Zedryck Raziel
Si, como decía Roland Barthes, la historia de un escritor es
a la vez la historia de un tema y sus múltiples posibilidades, no se negará que
ese tema, en el argentino Jorge Luis Borges, se bifurca en el laberinto y –con
menor énfasis– en su reflejo antagónico: el espejo. De su narración “Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius” recordamos las líneas inaugurales: “Debo a la conjunción
de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar” (Borges, 2005),
líneas que sin duda importan el laberinto en la suposición de que todo
conocimiento recogido por cualquier enciclopedia puede atormentar el
entendimiento de los hombres como el laberinto su afán de libertad. Por
supuesto, la enciclopedia igualmente puede orientarlos en su vida lo mismo que
una brújula (la metáfora pertenece al crítico Harold Bloom), pero es innegable,
de cualquier modo, la torpeza de la brújula en un laberinto cuando se asume que
el Conocimiento (es decir la
Enciclopedia, el propio sendero bifurcado) es infatigable y
los hombres tan rudimentarios en la duración de sus días y en su capacidad de
intelección. El resultado de este sencillo razonamiento propone una lectura
subyacente en el comienzo de la ficción “Tlön…”: “Debo a la conjunción de un
espejo y de un laberinto el descubrimiento de Uqbar”.
El espejo, aunque posee la (“abominable”) virtud de
reproducir innumerables veces lo que existe sólo una vez en el mundo, creando
así una ilusión laberíntica (pero no el laberinto) de verosimilitudes que no
necesariamente son veracidades, confirma el presupuesto maniqueo de que existe
un reflejo y un reflejado, un éste y un aquél, un real y su contrario; y en la
medida en que sirve a esta diferenciación, cumple la tarea de descomplejizar lo
que en Borges es rigurosa complejidad. Así, el espejo es uno y el laberinto,
por su parte, otro. Sin embargo, convergen de manera especial en la literatura
borgeana.
Cierto es que para Borges, “después de todo, el mundo es
demasiado complejo para ser reducido a un esquema tan simple”; cierto es que
con dicha sentencia él rechazó los estudios de Freud y de Marx y a éstos los
reputó reduccionistas: en el caso de uno, por disminuir la vasta civilización
al principio de las pulsiones sexuales; en el caso del segundo –a propósito del
materialismo dialéctico–, por reducir “la historia universal a un sórdido
conflicto económico” (“La forma de la espada”).[1] No obstante esta vindicación
que hizo el argentino de la complejidad, de lo irreductible, del Todo
imposiblemente cognoscible (aunque se sabe que defendió con elocuencia el
gnosticismo), “Borges es un escritor admirable empeñado en destruir la realidad
y convertir al hombre en una sombra”, como ha afirmado tenazmente Ana María
Barrenechea, con la culpable omisión de no arrojar luz alguna sobre la
incontestable –tal vez no tanto– cuestión: ¿sombra de quién, sombra de qué?
El abrupto tránsito de Borges entre un Universo inextricable
(atribuible tanto a una Divinidad como a la Humanidad) y su
posterior refutación cumple, en sus ficciones, el oficio de señalar su
cosmovisión ambivalente –mas no ecléctica– que rehúsa categóricamente todo
teísmo pero también todo antropocentrismo, y que descansa sobre un “humanismo
escéptico”, nombre que asignan ciertos críticos para aludir a la curiosa
filosofía del escritor: si el panteísmo (de pan-, el griego Theos, e -ismo) es
la noción que tienen algunas comunidades religiosas acerca de la presencia
total de Dios, el “panomismo” (de pan-, el griego homô, e -ismo) es el
concepto que tiene Borges –y otros genios escépticos– acerca de la cuestionable
complejidad de la Humanidad,
toda ella reunida en una unidad camaleónica con atributos simplemente
universales (volveré más adelante sobre este punto).
Parto de la opinión inicial que tiene Borges sobre una
imposible originalidad autoral, el sospechoso origen de las fuentes literarias.
Hacia el final de su vida, el argentino comenzó a creer que la literatura
universal es “un inmenso poema compuesto por muchas manos a través de los
siglos” (Bloom, 2005: 480), y reconoció en toda la creación literaria un
infatigable plagio, en el sentido de que cada escritor ha sido causa y
consecuencia de otros, determinados todos por un conjunto reducido de “imágenes
que se despliegan en una serie infinita de distintas versiones” (Oviedo, 2010):
el azar, pues, comanda las relaciones que establece un “autor” con la
literatura anterior y posterior (aunque “anterior” y “posterior” son términos
incorrectos que evocan la linealidad del tiempo). Esta teoría del inacabable
plagio inocente, que tampoco es prístina suya, Borges la ensaya en su relato
“Pierre Menard, autor del Quijote”, en el que Menard se propone la “admirable”
labor de escribir la célebre novela de Cervantes, no a través del ejercicio
plebeyo de la transcripción, sino produciendo unas páginas que coincidieran con
la obra “palabra por palabra y línea por línea”; Menard afirma heroicamente:
“Mi empresa no es difícil, esencialmente. Me bastaría ser inmortal para
llevarla a cabo”. Porque, como sostiene Borges en otro relato –“El inmortal”–,
“en un plazo infinito le ocurren a un hombre todas las cosas” (Borges, 1982),
incluyendo componer, cuando menos una única vez, el Quijote (pero también la Odisea y todos los libros
posibles de la Biblioteca),
probablemente siendo Cervantes o Menard u Homero, pues “un solo hombre inmortal
es todos los hombres”, y no hay Humanidad.
El “panteísmo” de Borges (que aquí he nombrado “panomismo”),
esa noción compartida con Schopenhauer –y seguramente con otro filósofo de
tiempos inmemoriales– de que uno es los otros y cualquier hombre es al mismo
tiempo todos los hombres, está presente en varias de sus ficciones, producto de
su complicada concepción de un tiempo circular, en eterno retorno. En “La forma
de la espada”, por ejemplo: “Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos
los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine
a todo el género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo
judío baste para salvarlo”; y en “La lotería de Babilonia”: “Heráclides Póntico
refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo
y antes algún otro mortal”.
Cierto lector suspicaz pensará que esta fulminación, esta
descomplejización de la
Humanidad, no guarda relación alguna con las figuras del
riguroso laberinto y del espejo multiplicador en las letras borgeanas (pese a
que ya he dicho que la función del espejo es, precisamente, simplificar).
Piense tal lector, como premisa fundamental, en que esa descomplejización es,
en sí misma, una complejización, máxime en un tiempo –el nuestro– en que la
convención de un tiempo lineal, sucesivo, justifica el imponderable valor de lo
“irrecuperable y azaroso” que asignamos a los actos de los humanos; y máxime,
también, cuando la teoría del “panomismo” implica que un hombre sencillo,
además de haber sido –o de ser en el porvenir– Miguel de Cervantes y el poeta
Homero[2], está igualmente relacionado con uno de los posibles orígenes de
todas las cosas: en la narración “Tres versiones de Judas”, Borges propone que
no fue Jesucristo, sino Judas Iscariote –como pudo haberlo sido cualquier otro
hombre–, el verdadero Hijo, el “Dios Encarnado”.
El tema de los “dobles antagónicos”, resultado de la figura
del espejo, es una suerte de “panomismo” focalizado en la literatura de Borges:
un hombre es, específicamente, otro hombre: su enemigo mortal; de modo que
existe un compartimiento de culpas que resultan mutuamente semejantes. Ocurre
entre el detective Erik Lönnrot y el villano Red Scharlach en “La muerte y la
brújula”; ocurre, en “Los teólogos”, entre dos doctores de la primera iglesia,
Aureliano de Aquilea y Juan de Panonia –quienes para Dios “formaban una sola
persona”–; y ocurre en “El fin”, entre los dos hombres que se entreveran con
cuchillo para saldar una vieja culpa pendiente y luego de la cual queda
irremediablemente otra.
No es una contradicción que yo sostenga, a la par del
“panomismo” unificador, que la función descomplejizadora del espejo sea la de
confrontar el yo y, al mismo tiempo, confirmarlo como propio y distinguirlo del
de otro. Borges niega el ideal kantiano de identidad monolítica de cada hombre,
pero no para admitir la existencia tan alabada –por algunos– de un yo
fragmentario y disperso conformado por muchas identidades (noción que abominan
tanto los racionalistas positivos, creyentes de un “Espíritu Universal” –entre
ellos Leibniz, referente incorruptible de Borges–, como el cristianismo
occidental, que condena el demonismo porque encuentra que el demonio tiene
innumerables apariencias y es antinatural (Gorriarán, 1998: 5), sino para
establecer a cada hombre como un sencillo fragmento que conforma una única
personalidad, suprema o no, “que, al principio del tiempo, se destruyó a sí
mismo en su deseo de no existencia” (Bloom, 2005: 477). Esta sentencia es, en
principio, casi una vindicación de una Humanidad divina; no obstante, es
innegable que cada sujeto resulta ser, entonces, una partícula indiferenciada
de una Personalidad pesimista que se lleva al suicidio como el lúcido detective
Lönnrot se deja conducir a su propia muerte por su lúcido ejecutor –que a su vez
es su reflejo antagónico–, el dandi Scharlach.
La defensa de una Humanidad divina no es intención de
Borges. Su figura del espejo confirma que hay individualidad, pero no identidad
propia. En lugar de hombres dueños de un yo fáustico o de un yo monolítico
trascendental, existen hombres camaleónicos, poseedores de un sentimiento
oceánico “que diluye el yo en la totalidad de la naturaleza”, y capaces de –“o
incapaces de hacer otra cosa”– mimetizar aspectos de los sujetos y cosas que
los rodean (Gorriarán, 1998: 6), del mismo modo como todos los escritores han
asimilado creaciones ajenas y las han vuelto suyas. Del mismo modo como un
hombre es todos los hombres.
La pregunta que, al parecer, ha quedado incontestada es:
¿por qué sacrificar toda la
Humanidad, todo el género humano? ¿Por qué descomplejizarla?
(Hablo, por supuesto, en términos de temporalidad, pues espacialmente es
evidente la existencia de cuantiosos individuos.) Puedo aducir, como posible
motivo, el ejercicio de extinguir una cosa para dar espacio a otra por la que
se tiene preferencia. Si toda la literatura es plagio en un contingente tiempo
circular, no es imposible el plagio (también) de la virtud. Así, por ejemplo,
en “Tres versiones de Judas” se dice que el apóstol no evidenció a Jesucristo
por el obsceno dinero; por el contrario, “obró con gigantesca humildad –relata
Borges–, se creyó indigno de ser bueno.
[…] Judas buscó el infierno porque la dicha del Señor le bastaba. Pensó que la
felicidad, como el bien, es un atributo divino y que no deben usurparlo los
hombres”. No obstante, una suposición que insinúe una predilección fácil del
argentino hacia la divinidad resultaría falaz. Según Bloom, “un Dios muerto o
desaparecido o, en el gnosticismo, un Dios ajeno, apartado de su falsa creación,
es el único vestigio de teísmo que queda en Borges” (Bloom, ibid.: 477).
Presumo una tesis más satisfactoria, partiendo de una idea
(hecho) sustancial del escritor que explica en –cuando menos– dos de sus
ficciones: “La biblioteca de Babel” y “El jardín de senderos que se bifurcan”.
En la primera, que es una gran alegoría del Conocimiento, se afirma que todo lo
cognoscible acerca del Universo está compendiado en libros que, a su vez, se
encuentran dispuestos en galerías –probablemente infinitas– de la inmensa
Biblioteca (que es el Universo mismo); “basta que un libro sea posible para que
exista” en algún lugar de la
Biblioteca, sentencia Borges; miles de hombres han muerto en
la búsqueda infructuosa de un libro determinado.[3] Con el mismo sentido, en el
melancólico relato “El jardín…”, se narra que Ts’ui Pên concibió la posibilidad
–en su novela intitulada El jardín de senderos que se bifurcan– de que un
hombre, enfrentado con diversas alternativas, asuma simultáneamente todas, sin
eliminar ninguna, contrario a lo que ocurre en-la-realidad. En resumen, para
Borges la realidad es una cadena de infinitas posibilidades, pero quienes la
enfrentan son individuos radicalmente limitados a la diacronía, condenados a
abarcar sólo una mínima parte de esa riqueza potencial.
La descomplejización que hace el argentino es una apariencia
–pues es producto del espejo–; todo es una complejización deliberada a través
de un laberinto aparentemente fácil, que “consiste en una sola línea recta”. El
“panomismo” de Borges no es reduccionista, aunque lo parezca. Por el contrario,
sospecho que tuvo plena consciencia de que sólo en la noción de que un hombre
es al mismo tiempo todos, y todos al mismo tiempo él; y que estando todos
desperdigados espacialmente en los confines del mundo, individuales pero
partícipes de una personalidad incorruptible y capaces de un conocimiento
limitado que a fin de cuentas se integra en un conocimiento más noble y
profundo e insondable…; sospecho que el triste Borges sabía –como todos los
hombres– que sólo de ese modo –dispersos en una aparente Humanidad– nosotros,
simples humanos Universales, podemos abarcar todas las posibilidades que la
realidad nos depara y que individualmente desperdiciamos, negligentes.
FUENTES REFERIDAS:
Borges, Jorge Luis 982, Narraciones, Salvat (ed.), España.
2005, El canon occidental: La escuela y los libros de todas
las épocas, Anagrama, España.
Serna Arango, Julián
2001, “Borges y el tiempo”, Universidad Complutense de
Madrid, en http://www.ucm.es/info/especulo/numero23/boserna.html
Aquileana
2007, “Borges y la noción de tiempo circular”, en
http://www.aquileana.wordpress.com
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[1] En alguna ocasión, Borges afirmó: “Decir que el hombre
no sale de las circunstancias es otra manera de decir que no sale del tiempo,
de lo sucesivo, y que no estamos en la eternidad”.
[2] En “El inmortal”, el sencillo comerciante Joseph
Cartaphilus, quien es el personaje principal, ve su doble en la figura de
Homero, el primero de los poetas inmortales. N. del. E.
[3] Este argumento es prolongado –y ejemplificado– en otra
narración, “El milagro secreto”. El protagonista, Jaromir Hladík, busca que
Dios le conceda el permiso sagrado de vivir un año más para finalizar un drama
más que teatral para “justificarse” a sí mismo y “justificarlo” (a Dios);
hallar a Dios para merecer la concesión es una empresa fatigadora. Dice la
ficción: “Un bibliotecario de gafas negras le preguntó ‘¿Qué busca?’. Hladík le
replicó ‘Busco a Dios’. El bibliotecario le dijo: ‘Dios está en una letra de
una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis
padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego
buscándola”.
Fuente : Revista Universitaria Contratiempo
http://revistacontratiempo.wordpress.com/2010/09/02/ensayo-espejo-de-borges-hallado-en-un-laberinto/
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