Extraño interlocutor, tan familiar como tácito, emprendo este relato para dar testimonio de Marga. Mejor dicho, para hacer comprensible un fragmento de su historia porque mucho ignoro y algo callaré. Antes que el olvido pierda también a este recorte espero que un grano de verdad, demorado en la malla del texto, propicie un saber de lo siniestro, de la pesadilla, cuyo espacio atraviesa la mirada en busca de un lugar en el espejo.
Próxima a los poetas de nuestro tango por vínculos paternos,
Marga hubiera optado por Homero Manzi antes de aceptar un contrapunto con
nuestro mayor hombre de letras o ver recortada su figura en un horizonte
freudiano. En nuestros encuentros ella iniciaba su relato con prolegómenos y
sólo al saberse no interrumpida se abandonaba a las ocurrencias, en una deriva
orientada hacia ominosos lugares de infancia. No me es difícil, de tan oída,
presentar una primera escena: la pequeña Marga, demorada en la quietud de su
cuarto, se mira al espejo. Un rizo del pelo, la rectitud de su porte o la
dulzura tempranamente triste de su mirada quizá fueran reparos que la invitan a
detenerse en el reconocimiento de sí. Entretanto y sin que percibiera su
llegada, la tía le habla: “Cuidado, que si una se mira un tiempo en el espejo
termina por aparecer, desde algún rincón, el diablo”.
O esta otra, de poco antes o poco después, ocurrida en la
madrugada de su quinto cumpleaños: deja la cama para dirigirse, en camisón,
hasta la sala de la vieja casona de los abuelos. Un familiar, pintor de escenas
sacras para iglesias, ha cubierto las paredes con óleos donde aparece la Virgen rodeada de un coro
de ángeles -más que ángeles parecen enanos-, el fuego eterno y también Lucifer.
Nada de esto la conmueve y tranquila se pasea entre esas representaciones,
aunque tremebundas le son enteramente familiares. De pronto la sobresalta una
forma que no reconoce; cuando atina a enfrentar la extraña presencia advierte
que el vidrio, opacado por el polvo, le ha devuelto su imagen.
Los relatos de Marga me llevaron a otro tiempo: en 1977 el
teatro Coliseo anunciaba un ciclo de conferencias de Jorge Luis Borges. Asistí
a la titulada Las pesadillas. Su estilo silabeante se entreveró en mi recuerdo
con el decir seco, pausado, de Marga. Gracias a que el diario La Opinión publicara la trascripción
–en una edición que supe guardar entonces y encontrar ahora- me es dado
recuperar la cita al superponerse las escenas: Marga reconstruyendo el devenir
de los espejos en la intimidad de mi habitación, Borges hablando en una sala
llena de gente, reflectores y altoparlantes.
“Yo diría que tengo dos pesadillas que pueden llegar a
confundirse –había comenzado-. Tengo la pesadilla del laberinto, y esto se
debe, en parte, a un grabado en acero que vi en un libro francés cuando era
chico. En ese grabado estaban las siete maravillas del mundo y entre ellas el
laberinto de Creta. Era un gran anfiteatro, muy alto… En ese edificio cerrado,
ominosamente cerrado, había grietas. Yo creía –o ahora creo que creía-, tan
falible es nuestra memoria, tan inventiva es nuestra memoria, creía cuando era
chico que si tuviera una lupa lo suficientemente fuerte podría mirar por una de
las grietas del grabado y ver al Minotauro en el terrible centro del laberinto.
Otra es la pesadilla del espejo. Pero no son distintas, ya que bastan dos
espejos opuestos para construir un laberinto… Yo siempre sueño con laberintos o
con espejos, salvo que en el sueño del espejo aparece otra visión, otro terror
de mis noches: la idea de las máscaras. Las máscaras siempre me dieron miedo,
sin duda sentí que si alguien usaba una estaba ocultando algo horrible. A veces
en mi sueño –y éstas son las pesadillas más terribles- me veo reflejado en un
espejo, pero me veo con una máscara. Tengo miedo de arrancar la máscara porque
temo ver mi verdadero rostro, que es atroz. Ahí puede estar la lepra o el mal o
algo más terrible que cualquier imaginación mía”.
Marga evita el espejo, rehúsa mirarse y si debe hacerlo se
aferra a los detalles de la ropa, que como la máscara de Borges revisten la
imagen. Más de una vez le ha pasado ir caminando por alguna galería y tropezar
con una extraña que reacciona con una mirada ofuscada. Al instante percibe que
ha dado contra su figura reflejada en un espejo.
Borges opone dos espejos y logra una laberíntica puesta en
abismo. ¿Por qué el Minotauro, fabuloso animal que el mito deslizara en el
mismo? Su imponente cabeza tanto oculta como insinúa un rostro paradójico, del
que sólo sabemos como máscara.
Los laberintos también trastornaron los años de infancia de
Marga. Sus padres, de rara severidad, solían castigarla con penas tan
indescifrables como sus motivos. La pequeña no lograba saber del pecado que la
hacía acreedora, a su vuelta por la tarde del colegio de monjas, al encierro en
su cuarto condenada a no proferir sonido y a permanecer en la oscuridad. Al
concluir la pena no la esperaban explicaciones ni consuelos, tan sólo la
oblicua mirada de la madre.
Cuando estuvo en tiempo de elegir profesión optó por
formarse como maestra de niños ciegos, muchos de ellos con diagnóstico de
psicosis debido a estigmas hereditarios o graves problemas familiares. Su
abundante experiencia, luego de años de desempeño, la llevó a opinar que no le
afectaba tanto la inquietante mirada materna, conocía un horror mayor: su
ausencia. Le conmueve participar de un recreo de niños sordo-mudos, que
arreglándose como puedan juegan, se pelean dando rienda suelta a sus
inquietudes, mientras en el colegio de niños ciegos la situación es
diametralmente opuesta: nadie juega ni hace barullo, todo es silencio. La presencia
de cada cuerpito supone un laberinto no habitado por la esperanza de una
salida.
Continuemos con Borges: “He tenido muchas pesadillas, y creo
que la más terrible fue ésta (sin embargo, contada no es nada, pero me
impresionó y la usé para un soneto): estaba en mi habitación, amanecía,
posiblemente era la hora del sueño, y al pie de la cama había un rey, un rey
muy antiguo; y yo sabía en el sueño que era un rey del Norte, de Noruega. Ese
rey no me miraba, fijaba su mirada ciega en el cielorraso (yo sabía que era un
rey muy antiguo porque su cara era imposible ahora). Sentía el horror de esa
presencia, veía su espada, veía su perro. Cuando desperté seguí viendo un rato
al rey porque me había impresionado”.
Si el soñar compromete la rara transacción por la que
seguimos durmiendo mientras asistimos a la visión onírica, parece lícito pensar
la pesadilla como un extravío del soñar. ¿Es así? Arriesgo que no, arriesgo que
el sueño a veces nos conduce sabiamente, como llevándonos de la mano, hasta su
propio ombligo y allí nos hace sentir su límite de pesadilla, su condición de
máscara. Y más allá… “algo más terrible que cualquier imaginación” según
Borges, lo que es decir que suponemos un más allá desde la certidumbre del
límite. La pesadilla no consiste en desenmascararse sino en sufrir la intuición
de que la identidad sea sólo máscara. Y aquí el desafío para el arte, tanto que
Borges logra de su pesadilla asunto para un poema. Cuando, rendida, la palabra
se desvanece ante el límite de su imposibilidad, algo incita a la metáfora y de
no lograrla caemos en el desasosiego del insomnio. Borges atravesó su horror y
recuperando el tiempo de despertar dio forma a un soneto. Por eso él es Borges
y la mayoría de nosotros impávidos espectadores de máscaras furtivas. El impulso
hacia la metáfora es máximo, y por eso un desafío, cuando la experiencia del
límite acucia.
La precedente afirmación sobre la intuición de la identidad
como máscara en la pesadilla es aventurada, no la he leído en otros autores;
por ello, cabe poner en cuestión el salto inductivo. Podría ser que las de
Borges no sean genuinas pesadillas o que yo esté equivocando la interpretación
o que gracias a la ventaja de tener un guía como él, mis formulaciones sean
valederas. Entonces desemboco en un doble interrogante: ¿Toda pesadilla es
borgeana? ¿Somos acaso Borges cuando nuestros sueños alcanzan el inefable sabor
de la pesadilla? Como él diría, todo es tan raro que aún eso es posible.
Freud se ocupa de las pesadillas en Lecciones introductorias
al psicoanálisis1. Las entiende como “un contenido exento de toda deformación;
esto es, un contenido que, por decirlo así, ha escapado a la censura. La
pesadilla –concluye- es muchas veces una realización no encubierta de un deseo…
La angustia que acompaña a esta realización toma entonces el puesto de la
censura”. Podría ser que la estima de Freud coincida en un punto con lo que
estoy afirmando: la presentación de la máscara sin aditamentos, porque
raramente intuimos nuestro ser de máscara. Me refiero al sentimiento casi
absurdo de estar ante una máscara que se despoja de aquello que nos impide
percibirla como lo que es: máscara.
El horror de la pesadilla es al sueño como lo siniestro a la
angustia. “Quisiéramos saber cuál es ese núcleo, ese sentido esencial y propio
que permite discernir, en lo angustioso, algo que además es siniestro” propone
Freud.2
Según la estima de Borges, lo pesadillesco de un sueño no
concierne al carácter de las imágenes sino a un sentir especial; puede incluir
angustia pero no se confunde con ella, agrego. Preguntémonos, por lo tanto,
acerca de lo que llevando al límite el trabajo del sueño produce un vuelco.
Borges es claro: rey nórdico porta en su configuración los rasgos de lo
familiar y su distorsión, cuando hay, acontece en ese mismo registro. Lo
monstruoso no deja de ser reconocido y por eso se vuelve ominoso.
Pero aún otro elemento puede ser discernido: en lo familiar
devenido monstruoso hay algo esquivo, mudo, tanto como la mirada ciega del rey
nórdico; partícula inaprensible que torna al sueño, prodigiosa manera de decir,
en lo que sobresalta el reposo sin articular palabra. La intuición de Borges es
meridiana: para ilustrar el horror de las pesadillas destaca algunos pormenores
de la Divina Comedia:
Virgilio conduce a Dante en su visita al infierno; allí están Homero, Ovidio,
Horacio, los filósofos presocráticos, Platón, el sultán Saladino. Pero el poeta
no pone en sus bocas grandes palabras. “Podemos sentir que Dante, de algún
modo, comprendió que era mejor que todo fuese silencioso” comenta Borges. El
infierno, en todo caso, resultaría una cámara de torturas, mientras la
pesadilla consiste en que Dante sólo encuentre las grandes sombras de aquellos
grandes.
Volvamos a Marga: cierta vez, invitada a comer en lo de un
amigo, se sintió atraída por un puñal árabe que el anfitrión tenía sobre una
repisa. Durante la comida tuvo la certidumbre de que su interés no se debía
sólo a la pureza de líneas de la daga. Al regresar a su casa una casualidad
–llamémosla así- aportaría los elementos faltantes para la toma de conciencia:
entretenida antes de dormir en la lectura de una novela, progresa hasta donde
el protagonista sueña con escenas truculentas, en las que un puñal dibuja
siluetas de sangre. Al llegar a este punto Marga se agita, luego de un respiro
evoca un acontecimiento hasta entonces confiado al olvido: de adolescente la
atormentaban los puñales, que tanto veía en sueños como en apariciones. En los
juegos amorosos con su primer novio ella lo incitaba al acto sexual pero él,
amparado en la espera que acabaría en matrimonio, acrecentaba la pasión de
Marga diciéndole que las mujeres que quieren esas cosas son putas. Una noche,
enmarcados por el zaguán, se atrevió a estrecharlo hasta percibir en su bajo
vientre el miembro en erección y al momento vio recortarse sobre las espaldas
de él la forma obscena de un puñal amenazador.
Mi escucha, advertida por alusiones afines del novio y la
madre, me llevó a los relatos de tiempo atrás, en los que Marga memorara la
reticencia materna a tocarla; de allí fui a dar en la ferocidad de los ojos
maternos. Marga había dicho en su momento del carácter “punzante” de su mirar.
No tuve dificultad en destacar la singularidad de lo que había dicho, que
establece la secuencia excitación sexual – deseo del pene – sanción por
desearlo (como una puta) – mirada reprobadora, punzante, puñal. Enmascarado en
el estilete se reintroduce el pene. Del pene al puñal, por un camino
regrediente, desandamos el trecho que va del hombre deseado a la madre atroz.
En respuesta a mi observación, Marga recuperó este recuerdo:
hasta el momento creía que el primer hombre al que había visto desnudo era ese
novio, pero ahora reparaba en que de chica era amiga de un vecinito de su edad.
Cierta vez jugaban en su cuarto, él se bajó los pantalones y le mostró el
miembro. Llegada a este punto agregó: “Entonces, creo que ahí vi por primera
vez un varón desnudo. Sé que después me castigaron. No logro exactitud en el
recuerdo… Creo que el castigo era porque me descubrieron mirándome desnuda en
el espejo. Mamá entraba sigilosamente en todos lados y me era imposible saber
cuándo venía”.
La mirada propia es interdicta por otra, materna, que la
condena. ¿Qué condena? La visión de una realidad acuciante, la diferencia de
los sexos. La mirada materna persigue el viraje desmentidor que sustente su
tiranía desde los ojos que hieren como estiletes. Puñal que fulgura en la noche
cuando ella estrecha al hombre hasta cubrir el pene con su anhelo y saber la
diferencia.
He dicho al comienzo que Marga conoce el paradójico horror
mayor: la ausencia de mirada materna, por lo que damos en la encrucijada de la
constitución del sujeto: el deseo materno que insta al amparo en esa relación
dual, especular, signada por el referente que es emblema de completud. Si
hubiera un trauma que incansablemente se repite, resistiendo la cobertura del
propio deseo, hemos de hallarlo en lo antedicho.
Trauma-Deseo. ¿Una frontera que atraviesa al sujeto? Tal
vez. Marga da cuenta de una lucha por conquistar su territorio. Esa lucha es, a
su manera, la de cada uno por lograr un lugar en el espejo y romper la
repetición. Que se cuidara del espejo, le había dicho la tía, desde algún
rincón termina por aparecer el diablo. Pero justamente eso debe mirar, y de
algún modo Marga lo intuye. Como el ombligo del sueño, lugar denso de imágenes
sofocadas, ese resquicio umbilica una verdad.
Demonio, hombre, deseo. En un rincón de la galería que
envuelve el patio central del colegio secundario, Marga se demora discutiendo
con una compañera decidida a tomar los hábitos. “Dame argumentos tuyos, no me
repitas el libro de teología –le pide-. Sos linda, sos mujer, lo otro es ser
momia”.
En ese momento tercia una monja que había escuchado la
intervención de Marga: “Ella es el diablo en persona –le dice a la otra-, el
mismo que expuso a Jesús a las cuarenta tentaciones. Pero tu vocación es ser
santa”. Luego emprendió la marcha, no sin antes agregar, ya de espaldas: “¿Cuál
será la vocación de ésta?”.
Desatendiendo cualquier prudencia, Marga corre hasta
alcanzarla: “¡Mi vocación son los hombres!”.
Por un momento permanece en silencio y luego concluye: “Mi
compañera no entró en el noviciado, siguió la carrera con nosotras y al
finalizar quinto año se suicidó”. Perdiendo la mirada en el cielorraso, agrega:
“A veces pienso que me faltó valentía para hacer lo mismo”.
Que la pequeña fuese capaz de tal arrojo movió mi asombro.
Localicé su desesperación por reconocerse en el hombre que la hiciera mujer,
pero en la mención del suicidio al culminar el relato me vi devuelto a lo
siniestro. Cuando esperaba si no el final feliz al menos una senda despejada,
me topaba con el vaticinio de la monja: la vocación de santidad, pura alma
inmortal carente de tentación, carente de deseo.
El perfil de la madre mantiene la invocación al momento
originario, enlace que la pequeña Marga rompe cuando interroga la diferencia
sexual y alcanza su carencia con una mirada segunda, haciéndose pasible de la
tremenda aparición materna. “El doble se ha transformado en un espantajo, así
como los dioses se tornan demonios una vez caídas sus religiones”, sostiene
Freud en Lo siniestro siguiendo a Heine3. Demonio: figura de condensación que
derivada del Dios-madre omnipresente encarna la caída y con ello el deseo.
Los últimos comentarios que escuché de Marga fueron
motivados por una de sus pesadillas: “En el Palacio de Versalles hay un salón
de espejos. ¡Qué horror sería tener un salón de espejos! No soportaría ver
siempre mi cara. Me dije: ‘no me gusta mi cabeza por dentro’. El día de mi
primera menstruación miré mi herida, cómo salía sangre. Ya sabía lo que era la
vagina, los labios mayores, los menores, el útero. Mi cabeza lo sabía pero no
lo sentía. Sentía la ausencia de algo y me dio una profunda tristeza”. Después
dejó de buscarme y no la he vuelto a ver.
Tampoco Borges se tolera en el espejo. En pesadillas le
aterra desenmascararse y asistir a su verdad vacía. Con Marga seguimos una
segunda mirada hasta el reducto de la hembra herida. Pero no es precisamente un
pene lo que sellaría la grieta, la ilusión de completud trasciende la
diferencia anatómica.
Cedamos, al final, la palabra al poeta: “Y ahora vamos a
recapitular. Creo que podemos derivar dos conclusiones, por lo menos durante el
transcurso de esta noche, ya después cambiaremos nuestra opinión. La primera es
que los sueños son una obra estética, quizá la expresión estética más antigua,
no sólo de la humanidad sino de otras especies también. Toma una forma
extrañamente dramática, ya que somos –como dijo Addison- el espectador, somos
los actores y la fábula que los actores representan. La segunda se refiere al
horror de la pesadilla; porque nuestra vigilia abunda en momentos en que nos
abruma la realidad. Puede ocurrir… ha muerto una persona querida, nos ha
dejado. Hay tantos motivos de tristeza, de desesperación… Pero, sin embargo,
esos motivos no se parecen a la pesadilla, que tiene un horror peculiar… hay
algo: el sabor de la pesadilla. Y en los tratados que he consultado no se habla
del sabor de la pesadilla.
“Aquí tendríamos la posibilidad de una interpretación
teológica de lo que he dicho, y esto vendría a estar de acuerdo con la
etimología de la palabra íncubo, latina; o la palabra alptrum, opresión del
elfo, alemana; o la palabra nightmare, demonio de la noche, en sajón; y en
todas ellas se sugiere algo sobrenatural.
“Pues bien, ¿y si las pesadillas fueran estrictamente
sobrenaturales? ¿Si las pesadillas fueran grietas del infierno? ¿Porqué no?
Todo es tan raro que aún eso es posible”.
Adhiero a esta propuesta a condición de entender que al
tiempo de despertar hay verdad de la grieta pero no del infierno. Porque una
grieta no es máscara, en tanto el infierno es la careta reversible de Dios, el
enmascarado solitario.
No obstante, todo confluye en un punto y una máscara ciega o
una espada que refulge aparecen en el ombligo del espejo erigiéndose en testigo,
esperanza, amenaza por la bienaventuranza y la condena perdidos.
Sumemos a esta conclusión lo que Freud afirma al finalizar
Lo siniestro 4: “Mucho de lo que sería siniestro en la vida real no lo es en la
poesía; además, la ficción dispone de muchos medios para provocar efectos
siniestros que no existen en la vida real”. Sólo el arte alcanza, metaforizando
su límite, la fuerza que subvierte un cielo poblado de ángeles o un infierno
demoníaco en la agrietada presunción de un abismo, se lo llame celeste o
infernal.
1: “Lección XIV. 10. Realización de deseos”. Tomo VI de las
Obras completas. Biblioteca Nueva, Madrid, 1972.
2: Lo siniestro, capítulo I. Tomo VII. Ibíd. 1974.
3: Capítulo II. Ibíd.
4: Capítulo III. Ibíd.
Fuente : Carlos Perez
No hay comentarios:
Publicar un comentario