Muchas veces hemos pensado en la inutilidad
de -del lado del psicoanálisis- hacer la crítica de un solo texto de un autor.
Lo interesante, e incluso lo único legitimable desde una posición
interpretativa responsable, es contemplar el despliegue de una cierta
textualidad e ir localizando los regímenes de redundancia que la definen como
específica. Estudios más detenidos que el nuestro, que intentará aportar alguna
curiosidad a las muchas páginas ya vertidas en torno a Las ruinas circulares 1
, de Jorge Luis Borges, han hecho hincapié en las que son las redes temáticas
más obvias de la imaginación del argentino, y han intentado colocarlas en su
dinámica inconsciente. Algunos, los más, se han revelado triviales: basta con
someter un conjunto de textos al lecho de Procusto de una cierta norma
hermenéutica para que adquiera de forma inmediata la presencia de un cadáver.
El psicoanálisis, que ha insistido tanto en la posición estructural del
complejo de Edipo en la formación de la personalidad, ha insistido también en
la riquísima labilidad de los motivos que habrán de acompañar, en cada
historia, su particular enclave simbólico y narrativo.
Al frecuentar la
obra de Borges con espíritu analítico, atención flotante, permeabilidad de la
comprensión al cuadro de personajes, peripecias y símbolos que soportan su
mito, es fácil darse cuenta de que dos grandes sagas a menudo entrecruzadas, la
del narrador soñador, descifrador o bibliófilo y la del vengador (por lo
regular vengador de sí mismo), la recorren de un lado a otro como una corriente
nutricia. Y una y otra vienen a superponerse en un mito personal para el que la
literatura, tenazmente concebida como desciframiento, es a menudo una forma
refinada de venganza.
"Yo crei,
durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de
calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo cierto es que me crié en un jardín,
detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros
ingleses." 2
Pero, abroquelado
en ese omphalos donde la realidad se desvanece y prolifera en cambio la
literatura 3, ¿de qué se protege Borges? Ni más ni menos que de la angustia de
no existir, de ser una imagen pulverizada del imaginario paterno: el padre
informa a Borges con la delicada arcilla de un pasado heroico (su abuelo
paterno, coronel…) y una pasión frustrada: la literatura; y Borges acata
puntualmente su novela familiar -"yo vivo, yo me dejo vivir, para que
Borges pueda tramar su literatura"- hasta el punto de no reconocerse como
cuerpo:
"Spinoza entendió que todas las cosas
quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el
tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy)
(…). Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del
otro." 4
Es interesante
recordar, a este propósito, la propuesta lacaniana acerca del "estadío del
espejo", como "formador de la función del yo tal como se nos revela
en la experiencia psicoanalítica" 5 . La autocontemplación del lactante en
el espejo a partir de los seis meses propicia su identificación con una gestalt
propia, gestalt que, como Lacan arguye, "sitúa la instancia del yo, aun
antes de su determinación social, en una línea de ficción, irreductible para
siempre por el individuo solo; o más bien, que sólo asintóticamente tocará el
devenir del sujeto, cualquiera que sea el éxito de las síntesis dialécticas por
medio de las cuales tiene que resolver en cuanto yo [je] su discordancia con
respecto a su propia realidad". La visión de una gestalt integradora en
una época de dependencia radical y de insuficiencia motora tiene la función de
"establecer una relación del organismo con su realidad, o, como se ha
dicho, del Innenwelt con el Umwelt", si bien, "esta relación con la
naturaleza está alterada en el hombre por cierta dehiscencia del organismo en
su seno, por una discordia primordial que traicionan los signos de malestar y
la incoordinación motriz de los meses neonatales". De este modo, "el
estadío del espejo es un drama cuyo empuje interno se precipita de la
insuficiencia a la antipación. (…). Así, la ruptura del círculo del Innenwelt
al Umwelt engendra la cuadratura inagotable de las reaseveraciones del
yo", desde la pesadilla del cuerpo fragmentado, esquizoide, hasta su
fortificación en la simbólica del obsesivo. Su estrategia, que no es otra que
la de Borges, es la de poner diques a la desintegración para lograr erigir,
desde la posición simbólica que lo narra, y desde su particular construcción
imaginaria de la red de motivos que la informan, su particular laberinto. Con
ello nos hemos situado sin esfuerzo en el nódulo caliente del inconsciente
borgiano: la fortificación de una identidad y su concreción en continentes
externamente delimitados -el laberinto mismo, la biblioteca, la muralla, la
cárcel, el libro o el reloj de arena, el zahir, el aleph…- que observan, en su
interior, una cuidadosa y desasosegante entropía. Con el pretexto de dotar de
un orden ese desorden monstruoso Borges ha escrito las páginas más emblemáticas
de su obra, y no en vano el aleph le ha servido de salvoconducto por ser, de
entre todos, el más quintaesencial de sus simbolismos.
Se trata, pues, de
la circunscripción retórica de la entropía interna 6 ; y en el caso de Borges,
de una circunscripción retórica ( y sus continentes plásticos) marcada por el
signo de la fatalidad, porque la demarcación del territorio -la objetivación
plástica de una cierta gestalt- no impide que, en su interior, un caos
incesante, profuso, aniquilador, amenace con disolver su identidad misma. Tal
vez sea en la breve semblanza de Shakespeare en que consiste Everything and
nothing donde Borges haya descrito mejor la desrealización del self y su
continua búsqueda de afirmación en enclaves y seres ficcionales.
"Nadie hubo
en él; detrás de su rostro (que aún a través de las malas pinturas de la época
no se parece a ningún otro) y de sus palabras que eran copiosas, fantásticas y
agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien. (…)
A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente, ya se había adiestrado
en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su
condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba
predestinado, la de actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un
concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Las tareas
histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció;
pero aclamado el último verso y retirado de la escena el último muerto, el
odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Férrez o Tamerlán
y volvía a ser nadie. (…) La identidad fundamental de existir, soñar y
representar le inspiró pasajes famosos.
Veinte años
persistió en esa alucinación dirigida (…). La historia agrega que, antes o
después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he
sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un
torbellino: Yo tampoco soy¸ soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi
Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos y
nadie."
En ese mismo
contexto de pavorosa desrealización, Borges "desliza" un adjetivo
-"veinte años persistió en esa alucinación dirigida"- que anticipa el
efecto final : "Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra,
mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú…", y dispone así
tanto el cuadro de personajes como la peripecia que articulan el cuento Las
ruinas circulares: un soñador, padre o dios (la transparencia de la ecuación es
indudable) y un hijo soñado que impondrá al mundo la exactitud de sus fantasías
para apuntalar los rasgos de una identidad inconsistente, o como hubiera dicho
el propio Borges, para "amonedar el aire" 7 . La anticipación del
adjetivo en el contexto de una gradación cronológica de las informaciones,
borgianamente cuidadosa y exacta, "veinte años persistió en esa
alucinación dirigida", estimula la escucha y la pone sobre la pista de una
emoción intensa e intensamente borgiana: la revancha. Si la alucinación -la
obra- ha estado dirigida, orquestada por un soñador meticuloso e implacable, ni
siquiera la obra ha de sentirse como propia, y así, como sucede en Pierre
Menard, autor del Quijote, y en tantos otros lugares del corpus borgiano, la
imaginación -que se creía individuante- se descubre como el lugar aborrecible
donde otro sueña, lo que permite la puesta en fuga del procedimiento, desde la
perspectiva del soñador soñado, y alcanza a desvanecer a quien dirige y a
consumar así la también prevista revancha. Estaríamos, ya, en el contexto de un
terror metafísico.
El narcisismo
paterno usurpa de tal modo, subrogándola a su omnipotencia, la identidad
inconsciente borgiana, que, al constituirse en todo, al alephizarse, relega a
la madre a un papel de mera excrecencia, sacrificando así su significación
sexual y su lugar en la triangulación. De todos es sabido el horror de Borges
por el espejo y por la cópula, abominable el uno por objetivar el vaciamiento
del yo, su condición de simulacro, y la otra por ofender el totalitarismo
paterno otorgándole a la mujer su lugar en la trama: "el espejo y la
cópula son abominables" 8 .
El espejo es pues
un artefacto aborrecible porque objetiva la gestalt del sujeto como una carcasa
enajenada donde proliferan las voces del imaginario paterno, circunstancia que
explica también la querencia borgiana por un tiempo circular, tiempo de la
reiteración o de la simetría, y aún por la aniquilación del individuo en el
seno de una "simplificación enigmática" que lo confunde con la especie
y, de forma particular, con su enemigo 9 .
"Un
teólogo consagra toda su vida a confutar a un heresiarca; lo vence en
intrincadas polémicas, lo denuncia, lo hace quemar; en el cielo descubre que
para Dios el heresiarca y él son una misma persona." 10
En Las ruinas
circulares toda esta galaxia de motivos se encuentran fundidos de modo tal que,
en el seno de una literatura fuertemente cohesiva, y paradigmática, podrían
tomarse como antonomasia del paradigma.
"Nadie lo
vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en
el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno
venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas
arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está
contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el
hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente sin
sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y
ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o un caballo de
piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese
redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos (…)"
Se trata de la
apokastasis pitagórica, del "mundo de Heráclito; que es engendrado por el
fuego y que cíclicamente devora el fuego" 11 , de la cosmogonía de los
estoicos, para la que "el universo es consumido cíclicamente por el fuego
que lo engendró, y resurge de la aniquilación para repetir una idéntica
historia." 12 . Su naturaleza arquetípica (tras la que subyace el empeño
de Borges por elevar a plano metafísico sus querellas filiales) se expresa bien
a través de adjetivos fuertemente uniformadores: la noche es unánime, las
aldeas infinitas, el hombre, gris. Su corporalidad, como hemos visto a
propósito de la corporalidad inconsciente del propio Borges, ha sido
sacrificada en aras de un mentalismo genesíaco, y tanto es así que, embebido en
su mágico proyecto, no siente las cortaderas que le dañan la carne, y "si
alguien le hubiera preguntado por su nombre o cualquier rasgo de su vida
anterior, no hubiera acertado a responder." Curiosamente, y por ahí
habremos de avanzar en busca de la oclusión preedípica de la figura materna,
sus "partículas seminales" no serán tales, sino, como Borges detalla
también en La doctrina de los ciclos, "minuciosas noches de
insomnio".
"Quería
soñar un hombre: quería soñarlo con intensidad minuciosa e imponerlo a la
realidad."
Concebido, pues,
como despliegue seminal de lo imaginario, el hombre gris, precozmente diseñado
como incorpóreo en una gradación sutilísima de la isotopía existencia/sueño que
va tejiendo su curso hasta el desenlace, aborda el proyecto de concebir un
hombre e "imponerlo a la realidad". Su empresa, puesto que "no era
imposible, aunque sí sobrenatural", es la empresa de un dios menor,
alguien a quien los lugareños rinden tributo ofreciéndole arroz y frutas; pero
su ritual ha perdido la intensidad aórgica del sacrificio y se limita a
reproducir, dentro del templo circular, un nuevo "anfiteatro circular que
era de algún modo el templo incendiado"; "de algún modo", c omo
de algún modo imita el sueño a la realidad. Se trata de convocar, en el seno de
una ontología atenuada, el gesto inaugural de la creación.
Pero, detengámonos
un momento en el simbolismo del centro y la montaña, de ese axis mundi de
difícil acceso que corona un altar. En El mito del eterno retorno 13 , Mircea
Eliade presenta numerosos testimonios que atestiguan la investidura del centro,
y en particular de la montaña sagrada, como "puerta de los dioses",
lugar fronterizo entre el cielo y la tierra donde tiene lugar la creación:
"La cima
de la montaña cósmica no sólo es el punto más alto de la tierra; es también el
punto donde la creación comenzó. Ocurre que incluso las tradiciones
cosmológicas expresan el simbolismo del centro en términos tales que se dirían
extraídos de la embriología. (…). La creación del hombre, réplica de la
cosmogonía, ocurre igualmente en un punto central, en el centro del mundo. (…).
El paraíso en que Adán fue creado a partir del limo se halla, naturalmente, en
el centro del cosmos. (…). El camino es arduo, está sembrado de peligros,
porque, de hecho, es un rito de paso de lo profano a lo sagrado; de lo efímero
y lo ilusorio a la realidad y la eternidad." 14
Dormido en su
ruina concéntrica, también soñada, el forastero ha cambiado la cualidad seminal
del fuego por la docencia en un "vasto colegio ilusorio".
"nubes de
alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a
muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo
precisas."
Se trata, pues, de
una reiteración ritual, y fuertemente ritualizada, del gesto cosmológico de la
creación. Con la diferencia de que un solo alumno será traido al ser por el
gesto demiúrgico del soñador. La elección recae en un muchacho "taciturno,
cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su
soñador". Se trata de un hijo no engendrado, de un hijo que habrá de venir
al mundo en virtud del esfuerzo único de un varón. La complacencia borgiana en
este tipo de engendramiento autosuficiente del varón (y puesto que la cópula,
al cuestionar su omnipotencia, se ha vuelto abominable), queda clara a la luz
de otros textos; de forma particular los referidos al ave Fénix, que vuelve
cada quinientos años a la Ciudad del Sol para incinerar los restos de su padre
y volver a renacer de sus cenizas. La coherencia de los símbolos aducidos para
la construcción de la trama, como es norma en Borges, es enorme. Su expansión a
través del intertexto borgiano, y de la gama de intertextos que incorpora,
resulta fundamental para estabilizar, por redundancia, la significación
inconsciente.
El Fénix (de ,
Rojo) es un antiguo símbolo solar y cíclico, que no se encuentra sino es en
conexión con el simbolismo del centro 15 . Borges ha escrito acerca de él en su
Bestiario y en la enigmática narración La secta del Fénix 16 , donde los
sectarios comparten un secreto abominable que no es otro que la cópula:
"He
merecido en tres continentes al amistad de muchos devotos del Fénix; me consta
que el secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que es
aún más extraño) increible. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran
rebajado a tales manejos."
El rendimiento
inconsciente que la fantasía de un engendramiento no sexual, y, de forma
particular, no intersexual, tiene para Borges es grande: se trata, ni más ni
menos, que del refrendamiento imaginario a una concepción esencialmente
ficcional de la existencia. Correlativamente -dialéctica que recorre toda su
obra, solapada, como hemos sugerido, bajo la doble saga del narrador y el
vengador- de afirmar una vitalidad física, una identidad carnal que sirve de
contrapeso al desvanecimiento. El mecanismo es simple, aunque no lo sean sus
numerosas recomposiciones: si soy el lugar donde el lenguaje paterno sueña, si,
obliterado todo derecho a ofender su autosuficiencia, se me insta a pensar que
no he sido engendrado en colaboración (algo que me resulta increible) ni a
existir como cuerpo, mi revancha tenderá a consistir en una consagración
imaginaria del cuerpo y gustará de aquellos registros metafóricos que lo
ensalzan: el gusto por la sangre, la borgiana fulguración del rojo y las
navajas en contextos de intrigas veladamente filioparentales adquieren así su
sentido. La literatura, de ahí su extraordinario rendimiento terapéutico, su
solución de compromiso a un narcisismo humillado, funcionaría así como el
fulcro de la palanca. En ella se consolida a la vez el homenaje al padre y la
venganza contra el mismo.
La dramatización
de este conflicto en Las ruinas circulares es particularmente intensa. El
primer intento de configuración del soñado que el mago acomete está basado en la
docencia y es de naturaleza dialéctica. El muchacho elegido
"al cabo
de pocas lecciones pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe
sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso,
miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió
que no había soñado. (…) Quiso congregar al colegio y apenas hubo articulado
unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi
perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos."
¿En qué ha
consistido el error de procedimiento? Precisamente en la negación de los
aspectos somáticos del soñado. El nuevo intento, precedido por ritos de
purificación, por una invocación a los dioses planetarios, por la pronunciación
de "las sílabas lícitas de un nombre poderoso", es decir por una
propedéutica acusadamente vivificante y telúrica, arroja inmediatamente el
resultado de un corazón que late. A su alrededor prospera un cuerpo cuyas
distintas geografías se detallan según una concepción orgánica de la creación
que ve en el microcosmos humano la proyección del macrocosmos.
"Lo soñó
activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la
penumbra de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó,
durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No
lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con
la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La
noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón,
desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante
una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió
la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto,
a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea mas difícil. Soñó un
hombre íntegro, un mancebo, pero este no se incorporaba ni hablaba ni podía
abrir los ojos."
El diseño de la
sede física en la que se asentará el espíritu del soñado es, pues, conditio
sine qua non para que el soñado exista. Pero será precisa una nueva invocación
a los dioses para insuflar vida a un Adán17 inerte. La peripecia narrativa
reproduce, pues, con exactitud, la peripecia personal del imaginario borgiano:
el soñador no necesita ayuda cuando se produce como docente, pero se manifiesta
insuficiente para configurar y dar vida a un cuerpo. Sueña, entonces, que la
efigie incierta de potro o tigre que preside la ruina, imagen totémica de un
culto auroral, viene en su ayuda. Se trata del Fuego, que
"mágicamente animaría al fantasma soñado de suerte que todas las
criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne
y hueso."
De esa forma, un
corporalismo acendradamente telúrico acaba de extremarse en su vivificación por
el Fuego, principio masculino por antonomasia 18 . Y sin embargo, este es
curioso mentís que el inconsciente borgiano propicia a sus propios intentos de
reparación, la vida del mancebo no será una vida verdadera, será una mera
ficción, una imitación de la vida, un simulacro. Se trata de la condición de
nadie, del odiado sabor de la irrealidad que embargaba a Borges en Shakespeare,
su trasunto. Una mise en abîme centrípeta precede a aquella otra, centrífuga,
que pondrá fin al relato. El soñado, una vez despierto, descenderá río abajo y
glorificará al Fuego en otras ruinas circulares, igualmente desiertas. El
lector debe percatarse del progresivo acúmulo de paradojas: se precisa del
Fuego para vivificar un sueño, pero el Fuego que vivifica el sueño es,
asímismo, un Fuego soñado. Luego todo está en la mente de un soñador que ha
errado el primer golpe, al concebir un hombre como un discípulo desencarnado, y
que, golpe de efecto con el que Las ruinas circulares se desenlaza, errará
también el segundo al dotarlo de una carne fantasmal, ilusoria. Una intensa
emoción, que creemos subsidiaria del acento emocional que se pone sobre la
relación entre soñador y soñado, ahora padre e hijo, y sobre el signo
radicalmente mental de su existencia y la calidad de su vínculo, traspasa los
párrafos finales. El deslizamiento del registro semántico desde la docencia a
la paternidad -paternidad que es puro psiquismo, y para la que el cuerpo es
nostalgia y simulacro- es patente.
"En
general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi
hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no
voy. (…) Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y
tal vez impa ciente."
La simbiosis entre ambos es tal que, una vez
ido el hijo el padre parece desvanecerse y nutrir al hijo con esas
disminuciones del alma. Conforme al mandato del Fuego, lo sueña propagando su
propio hacer, verificando idénticos ritos en la pesadilla concéntrica de otras
ruinas circulares.
"Al cabo
de un tiempo (…) lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus
caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de
hollar el fuego y de no quemarse. (…) Temió que su hijo meditara en ese
privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro.
No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación
incomparable, qué vértigo!"
Cuando el fuego
real venga a devorar la ruina el soñador descubrirá "con alivio, con
humillación, con terror", que tampoco él es más que "una apariencia,
que otro estaba soñándolo". Como sucede con el Shakespeare de Everything
and nothing, con el propio Borges, "si es que alguien soy", el soñado
parece redimirse de su inexistencia, de su ser narrado, gracias a la expansión
vengativa y concéntrica del mecanismo, según la cual, como en la caverna
platónica, también el soñador es soñado.
Dos cosas, para
acabar, llaman la atención en el concepto borgiano de sueño. Una de ellas, su
voluntariedad, lo que vale por otra paradoja, esta vez insalvable, ya que,
¿cómo podría inducirse con precisión aquello que, por naturaleza, se escapa a
nuestro gobierno, precisamente el sueño? Debe tratarse, pues, de un sueño
metafórico, de una suerte de desrealización general o enervación ontológica
según la cual todo -en la literatura borgiana- es reductible a una pantalla de
humo, representación mental y, por lo tanto, y en tanto toda representación
acusa su paternidad o genealogía, catálogo de tropos inmemoriales. Se ha dicho
hasta la extenuación que Borges es un narrador frío, que su narrativa está
urdida sobre las ecuaciones mentales, extremadamente sutiles, de un especulador
obsesivo. Es hora de reconocer en ella (y por lo tanto en él) la pulsación
solapada de una vida vivida como nostalgia, como desalojo de una corporalidad
negada a cuyas expensas se desarrolla la imaginación; sueño, finalmente, ya que
sueño, y no realidad, son tanto la imaginación como el recipiente que la
soporta, la palabra.
Las ruinas
circulares ha querido verificar ese salto ontológico del sueño a la realidad.
El que sea el fuego y no el dios Fuego soñado el que irrumpa y desvele para el
soñador su condición de nadie es un tributo emocionado a la dimensión
inorgánica del ser, a su inserción en una naturaleza, ella sí, auténticamente
seminal, en la que el fuego quema y purifica y forma parte de ciclos de
extinción y regeneración continuamente renovados. Por eso en el párrafo final,
antes de que las llamas traspasen el sueño sin dañarlo, Borges consagra y rinde
homenaje contenido pero caluroso a la naturaleza, el único ser en sentido
pleno, ser donde la realidad prolifera en forma de tigre o potro, de toro, rosa
o tempestad. La conciencia, un avatar de la humanidad, no es para ella más que
un sueño inconsistente que precede al gesto cosmogónico de la verdadera
creación.
"El
término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos.
Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como
un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía
de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches;
después la fuga pánica de las bestias."
Es justo detectar
en Borges esa nostalgia del ser que conmovió a Hölderlin, que informa la
voluntad cósmica de Schopenhauer y vibra, con un fervor dionisíaco, en la
filosofía de Nietzsche. Creemos que es en ese punto, el de la nostalgia y
claudicación del ser, donde Borges ha herido con mayor acierto y más vivamente
el espíritu de sus contemporáneos. Ya Hegel había insistido en que esa
nostalgia es una nostalgia trágica, siendo la tragedia el lugar de la escisión
entre el ímpetu fusional de la naturaleza y la conciencia reflexiva y
autorreflexiva. Esa naturaleza, vivificante, inconcebible, pánica, es cifra y
compendio de Dios19 , que no en vano se presenta bajo el ropaje de un tigre. En
La escritura del dios un hombre imagina una divinidad que hubiera confiado una
explicación, cosmodicea o hierofanía, una revelación del misterio del universo,
a la piel viva de los jaguares. Lo que descubre, detrás del laberinto
desentrañado de manchas, es una fórmula de catorce palabras, cuarenta sílabas
en las que se resume la escritura del tigre que es dios y es el universo.
"No sé", dice Borges, "si estas palabras difieren".
Tras la nostalgia
pánica de Borges, entretejidas ambas por un anudamiento o circularidad, cuya
exactitud, bien pensada, sobrecoge, subyace la maquinaria del lenguaje que la
ha erigido y perpetuado, y sin la cual la concepción misma del universo y de dios
serían inabordables. Esta reductio ad unum nos parece radicalmente moderna.
Viene a alumbrar los axiomas del constructivismo y de la retórica al considerar
la realidad, nuestra realidad, tal como la concebimos, como un largo avatar de
la imaginación humana.
Notas
1 El jardín de
senderos que se bifurcan , 1941, en Borges, J. L., Obras completas, Madrid,
Ultramar, 1977, edición por la que citaré en adelante.
2 Prólogo a
Evaristo Carriego. Las comillas son nuestras.
3 Lo que no
invalida nuestra consideración de la realidad como literatura, i. e., como
posición retórica de un sujeto en un contexto retórico determinado, sino que,
al contrario, y como veremos, convierte a Borges en su antonomasia.
4 "Borges y
yo", en El hacedor..
5 De acuerdo con
la bipartición lacaniana, según la cual je designa al yo como posición
simbólica y moi se refiere a él en cuanto construcción imaginaria.
6 Exactamente eso,
circunscripción retórica de la entropía interna, de ahí su rendimiento terapéutico,
es la literatura.
7 Las ruinas
circulares.
8 Tlön, Uqbar,
Orbis, Tertius, en El jardín de senderos que se bifurcan.
9 No es extraña la
pasión borgiana por la filosofía de Schopenhauer: al ser la voluntad una en su
esencia, la víctima acaba por comprender que el verdugo y él son uno.
10 "El tiempo
circular", en Historia de la eternidad.
11 Ibid.
12 "La
doctrina de los ciclos", en Historia de la eternidad..
13
Planeta-Agostini, 1985.
14 Op. cit., p.
22.
15 Véase Ponsoye,
P. (1984), El islam y el Grial, Barcelona, Ediciones de la Tradición Unánime.
16 Artificios.
17 En el artículo
"La creación y P. H. Gosse" (Otras inquisiciones) insiste Borges en
el mito de la autogénesis masculina: también Adán, dice, según los teólogos
"fue creado por el Padre y el Hijo. (…) surge Adán (escribe Edmund Gosse)
y ostenta un ombligo, aunque ningún cordón umbilical lo ha atado a una
madre."
18 No nos parece
arriesgado poner en relación la refactura del hombro derecho, "acaso
deficiente", con la deprivación del lado femenino que el mito adánico
borgiano sufre. El Génesis hace derivar a Eva de una costilla arrancada a Adán
durante el sueño…
19 Véase a este
propósito, en Otras inquisiciones, el artículo "De alguien a nadie".
Fuente : Acheronta - Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 11 - Julio 2000
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