Gustavo Rubén Giorgi
Como si se
tratara de una declaración de principios, Borges hizo coincidir con la ceguera
su decisión de estudiar en forma sistemática el idioma inglés antiguo, o
anglosajón:
Me dije: ya que he perdido el querido mundo
de las apariencias, debo crear otra cosa: debo crear el futuro, lo que sucede
al mundo visible que, de hecho, he perdido. (...).
Pensé: he perdido el mundo visible, pero
ahora voy a recuperar otro, el mundo de mis lejanos mayores, aquellas tribus,
aquellos hombres que atravesaron a remo los tempestuosos mares del Norte y que,
desde Dinamarca, desde Alemania y desde los Países Bajos conquistaron a
Inglaterra; que se llama Inglaterra por ellos, ya que “Engaland”, tierra de los
anglos, antes se llamaba “tierra de los britanos”, que eran celtas.1
Pero,
aunque se tratara de una decisión crítica, destinada a impregnar con su
impronta el resto de su obra acompañándolo, literalmente, hasta la tumba, el
gran escritor nunca declaró cuándo se despertó en él una vocación tan cara a
sus sentimientos como a sus preferencias estéticas. Esto, hasta donde podemos
conocer: se ha escrito tanto sobre Borges y las entrevistas que se le hicieron
en la última etapa de su vida fueron tantas, que toda compulsa resultaría
provisional. No nos queda entonces más recurso que acudir a la memoria de sus
lecturas, a los registros más difundidos de su palabra y a nuestra flaca
intuición.
La primera
aparición en la obra de Borges de la literatura de lo que él llamaba “el Norte”
—los pueblos afincados a orillas del mar de ese nombre y del Báltico:
Escandinavia, los Países Bajos, Alemania, Inglaterra e Islandia en el
Atlántico— es de 1932. En Historia de la eternidad estudia con deleite
contagioso ciertas rudimentarias formas de la metáfora, sello distintivo de la
poesía islandesa, “Las kenningar”, que nombran el artículo en cuestión. Para un
“viejo” poeta ultraísta como él lo había sido, predicador de la reducción del
fenómeno poético a la metáfora, el descubrimiento de las kenningar y de
aquellos predecesores (que también se valían de la aliteración) debió ser
estimulante y conmovedor.
Una de las más frías aberraciones que las
historias literarias registran son las menciones enigmáticas o kenningar de la
poesía de Islandia. (...) ...fueron el primer deliberado goce verbal de una
literatura instintiva.2
Confiesa
haber hallado un placer “casi filatélico” en la compilación de estas extrañas
comparaciones:
casa de los pájaros y casa de los vientos
(el aire), flechas de mar (los arenques), cerdo del oleaje (la ballena),
asamblea de espadas (...), fiesta de vikings (la batalla), fuerza del arco y
pierna del omóplato (el brazo) (...), cisne sangriento y gallo de los muertos
(el buitre) (...), castillo del cuerpo (la cabeza) (...), marea de la copa (la
cerveza), yelmo del aire (el cielo) (...), dura bellota del pensamiento (el
corazón), gaviota del odio (el cuervo) (...), nubarrón del combate (el escudo),
hielo de la pelea (...) (la espada) (...), granizo de las cuerdas de los arcos
(las flechas) (...), lobo de los templos (el fuego), delicia de los cuervos (el
guerrero) (...), querido alimentador de los lobos (el hacha), árbol de lobos
(la horca) (...), dragón de los cadáveres (la lanza) (...).3
¿Cuándo se
produjo el encuentro de Borges con estos artificios? Verosímilmente debió ser
después de 1928, porque en Inquisiciones, de 1925, encontramos las notas
“Después de las imágenes” y “Examen de metáforas”, mientras que “Otra vez la
metáfora” aparece en El idioma de los argentinos, de aquel año;4 como en
ninguno de los dos se menciona a las kenningar, nos es lícito pensar que éstas
significaron para el joven escritor, además de una grata revelación, una
especie de renacimiento; tal vez una de las muchas causas que lo llevaron a
expurgar de su obra ambos libros y con ellos El tamaño de mi esperanza, de
1926.
El artículo
que sigue a “Las kenningar” se llama, derechamente, “La metáfora” y vuelve
sobre el tema.5 El feliz hallazgo nos depararía además, con el curso de los
años, un capítulo y medio de Breve introducción a la literatura inglesa (con
María Esther Vázquez, 1965), Literaturas germánicas medievales (íd., 1966),
Breve antología anglosajona (con María Kodama, 1978) y los poemas que se
sucedieron a partir de “Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona”, de
El hacedor (1960). Pudiera hablarse de “Ragnarôk”, prosa breve del mismo libro,
pero esa página merece la piedad del olvido; mejor es recordar el famoso cuento
“Ulrica” y los mal valorados “Undr” y “El disco”, que encuentran su necesario
complemento en el magnífico “El espejo y la máscara” (todos de El libro de
arena, 1975), celebración de la otra poesía del norte, la celta.
Jorge Luis
Borges murió el 14 de junio de 1986, en Ginebra, y está enterrado en el
cementerio de Plain Palais.
La lápida
sobre su tumba repite en una cara un verso del capítulo 27 de la Volsunga Saga, que
identificamos como la cita que precede a “Ulrica”: “Él tomó su espada, Gram, y
colocó el metal desnudo entre los dos”. Del otro lado, se puede leer: “Las
puertas del cielo se abrieron hacia él”.6
La lengua
castellana, que él apellidó su destino, no publica la muerte de Borges; en
cambio, cumplen ese cometido para los tiempos venideros las duras letras del
Norte que —justo es reconocerlo— dieron sentido a su vida en la desgracia y a
las que tanto amó.
***
Valgan las
líneas precedentes como módico inventario de la pasión de Borges por el idioma
anglosajón y, en general, por las antiguas literaturas germánicas. Queda en pie
la inquietud que nos trajo hasta aquí, que es la de fijar el antecedente más
remoto en su vida por esa pasión porque el lapso que transcurre entre sus 26 y
sus 33 años nos parece tardío; un antecedente que, rescatado, encendió las
cenizas de un recuerdo entrañable.
Borges fue
un lector ávido desde siempre y parece que no recordaba un tiempo en el que no
supiera leer y escribir.7 Por él, sabemos que los primeros libros que leyó
fueron las ficciones de Herbert George Wells, sobre las cuales arriesgó la
posibilidad de que fueran los últimos.8
Sin embargo
hay un libro humilde, un libro que además es una novela, género al que Borges
estigmatizaba como “artificial”;9 un libro, decimos, reservado a niños y
jóvenes que pudo ser el más importante de su vida, a despecho de sus declaradas
—¿declamadas?— preferencias.
Ese libro
es el Ivanhoe, de Walter Scott, que recrea el alto medioevo inglés en el marco
de la tensa convivencia entre la vieja aristocracia anglosajona y los
conquistadores normandos.
Que la
considerada primera novela histórica caló profundamente en su ánimo lo recuerda
su biógrafa María Esther Vázquez: “...todavía niño y bajo el hechizo de Walter
Scott, quiso averiguar si Fanny —su abuela— tenía sangre escocesa; ella,
alarmada, le aseguró: ‘Gracias a Dios, no tengo una sola gota de sangre
escocesa, irlandesa o galesa’ ”.10 Este recuerdo nos asegura tanto que Borges
había leído Ivanhoe, como que tempranamente se le inculcó el orgullo por su
ascendencia inglesa. Recordemos esto último.
Y vayamos
ahora sin más preámbulos al encuentro de la primera kenningar que Borges
leyó/oyó en su larga vida, por boca de Cedric, el Sajón:
Glorioso día aquel en que cien escudos
protegían las cabezas de los valientes; la sangre corría formando ríos y a pie
firme se aguantaba la muerte mucho mejor que si de una bandera se tratase. Un
bardo sajón calificó dicha batalla como una fiesta de espadas (...).
(Ivanhoe, Cap. V; itálicas nuestras).
También
debe a Scott el conocimiento de las primeras letras en inglés antiguo, o
anglosajón:
Habiendo tomado buenos tragos para
“aligerar” la cena, no creyó necesario aparentar más escrúpulos de ceremonial
sino, por el contrario, después de haber llenado de nuevo las copas, dijo al
uso sajón:
—¡Waes hael, Señor Caballero Holgazán! —y
vació la suya de una sola vez.
—¡Drinc hael, santo clérigo de Copmanhurst
—contestó el guerrero haciéndole honor al vaciar a su vez la copa de un trago.
(Ivanhoe, Cap. XVI; itálicas nuestras).
Y aquel
ejemplo de laconismo narrado por Snorri Sturlusson, recogido en “El pudor de la
historia” (Otras inquisiciones, 1952) y tantas veces celebrado:
En esta sala Harold dio aquella magnánima
respuesta al embajador de su rebelde hermano. Frecuentemente mi padre se
emocionaba cuando lo relataba (...).
—El enviado de Tosti —dijo— avanzó sin
dejarse impresionar por las agitadas facciones de los que le rodeaban (...).
“¿Qué condiciones, señor rey, debe esperar tu hermano Tosti en caso de deponer
las armas y entregarse en tus manos?”, fueron sus palabras. Y el generoso
Harold exclamó: “El amor de un hermano y el hermoso condado de Northumberland”.
A estas palabras, el mensajero preguntó: “¿Y de aceptar Tosti estas
condiciones, ¿qué tierras le serían asignadas al fiel aliado Hardrada, rey de
Noruega?”. Harold, orgullosamente, contestó: “Siete pies de suelo inglés
(...)”.
(Ivanhoe, Cap. XXI, itálicas nuestras).
Finalmente,
hasta el definitivo nombre de su amor:
—¡Condenada mujer! —exclamó Cedric—.
Mientras los amigos de tu padre, mientras cada verdadero corazón de sajón
rezaba un réquiem por su alma y la de sus valientes hijos, sin olvidar en sus
plegarias a la asesinada Ulrica, mientras todos lloraban y honraban a los
muertos tú has vivido para ganarte nuestro odio y nuestra execración.
(Ivanhoe, Cap. XXVII, itálicas nuestras).
Aunque
perdido hasta hoy11 el primer texto del niño Borges, llamada “La visera fatal”
y escrito en castellano antiguo a los siete años,12 tal vez pueda rastrearse
hasta su primera lectura del Quijote13 y a la pródiga novela de Scott, la que
incluye esta transparente alusión al libro infinito:
Tan pronto se abrieron las barreras, el
nuevo caballero hizo su entrada en el palenque (...). Su armadura era de acero
con dibujos dorados, y sobre su escudo aparecía una joven encina desarraigada
y, en español, la palabra “desheredado”.
(Ivanhoe, Cap. VIII, itálicas
nuestras).
Borges no
se mostró agradecido con Scott. En su citado proemio al estudio de la
literatura inglesa no se siente obligado más que a la parquedad peyorativa:
“Sólo podemos mencionar los nombres de Shelley (1792-1822) y de Sir Walter
Scott (1771-1832), que inaugura la novela histórica”.14 Pero gracias a él, y a
muy temprana edad, Borges ha adquirido varios de los elementos personales de su
compleja escritura: la admiración por el estoicismo, la fascinación ante la
batalla, el culto del coraje sereno, las misteriosas runas boreales y, también,
un nombre de mujer.
***
Dijimos al
comienzo que la ceguera y el estudio del anglosajón marcaron para Borges un
renacimiento. Creemos que fue así más allá del sentido figurado de la
expresión. Libre, a su pesar, “del mundo de las apariencias”, se dio al juego
muy seriamente jugado de ser otro. De haber sido un guerrero, de haber poseído
a una mujer tan hermosa como esquiva, de haber vivido en un mundo —el medioevo
en Inglaterra— tan real como la oscura sombra que lo rodeaba y de haber sido en
ese mundo poeta otra vez. Pesaron en esa elección el orgullo de su ascendencia
inglesa y el mandato de la estirpe militar de sus ancestros. Hoy, esos motivos
se nos ocurren tan banales como todos los que resultan atribuibles a la labor
ajena, pero él los eligió porque hicieron la parte medular de su educación
sentimental. Como tal debemos respetarlos —todos padecemos ese orgullo
defensivo ante los pergaminos de los demás— y agradecer la maravillosa
literatura que nos legó y que edificó sobre esas bases.
Se ha dicho
muchas veces que la patria es la infancia, y le sentencia debe de ser aplicable
también a los genios. Borges recibió en esos años muchas cosas de Scott de las
que luego abjuraría, como el gusto por las novelas. Tal vez la muerte le haya
impedido incluir Ivanhoe en su inconclusa Biblioteca personal15 y así saldar
una vieja deuda. O, simplemente, en la vorágine de letras que fue su vida haya
asignado al libro juvenil el mero carácter de anunciador de la buena nueva.
Scott sería para él nada más que el noticiero de la buena nueva, la voz del que
clama en el desierto; pero a la que no dejó de atender.
PS: Al
final de su vida, por razones tanto artísticas como personales, Borges se
acercó al Japón y su cultura. Es extraño que no haya encontrado en las
violentas oposiciones de los ideogramas japoneses un correlato con el sistema
metafórico de las kenningar. Allí una boca más un perro se lee como “ladrar” y
un ojo más agua equivale a “llorar”. Sobre esos supuestos, Serguei M.
Eisenstein construyó un arte visual incomparable que, extrañamente, no
impresionó a Borges como espectador.16
Notas
1- Siete noches, Biblioteca Actual, Fondo de
Cultura Económica, Buenos Aires, 1987, págs. 149/150.
2- Obras completas 1973-1972, Emecé Editores
S.A., Buenos Aires, 1974, pág. 368.
3-Ibídem, págs. 372 y 373.
4-Un estudio distinto, titulado “La
metáfora”, se publicó en Cosmópolis de Madrid, en el Nº 35 de noviembre de
1921.
5- Ib., pág. 382.
6-María Esther Vázquez, Borges: esplendor y
derrota, Tusquets Editores, Barcelona, 1996, págs. 331/332.
7-Ibídem, pág. 32.
8-Biblioteca personal, volumen dedicado a H.
G. Wells, Hyspamérica, Buenos Aires, 1985, pág. 9.
9-Ibídem, pág. 5.
10-Op. cit., pág. 27.
11-Alejando Vaccaro, Georgie, 1899-1930, una
biografía de Jorge Luis Borges, Ed. Proa-Antonio Casares, pág. 58.
12-M.E.V., Op. cit., pág. 32.
13-“...mas a esto suplió su industria, porque
de cartones hizo un modo de media celada que, encajada con el morrión, hacana
una apriencia de celada entera” (Cap. I).
14- Obras completas en colaboración, Emecé
Editores SA, Buenos Aires, 1979, Pág. 833.
15-Tampoco lo había hecho en “La biblioteca de
Babel”. Franco María Ricci, Librería La Ciudad, La biblioteca de Babel, 1978-1979 y
Editorial Siruela, Madrid, 1984-1986.
16-Sur, Nº 5, verano de 1932.
Fuente :
Letralia 273
5 de
noviembre de 2012 - Venezuela
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