Por Carlos Gamerro
Voy a partir de la suposición de que Borges arrastró durante
toda su vida literaria una íntima frustración: la de no haber sido un poeta
místico. Como evidencia, por ahora, voy a citar una de dos frases suyas que me
han sugerido esta idea. En el epílogo a El libro de arena, que es de 1975 y por
lo tanto da cuenta de casi toda su vida literaria, dice, hablando de su cuento
“El Congreso”: “El fin quiere elevarse, sin duda en vano, a los éxtasis de
Chesterton o de John Bunyan. No he merecido nunca semejante revelación, pero he
procurado soñarla”. Poca cosa, dirá el lector. Puede ser. Pero entre la
humildad del “no he merecido” y la resignación de “he procurado soñarla”, cada
vez que la leo me deja una sensación de vaga tristeza. Seguramente porque quien
la escribió era Borges, nada menos, un hombre al que muchos han estado y están
tentados de calificar de visionario, a veces impulsados por ese mito que asocia
la ceguera con la visión interior, la profecía y la clarividencia; otras veces
por razones más valederas. Pero creo que una de las razones fundamentales es
que al leerla, inmediatamente supe que era cierto. Borges nunca había tenido
una revelación, un éxtasis como los que habían experimentado algunos de sus
autores favoritos y también –esto es aún más interesante– algunos de sus
propios personajes. Borges no fue un místico. ¿Qué es exactamente un místico, y
cuál la experiencia que lo define como tal? Tomo la definición de Gershom
Scholem, por ser un autor que Borges frecuentaba y respetaba. En el capítulo
“La autoridad religiosa y la mística” de su libro La cábala y su simbolismo nos
dice Scholem: “Místico es aquel al que se ha concedido una expresión inmediata,
y sentida como real, de la divinidad, de la realidad última... Tal experiencia
le puede haber venido por medio de un repentino resplandor, una iluminación, o
bien como resultado de largas y acaso complicadas preparaciones”.
El mismo Borges, en Qué es el budismo, enuncia las
siguientes características que, según él, comparten la mística cristiana,
islámica y budista: a) el desdén por los esquemas racionales; b) la percepción
intuitiva, ajena a los sentidos; c) el conocimiento absoluto, que nos da una
certidumbre cabal e irrefutable; d) la aniquilación del Yo; e) la visión del
múltiple universo transformado en unidad; f) una sensación de felicidad
intensa. Yo agregaría una, g) la anulación de la duración, de la sucesión
temporal, o sea una entrada –así sea temporaria– en la eternidad, porque si
bien Borges no la incluye en este texto en particular, más de una vez se
refiere a ella. Esta anulación de la sucesión temporal supone otra cualidad
fundamental de la experiencia mística, que es su carácter no verbal –ya que el
lenguaje humano, el verbal al menos, es sucesivo, es decir, inconcebible sin la
duración–.
La lista de poetas místicos o visionarios es, al menos en
Occidente, relativamente escasa y mayormente constante. Entre los autores que
Borges frecuenta se suele tachar de místicos a Dante, Angelus Silesius, Swedenborg,
Blake, Whitman y Rimbaud. No a todos Borges les concede el título habilitante:
reconoce la plena dignidad de místico a Swedenborg, y, siguiendo en esto a
Emerson, lo convierte en prototipo del místico. Del místico, más que de poeta
místico: ese sitial parece corresponderle a Blake (“Blake era un gran poeta,
cosa que Swedenborg no era”), dice Borges en los Diálogos con Osvaldo Ferrari).
A Dante, en cambio, lo coloca –como a sí mismo– del lado de
los que, sin experimentarlo, han procurado soñar un transporte semejante: “En
el caso de Dante, que también nos ofrece una descripción del Infierno, del
Purgatorio y del Paraíso, entendemos que se trata de una ficción literaria. No
podemos creer realmente que todo lo que relata se refiere a una vivencia personal”,
dice Borges en la misma conferencia. A los éxtasis soñados de Dante y los suyos
propios, Borges agrega las supuestas iluminaciones de Rimbaud: “Rimbaud no fue
un visionario (a la manera de William Blake o de Swedenborg) sino un artista en
busca de experiencias que no logró”, afirma Borges en “Dos interpretaciones de
Arthur Rimbaud”.
Más complejo es el caso de Walt Whitman, cuyo carácter de
poeta místico fue afirmado por su discípulo Richard Bucke, quien sugirió que la
experiencia mística originaria, la que daría origen al poema, tuvo lugar en
“una mañana de junio de 1853 o 1854”
repitiéndose luego. Autoridades respetables como Gershom Scholem y Malcolm
Cowley coinciden en reconocer que el origen de Hojas de hierba se encuentra en
una serie de experiencias místicas. Y sin embargo Borges no menciona, en sus
dos ensayos consagrados al autor, “El otro Whitman” y “Nota sobre Walt
Whitman”, una posibilidad semejante. El caso es que a Borges, Whitman le sirve
para otra cosa: para plantear la diferencia entre el escritor personaje y el
escritor real. Dice en “Nota sobre Walt Whitman”: “hay dos Whitman: el
‘amistoso y elocuente salvaje’ de Leaves of Grass y el pobre literato que lo
inventó. El mero vagabundo feliz que proponen los versos de Leaves of Grass hubiera
sido incapaz de escribirlos”.
¿Por qué seduce a Borges el conocimiento místico? Pienso que
este interés se deriva de su escepticismo radical sobre el conocimiento humano.
Para Borges, éste siempre fue, es y será limitado y parcial: eso es lo que lo
define. Nunca llegará el día en que tengamos certeza absoluta sobre alguna
cosa, mucho menos sobre todas. De hecho, ni siquiera podemos estar seguros de
que las categorías fundamentales de nuestra intuición (espacio, tiempo, yo)
corresponden a la realidad. “Es aventurado pensar que una coordinación de
palabras (otra cosa no son las filosofías) pueda parecerse mucho al universo”,
nos advierte Borges en “Avatares de la tortuga”.
¿Está, entonces, el conocimiento humano condenado a vagar
para siempre por los laberintos del relativismo y el error? La respuesta es sí,
si lo pensamos únicamente como conocimiento racional, científico o filosófico,
y aun como intuitivo, es decir, meramente humano. La respuesta es no, si lo
pensamos como conocimiento místico. La experiencia mística iguala el
conocimiento humano al divino, permite al hombre, sea de manera temporaria o
permanente, ver el mundo con el ojo de Dios; y en algunos casos, lo convierte
en Dios sin más. Borges, que no pudo experimentar este contacto en carne propia,
y por lo tanto hablar, como es norma entre los místicos, en primera persona,
procuró, nos dice, soñarlo, es decir, experimentarlo en tercera persona, a
través de sus personajes.
El ejemplo más claro es el de Tzinacán, el sacerdote maya de
“La escritura del Dios” que, a la manera de los cabalistas, busca una sentencia
divina que permitirá a los hombres la unión con dios, y la encuentra cifrada en
las manchas del jaguar: “Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar.
Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras
difieren)... Yo vi una rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni
detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba
hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita.
Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo
era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio
tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa rueda
para comprenderlo todo sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar
o la de sentir!”.
La revelación puede ser buscada (como en el caso de
Tzinacán) o recibida por un elegido de Dios o del mero azar. Pero es ahí donde
los problemas del místico recién empiezan. Tener la visión es difícil pero
posible, lo que es imposible es comunicarla. Es ésta la angustia del “Borges”
personaje de “El Aleph”. Cuando ve el punto donde están todos los puntos del
universo, siente “infinita veneración, infinita lástima” y llora. Pero recién
cuando debe poner en palabras lo que vio habla de su desesperación: “Arribo,
ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, midesesperación de
escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos que presupone un pasado que
los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph,
que mi memoria apenas abarca?”
Transmitir, comunicar la revelación mística es una variante
más compleja del conocido desafío de explicarle los colores a un ciego de
nacimiento: en relación a lo que ve el místico, todos somos ciegos de
nacimiento... Y donde no hay experiencia compartida, el lenguaje es impotente.
Se suele decir que la experiencia mística es inefable. Lo es, pero no porque
esté más allá del lenguaje... Palabras siempre pueden inventarse. Es
inexpresable porque unos pocos la han tenido y la mayoría no. La imaginación
del Aleph permite llevar al absurdo la paradoja de la incomunicabilidad de la
experiencia mística, pues la premisa del relato parece ser: ¿qué si la
experiencia visionaria le es otorgada a alguien que no la merece, que no tiene
ningún talento para expresarla, ni siquiera para apreciarla? ¿Si en lugar de a
un Shakespeare, a un Joyce o a un Borges, se la dan a un tarado como Carlos
Argentino Daneri? Por eso en este relato la visión debe provenir de un objeto
exterior al sujeto: sería difícil aceptar que alguien pudiera tener la
capacidad espiritual de alcanzar el éxtasis y la absoluta incapacidad estética
de ponerlo en palabras.
La experiencia personal de Borges más cercana a las que aquí
hemos estado tratando parece haber sido la que describe en su texto “Sentirse
en muerte”. En él cuenta un paseo nocturno por calles alejadas de su costumbre;
llegado a una esquina, siente que el tiempo no ha pasado por allí, se dice
“estoy en el mil ochocientos y tantos” y luego:
“Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo.
Me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra
eternidad”. Este “momento de eternidad” en el que ha brevemente entrado le
permite dudar de la existencia objetiva del tiempo.
“Quede pues en anécdota emocional la vislumbrada idea y en
la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la
insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara”.
Aquella vez Borges parece haber pisado el umbral de una
revelación, y lo que alcanzó a vislumbrar permaneció, entonces, dentro del
terreno de lo comunicable. Una experiencia mística verdadera es intransmisible
y, cuando se intenta hacerlo, lo inepto del resultado puede llevar,
paradójicamente, a sospechar que el pretendido místico es un farsante.
En “El acercamiento a Almotásim” este riesgo se elude
mediante una astucia narrativa. En el cuento, un peregrino –un estudiante de
Bombay– busca a través de la casi infinita geografía humana de la India a un hombre de luz, un
iluminado llamado Almotásim; así, “los puntuales itinerarios del héroe son de
algún modo los progresos del alma en el ascenso místico”. El último término de
este ascenso es el más problemático: ¿cómo contar, cómo mostrar al “hombre que
se llama Almotásim” sin decepcionar al lector? Borges sortea con elegancia el
dilema:
“Al cabo de los años el estudiante llega a una galería ‘en
cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y atrás un
resplandor’. El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por
Almotásim. Una voz de hombre –la increíble voz de Almotásim– lo insta a pasar.
El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye.”
La revelación mística siempre está del otro lado de esa puerta, de ese umbral,
donde terminan el lenguaje y la literatura. Un hombre puede pasar esa cortina,
pero al hacerlo ha quedado fuera de nuestro alcance, se ha salido del relato.
Aunque vuelva, lo que haya visto del otro lado no puede contárnoslo.
Llegamos así a la segunda de esas dos frases que me
sugirieron la idea de un Borges nostálgico de la experiencia que nunca tuvo. Se
encuentra en “La muralla y los libros”. En ese texto, Borges señala que el
mismo hombre queordenó la edificación de la muralla china, el emperador Shih
Huang Ti, fue el mismo que ordenó se quemaran todos los libros anteriores a él.
La conjunción de ambas operaciones en un solo hombre parece sugerir un sentido
que, admite Borges, sistemáticamente se le escapa, y luego de muchas
conjeturas, resignadamente comenta:
“La música, los estados de felicidad, la mitología, las
caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren
decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por
decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el
hecho estético”.
Aquí, Borges está definiendo al hecho estético –y por lo
tanto a la belleza– como el lado de acá de la mística, lo que se encuentra en
el umbral (en las orillas, estaríamos tentados a decir) de la experiencia
visionaria. Y al leerla no puedo dejar de sentir, nuevamente, el tono entre
triste y resignado de quien la escribe. Borges no proclama la continuidad entre
estética y mística con el orgullo y la exaltación de quien ha descubierto una
gran verdad, sino con la calma resignación de quien se sabe condenado a
permanecer del lado de acá, del lado del hecho estético –que se sitúa en el
punto donde el deseo está al borde de alcanzar su culminación, que tiembla
permanentemente en el umbral de la revelación.
Así también se explica, y parece natural, que Borges haya
sido capaz de poner en palabras, mejor que muchos místicos, la experiencia del
éxtasis. La pudo poner en palabras porque no la había vivido. Es (ahora podemos
entenderlo mejor) lo que había tratado de decirnos sobre Whitman. En las
palabras del relato “El otro”, “si Whitman la ha cantado es porque la deseaba y
no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo,
no la historia de un hecho”. A quien la ha vivido, le basta con haberla vivido.
Quien no, necesita construirla con palabras, crear un análogo verbal de la
experiencia que le ha sido negada. De aquí quizás provenga esa insatisfacción
que nos parece inherente a la condición del artista, a diferencia del místico,
que no puede concebirse sin la plenitud.
Esa tensión de la experiencia estética en el límite de la
revelación es la misma que encontramos en cada una de las frases de Borges, en
las que el lenguaje está llevado al límite de sus posibilidades sin ir más allá
de ellas, está llevado a ese umbral que lo potencia al máximo sin volverlo
–como sí lo vuelve la experiencia mística lograda– impotente. La frustración
del Borges místico es, aquí, la realización del Borges poeta. Su pérdida (si la
hubo) es nuestra ganancia.
Fuente : Pagina 12 - 14
de mayo de 2006
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