” (Siete noches, pp. 44).
La trama de “El jardín de los senderos que se bifurcan”
trata sobre un laberinto perdido. Si un laberinto es un lugar en el que nos
extraviamos, la idea de un laberinto perdido es la de un lugar en el cual nos
extraviamos en un lugar que se ha extraviado. Viene a ser una idea doblemente
mágica, como el sueño de Borges enmascarado que se refleja en un espejo. Aunque
los hechos no ocurren en Buenos Aires, el cuento ejemplifica el cosmos
borgesiano. No sólo el individuo sino el universo son trastocados: el hombre se
reconoce en el universo y el universo en el hombre, espejos contrapuestos que
se multiplican hasta el infinito. Pero esa multiplicidad es unitaria: todos los
Borges no son Borges, sino Borges.
“Yo diría que tengo dos pesadillas que pueden llegar a
confundirse. Tengo la pesadilla del laberinto y esto se debe, en parte, a un
grabado en acero que vi en un libro francés cuando era chico. En ese grabado
estaban las siete maravillas del mundo y entre ellas el laberinto de Creta. El
laberinto era un gran anfiteatro, un anfiteatro muy alto. En ese edificio
cerrado, ominosamente cerrado, había grietas. Yo creía (o ahora creo haber
creído) cuando era chico, que si tuviera una lupa lo suficientemente fuerte
podría ver, mirar por una de las grietas del grabado, al Minotauro en el
terrible centro del laberinto” (“La pesadilla”, Siete Noches, pp. 43).
“Un rasgo curioso en mis pesadillas, no sé si ustedes lo
comparten conmigo, es que tienen una topografía exacta. Yo por ejemplo, siempre
sueño con esquinas determinadas de Buenos Aires. Tengo la esquina de Laprida y
Arenales o la de Balcarce y Cile. Sé exactamente dónde estoy y sé que debo
dirigirme a algún lugar lejano. Esos lugares en el sueño tienen una topografía
precisa pero son completamente distintos. Pueden ser desfiladeros, pueden ser
ciénegas, pueden ser junglas, eso no importa: yo sé que estoy exactamente en
tal esquina de Buenos Aires. Trato de encontrar el camino” (En voz de Borges,
pp. 44).
“El Aleph” esta basado en un pasaje real de la vida de Jorge
Luis Borges. Cierto abril Carlos Argentino lo dejó encerrado en el oscuro
sótano de la casa para que observara el maravilloso Aleph. Aterrado, Borges
recordó “El barril de amontillado”, cuento de Allan Poe, y pensó que Argentino
lo había preparado previamente, adormeciéndolo con una copa de coñac, para
dejarlo morir. Pero se tranquilizó cuando vio el Aleph, tal como se lo había
descrito el poeta: una pequeña esfera de dos centímetros que contenía todo el
espacio cósmico, en el que se podía ver desde todos los puntos del universo.
En la entrevista concedida a Waldermar Verdugo–Fuentes,
Borges explica que: “Beatriz Viterbo estaba viviendo en el Once, y esto me
resulta curioso porque era efectivo, aunque creo que un escritor debe alterar
los datos para no estar limitado a escribir simples relatos periodísticos. Pero
como creo que Once, Belgrado, Palermo y Almagro son barrios fácilmente identificables,
no quise ponerle la calle Jujuy ni tampoco quería utilizar el Once dentro de la
historia, de suerte que puse Constitución, que de alguna manera es equivalente
al Once, e incluí la calle Garay” (pp. 134). Para “El Aleph”, Borges elige la
calle Garay, porque, por ser descendiente de Juan Garay, le resultaba grato
usar el nombre de alguno de sus antepasados. Además la consideraba una calle
llena de sabor que podía ser tomada como una calle cualquiera de Buenos Aires,
sin rasgos evidentes para diferenciarla.
No es difícil encontrar en “El Aleph” una réplica de la
esfera de Pascal: la naturaleza es una esfera infinita cuyo centro está en
todas partes y el centro en ninguna. Valéry acusa a Pascal de que su libro no
proyecta la imagen de una doctrina o de un procedimiento dialéctico, sino la de
un poeta perdido en el tiempo y el espacio. “En el tiempo, porque si el futuro
y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo; en el espacio, porque
si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habrá un
dónde” (“Pascal”, Otras inquisiciones, pp. 149).
Borges plantea en su ensayo “La inmortalidad” —donde retoma
la imagen de la esfera— que si el tiempo es infinito, en cualquier instante
estamos en el centro del tiempo. Este momento tiene tras de sí un pasado
infinito, un ayer infinito; sin embargo, este pasado pasa también por este
presente. El tiempo y el espacio son dos aspectos de una misma realidad; por
eso, es razonable pensar que en cualquier momento estamos en el centro de una
línea infinita y en cualquier lugar del centro infinito estamos en el centro
del espacio.
En las Enéadas, dice Borges, se afirma que si se quiere
definir la naturaleza del tiempo, es necesario conocer previamente la
eternidad, que es el modelo y arquetipo de aquél. Dice Platón en el Timeo que
el tiempo es una imagen móvil de la eternidad. El tiempo debe preceder a la
eternidad, que es hija de los hombres. La eternidad es una imagen hecha de
tiempo. Creer que el tiempo fluye del pasado al porvenir es tan verosímil e
inverificable como la creencia contraria. Los eleatas refutan el movimiento: es
imposible que transcurra un plazo de catorce minutos porque antes es necesario
que hayan pasado siete, y antes de siete, tres minutos, y así hasta el
infinito.
Este Buenos Aires soñado por Borges es un laberinto que
contiene en sus recovecos otros laberintos. Cinco de los mejores laberintos de
la literatura se encuentran en esta ciudad imaginada o reinventada: “Tlön,
Uqbar, Orbis, Tertius”, “Funes el memorioso”, “La muerte y la brújula”, “El
Congreso” y “There Are More Things”.
“Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius” plantea la creación de un
planeta ficticio, con sus lenguas, su geografía, fauna, mitos y religiones
—vasta obra de generaciones de filósofos, poetas y científicos—, que termina
por desplazar nuestro mundo, el cual quizá no sea más que una ficción literaria
de Uqbar. Para Borges, la obra de arte es como la flor mágica de Coleridge: la
transmisión de un sueño que soñamos para que otros, a su vez, se sueñen y nos
sueñen. Pero en ese sueño podemos quedar atrapados, como Alicia en el País de
las Maravillas: Alicia ve en su sueño al rey Rojo que sueña a Alicia; si el rey
despierta, Alicia desaparecerá y con ella el sueño que es el rey.
“Funes el memorioso” es una larga metáfora del insomnio. Un
laberinto de signos que la memoria no altera. “La muerte y la brújula” ocurre
en un Buenos Aires soñado: la Rue
de Toulón es el Paseo de Julio; Triste–le–Roy el hotel donde Herbert Ashe, personaje
de “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius”, recibió el undécimo tomo de una enciclopedia
ilusoria. La trama de “El Congreso” propone una empresa que de tan enorme
termina por confundirse con el cosmos y la eternidad. “There Are More Things” es un homenaje a H. P.
Lovecraft. En el cuento, la anfisbena se encuentra perdida en un Buenos
Aires, para ella no menos laberíntico de lo que a nosotros nos resultan los
espacios de dimensiones paralelas.
Borges, como Chesterton —quien creía que uno crece para envejecer
al amor y a la mentira, pero no envejece para el asombro— guardó, según él
mismo, la capacidad de asombro de la infancia, por el hecho de sentirse perdido
en un mundo vasto y plagado de espontaneidad y sorpresa, pero a la vez plagado
de monotonía y reiteraciones. Sin embrago, las repeticiones de las mismas cosas
pueden llegar a ser experiencias sorpresivas y dichosas.
Aceptamos esas cosas incompatibles que sólo por razón de
coexistir llevan el nombre de universo. Para ver una cosa hay que comprenderla.
El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes. El rey Tupac
Amaru no pudo percibir la
Biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que
los marineros. Si en verdad viéramos el universo, tal vez lo entenderíamos.
Lo milagroso da miedo, quienes fueron testigos de la
resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados. Lo sobrenatural, si ocurre
dos veces, deja de ser aterrador. El mundo de todos los días es el mundo de
todos los días: qué portento. Los místicos invocan una rosa, un beso, un pájaro
que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas y el sol, un
cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. “Acá en Buenos Aires, se prueba
que una ciudad puede estar toda en una esquina” (En voz de Borges, pp. 106).
Las varias eternidades postuladas —la de los nominalistas,
la de Irineo y la de Platón— son la simultaneidad del pasado, presente y
futuro; no una agregación mecánica de esos tres tiempos. Dice Borges que “Es
sabido que la identidad personal reside en la memoria y que la anulación de esa
facultad comporta la idiotez. Cabe pensar lo mismo del universo. Sin una
eternidad, sin un espejo delicado y secreto de lo que pasó por las almas, la
historia universal es tiempo perdido, y en ella nuestra historia personal —lo
cual nos afantasma incómodamente—” (Historia de la eternidad, pp. 38). La
eternidad es el arquetipo, cuya desplazada copia es el tiempo, que comprende y
exalta a los demás arquetipos.
El laberinto es un símbolo de estar perplejo, de estar
perdido en la carrera de la existencia. Sin embargo, la idea del laberinto como
símbolo del hecho de estar perdido no es para Borges una simple evasión mental,
puesto que en la idea de los laberintos hay una especie de esperanza; porque si
descubriéramos que este mundo es laberíntico, nos sentiríamos seguros, un
centro que nos diría que estamos salvados, porque existe una arquitectura
dentro de todo. En cambio, no sabemos si el universo tenga un centro y, por lo
mismo, quizá no sea un laberinto, sino un simple caos, y en este caos estamos
perdidos.
Pero puede haber un centro secreto en el mundo, o para el
mundo; centro que puede ser divino o demoníaco; pero por eso no es peligroso
descubrir que vivimos dentro de un laberinto, porque ello implica una
arquitectura coherente. Felizmente hay algunos hechos que nos inducen a creer
que existen ciertas coherencias dentro del mundo, como lo dicen las estaciones,
las rotaciones astrales, las edades del hombre, la aurora, el mediodía y el
ocaso, la puesta de sol, los dos crepúsculos de la vida.
Una casa monstruosa requiere de un habitante monstruoso: el
laberinto es connatural al minotauro. Un habitante laberíntico requiere una
ciudad compleja: el Buenos Aires de Borges es como Las Mil y una noches:
Sherezada cuenta al rey un cuento que narra la historia del rey y Sherezada, y
monstruosamente se incluye e incluye todas las noches. Buenos Aires, para
Borges, es un laberinto hecho de tiempo.
“Pocas ciudades son tan feas como Buenos Aires, y con el
obelisco y las macetas en la calle Florida terminan de afearla definitivamente,
pero con todo, yo prefiero sufrir en Buenos Aires que sufrir de nostalgia en el
extranjero” (En voz de Borges, pp. 105 y 106).
Fuente : Itzel
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