viernes, 16 de enero de 2015

La temprana devoción de Borges por el norte




Gustavo Rubén Giorgi

Como si se tratara de una declaración de principios, Borges hizo coincidir con la ceguera su decisión de estudiar en forma sistemática el idioma inglés antiguo, o anglosajón:

    Me dije: ya que he perdido el querido mundo de las apariencias, debo crear otra cosa: debo crear el futuro, lo que sucede al mundo visible que, de hecho, he perdido. (...).

    Pensé: he perdido el mundo visible, pero ahora voy a recuperar otro, el mundo de mis lejanos mayores, aquellas tribus, aquellos hombres que atravesaron a remo los tempestuosos mares del Norte y que, desde Dinamarca, desde Alemania y desde los Países Bajos conquistaron a Inglaterra; que se llama Inglaterra por ellos, ya que “Engaland”, tierra de los anglos, antes se llamaba “tierra de los britanos”, que eran celtas.1

Pero, aunque se tratara de una decisión crítica, destinada a impregnar con su impronta el resto de su obra acompañándolo, literalmente, hasta la tumba, el gran escritor nunca declaró cuándo se despertó en él una vocación tan cara a sus sentimientos como a sus preferencias estéticas. Esto, hasta donde podemos conocer: se ha escrito tanto sobre Borges y las entrevistas que se le hicieron en la última etapa de su vida fueron tantas, que toda compulsa resultaría provisional. No nos queda entonces más recurso que acudir a la memoria de sus lecturas, a los registros más difundidos de su palabra y a nuestra flaca intuición.

La primera aparición en la obra de Borges de la literatura de lo que él llamaba “el Norte” —los pueblos afincados a orillas del mar de ese nombre y del Báltico: Escandinavia, los Países Bajos, Alemania, Inglaterra e Islandia en el Atlántico— es de 1932. En Historia de la eternidad estudia con deleite contagioso ciertas rudimentarias formas de la metáfora, sello distintivo de la poesía islandesa, “Las kenningar”, que nombran el artículo en cuestión. Para un “viejo” poeta ultraísta como él lo había sido, predicador de la reducción del fenómeno poético a la metáfora, el descubrimiento de las kenningar y de aquellos predecesores (que también se valían de la aliteración) debió ser estimulante y conmovedor.

    Una de las más frías aberraciones que las historias literarias registran son las menciones enigmáticas o kenningar de la poesía de Islandia. (...) ...fueron el primer deliberado goce verbal de una literatura instintiva.2

Confiesa haber hallado un placer “casi filatélico” en la compilación de estas extrañas comparaciones:

    casa de los pájaros y casa de los vientos (el aire), flechas de mar (los arenques), cerdo del oleaje (la ballena), asamblea de espadas (...), fiesta de vikings (la batalla), fuerza del arco y pierna del omóplato (el brazo) (...), cisne sangriento y gallo de los muertos (el buitre) (...), castillo del cuerpo (la cabeza) (...), marea de la copa (la cerveza), yelmo del aire (el cielo) (...), dura bellota del pensamiento (el corazón), gaviota del odio (el cuervo) (...), nubarrón del combate (el escudo), hielo de la pelea (...) (la espada) (...), granizo de las cuerdas de los arcos (las flechas) (...), lobo de los templos (el fuego), delicia de los cuervos (el guerrero) (...), querido alimentador de los lobos (el hacha), árbol de lobos (la horca) (...), dragón de los cadáveres (la lanza) (...).3

¿Cuándo se produjo el encuentro de Borges con estos artificios? Verosímilmente debió ser después de 1928, porque en Inquisiciones, de 1925, encontramos las notas “Después de las imágenes” y “Examen de metáforas”, mientras que “Otra vez la metáfora” aparece en El idioma de los argentinos, de aquel año;4 como en ninguno de los dos se menciona a las kenningar, nos es lícito pensar que éstas significaron para el joven escritor, además de una grata revelación, una especie de renacimiento; tal vez una de las muchas causas que lo llevaron a expurgar de su obra ambos libros y con ellos El tamaño de mi esperanza, de 1926.

El artículo que sigue a “Las kenningar” se llama, derechamente, “La metáfora” y vuelve sobre el tema.5 El feliz hallazgo nos depararía además, con el curso de los años, un capítulo y medio de Breve introducción a la literatura inglesa (con María Esther Vázquez, 1965), Literaturas germánicas medievales (íd., 1966), Breve antología anglosajona (con María Kodama, 1978) y los poemas que se sucedieron a partir de “Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona”, de El hacedor (1960). Pudiera hablarse de “Ragnarôk”, prosa breve del mismo libro, pero esa página merece la piedad del olvido; mejor es recordar el famoso cuento “Ulrica” y los mal valorados “Undr” y “El disco”, que encuentran su necesario complemento en el magnífico “El espejo y la máscara” (todos de El libro de arena, 1975), celebración de la otra poesía del norte, la celta.

Jorge Luis Borges murió el 14 de junio de 1986, en Ginebra, y está enterrado en el cementerio de Plain Palais.

La lápida sobre su tumba repite en una cara un verso del capítulo 27 de la Volsunga Saga, que identificamos como la cita que precede a “Ulrica”: “Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos”. Del otro lado, se puede leer: “Las puertas del cielo se abrieron hacia él”.6

La lengua castellana, que él apellidó su destino, no publica la muerte de Borges; en cambio, cumplen ese cometido para los tiempos venideros las duras letras del Norte que —justo es reconocerlo— dieron sentido a su vida en la desgracia y a las que tanto amó.

***

Valgan las líneas precedentes como módico inventario de la pasión de Borges por el idioma anglosajón y, en general, por las antiguas literaturas germánicas. Queda en pie la inquietud que nos trajo hasta aquí, que es la de fijar el antecedente más remoto en su vida por esa pasión porque el lapso que transcurre entre sus 26 y sus 33 años nos parece tardío; un antecedente que, rescatado, encendió las cenizas de un recuerdo entrañable.

Borges fue un lector ávido desde siempre y parece que no recordaba un tiempo en el que no supiera leer y escribir.7 Por él, sabemos que los primeros libros que leyó fueron las ficciones de Herbert George Wells, sobre las cuales arriesgó la posibilidad de que fueran los últimos.8

Sin embargo hay un libro humilde, un libro que además es una novela, género al que Borges estigmatizaba como “artificial”;9 un libro, decimos, reservado a niños y jóvenes que pudo ser el más importante de su vida, a despecho de sus declaradas —¿declamadas?— preferencias.

Ese libro es el Ivanhoe, de Walter Scott, que recrea el alto medioevo inglés en el marco de la tensa convivencia entre la vieja aristocracia anglosajona y los conquistadores normandos.

Que la considerada primera novela histórica caló profundamente en su ánimo lo recuerda su biógrafa María Esther Vázquez: “...todavía niño y bajo el hechizo de Walter Scott, quiso averiguar si Fanny —su abuela— tenía sangre escocesa; ella, alarmada, le aseguró: ‘Gracias a Dios, no tengo una sola gota de sangre escocesa, irlandesa o galesa’ ”.10 Este recuerdo nos asegura tanto que Borges había leído Ivanhoe, como que tempranamente se le inculcó el orgullo por su ascendencia inglesa. Recordemos esto último.

Y vayamos ahora sin más preámbulos al encuentro de la primera kenningar que Borges leyó/oyó en su larga vida, por boca de Cedric, el Sajón:

    Glorioso día aquel en que cien escudos protegían las cabezas de los valientes; la sangre corría formando ríos y a pie firme se aguantaba la muerte mucho mejor que si de una bandera se tratase. Un bardo sajón calificó dicha batalla como una fiesta de espadas (...).

        (Ivanhoe, Cap. V; itálicas nuestras).

También debe a Scott el conocimiento de las primeras letras en inglés antiguo, o anglosajón:

    Habiendo tomado buenos tragos para “aligerar” la cena, no creyó necesario aparentar más escrúpulos de ceremonial sino, por el contrario, después de haber llenado de nuevo las copas, dijo al uso sajón:

    —¡Waes hael, Señor Caballero Holgazán! —y vació la suya de una sola vez.

    —¡Drinc hael, santo clérigo de Copmanhurst —contestó el guerrero haciéndole honor al vaciar a su vez la copa de un trago.

        (Ivanhoe, Cap. XVI; itálicas nuestras).

Y aquel ejemplo de laconismo narrado por Snorri Sturlusson, recogido en “El pudor de la historia” (Otras inquisiciones, 1952) y tantas veces celebrado:

    En esta sala Harold dio aquella magnánima respuesta al embajador de su rebelde hermano. Frecuentemente mi padre se emocionaba cuando lo relataba (...).

    —El enviado de Tosti —dijo— avanzó sin dejarse impresionar por las agitadas facciones de los que le rodeaban (...). “¿Qué condiciones, señor rey, debe esperar tu hermano Tosti en caso de deponer las armas y entregarse en tus manos?”, fueron sus palabras. Y el generoso Harold exclamó: “El amor de un hermano y el hermoso condado de Northumberland”. A estas palabras, el mensajero preguntó: “¿Y de aceptar Tosti estas condiciones, ¿qué tierras le serían asignadas al fiel aliado Hardrada, rey de Noruega?”. Harold, orgullosamente, contestó: “Siete pies de suelo inglés (...)”.

        (Ivanhoe, Cap. XXI, itálicas nuestras).

Finalmente, hasta el definitivo nombre de su amor:

    —¡Condenada mujer! —exclamó Cedric—. Mientras los amigos de tu padre, mientras cada verdadero corazón de sajón rezaba un réquiem por su alma y la de sus valientes hijos, sin olvidar en sus plegarias a la asesinada Ulrica, mientras todos lloraban y honraban a los muertos tú has vivido para ganarte nuestro odio y nuestra execración.

        (Ivanhoe, Cap. XXVII, itálicas nuestras).

Aunque perdido hasta hoy11 el primer texto del niño Borges, llamada “La visera fatal” y escrito en castellano antiguo a los siete años,12 tal vez pueda rastrearse hasta su primera lectura del Quijote13 y a la pródiga novela de Scott, la que incluye esta transparente alusión al libro infinito:

    Tan pronto se abrieron las barreras, el nuevo caballero hizo su entrada en el palenque (...). Su armadura era de acero con dibujos dorados, y sobre su escudo aparecía una joven encina desarraigada y, en español, la palabra “desheredado”.

        (Ivanhoe, Cap. VIII, itálicas nuestras).

Borges no se mostró agradecido con Scott. En su citado proemio al estudio de la literatura inglesa no se siente obligado más que a la parquedad peyorativa: “Sólo podemos mencionar los nombres de Shelley (1792-1822) y de Sir Walter Scott (1771-1832), que inaugura la novela histórica”.14 Pero gracias a él, y a muy temprana edad, Borges ha adquirido varios de los elementos personales de su compleja escritura: la admiración por el estoicismo, la fascinación ante la batalla, el culto del coraje sereno, las misteriosas runas boreales y, también, un nombre de mujer.

***

Dijimos al comienzo que la ceguera y el estudio del anglosajón marcaron para Borges un renacimiento. Creemos que fue así más allá del sentido figurado de la expresión. Libre, a su pesar, “del mundo de las apariencias”, se dio al juego muy seriamente jugado de ser otro. De haber sido un guerrero, de haber poseído a una mujer tan hermosa como esquiva, de haber vivido en un mundo —el medioevo en Inglaterra— tan real como la oscura sombra que lo rodeaba y de haber sido en ese mundo poeta otra vez. Pesaron en esa elección el orgullo de su ascendencia inglesa y el mandato de la estirpe militar de sus ancestros. Hoy, esos motivos se nos ocurren tan banales como todos los que resultan atribuibles a la labor ajena, pero él los eligió porque hicieron la parte medular de su educación sentimental. Como tal debemos respetarlos —todos padecemos ese orgullo defensivo ante los pergaminos de los demás— y agradecer la maravillosa literatura que nos legó y que edificó sobre esas bases.

Se ha dicho muchas veces que la patria es la infancia, y le sentencia debe de ser aplicable también a los genios. Borges recibió en esos años muchas cosas de Scott de las que luego abjuraría, como el gusto por las novelas. Tal vez la muerte le haya impedido incluir Ivanhoe en su inconclusa Biblioteca personal15 y así saldar una vieja deuda. O, simplemente, en la vorágine de letras que fue su vida haya asignado al libro juvenil el mero carácter de anunciador de la buena nueva. Scott sería para él nada más que el noticiero de la buena nueva, la voz del que clama en el desierto; pero a la que no dejó de atender.



PS: Al final de su vida, por razones tanto artísticas como personales, Borges se acercó al Japón y su cultura. Es extraño que no haya encontrado en las violentas oposiciones de los ideogramas japoneses un correlato con el sistema metafórico de las kenningar. Allí una boca más un perro se lee como “ladrar” y un ojo más agua equivale a “llorar”. Sobre esos supuestos, Serguei M. Eisenstein construyó un arte visual incomparable que, extrañamente, no impresionó a Borges como espectador.16

Notas

   1- Siete noches, Biblioteca Actual, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1987, págs. 149/150.
   2- Obras completas 1973-1972, Emecé Editores S.A., Buenos Aires, 1974, pág. 368.
    3-Ibídem, págs. 372 y 373.
    4-Un estudio distinto, titulado “La metáfora”, se publicó en Cosmópolis de Madrid, en el Nº 35 de noviembre de 1921.
   5- Ib., pág. 382.
    6-María Esther Vázquez, Borges: esplendor y derrota, Tusquets Editores, Barcelona, 1996, págs. 331/332.
    7-Ibídem, pág. 32.
    8-Biblioteca personal, volumen dedicado a H. G. Wells, Hyspamérica, Buenos Aires, 1985, pág. 9.
    9-Ibídem, pág. 5.
    10-Op. cit., pág. 27.
    11-Alejando Vaccaro, Georgie, 1899-1930, una biografía de Jorge Luis Borges, Ed. Proa-Antonio Casares, pág. 58.
    12-M.E.V., Op. cit., pág. 32.
    13-“...mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada que, encajada con el morrión, hacana una apriencia de celada entera” (Cap. I).
   14- Obras completas en colaboración, Emecé Editores SA, Buenos Aires, 1979, Pág. 833.
    15-Tampoco lo había hecho en “La biblioteca de Babel”. Franco María Ricci, Librería La Ciudad, La biblioteca de Babel, 1978-1979 y Editorial Siruela, Madrid, 1984-1986.
    16-Sur, Nº 5, verano de 1932.


Fuente : Letralia 273
5 de noviembre de 2012 - Venezuela
 



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