sábado, 25 de marzo de 2017

Seminalidad y sueño en "Las ruinas circulares" de J. L. Borges



 
Inés Marful

         Muchas veces hemos pensado en la inutilidad de -del lado del psicoanálisis- hacer la crítica de un solo texto de un autor. Lo interesante, e incluso lo único legitimable desde una posición interpretativa responsable, es contemplar el despliegue de una cierta textualidad e ir localizando los regímenes de redundancia que la definen como específica. Estudios más detenidos que el nuestro, que intentará aportar alguna curiosidad a las muchas páginas ya vertidas en torno a Las ruinas circulares 1 , de Jorge Luis Borges, han hecho hincapié en las que son las redes temáticas más obvias de la imaginación del argentino, y han intentado colocarlas en su dinámica inconsciente. Algunos, los más, se han revelado triviales: basta con someter un conjunto de textos al lecho de Procusto de una cierta norma hermenéutica para que adquiera de forma inmediata la presencia de un cadáver. El psicoanálisis, que ha insistido tanto en la posición estructural del complejo de Edipo en la formación de la personalidad, ha insistido también en la riquísima labilidad de los motivos que habrán de acompañar, en cada historia, su particular enclave simbólico y narrativo.

    Al frecuentar la obra de Borges con espíritu analítico, atención flotante, permeabilidad de la comprensión al cuadro de personajes, peripecias y símbolos que soportan su mito, es fácil darse cuenta de que dos grandes sagas a menudo entrecruzadas, la del narrador soñador, descifrador o bibliófilo y la del vengador (por lo regular vengador de sí mismo), la recorren de un lado a otro como una corriente nutricia. Y una y otra vienen a superponerse en un mito personal para el que la literatura, tenazmente concebida como desciframiento, es a menudo una forma refinada de venganza.

        "Yo crei, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses." 2

    Pero, abroquelado en ese omphalos donde la realidad se desvanece y prolifera en cambio la literatura 3, ¿de qué se protege Borges? Ni más ni menos que de la angustia de no existir, de ser una imagen pulverizada del imaginario paterno: el padre informa a Borges con la delicada arcilla de un pasado heroico (su abuelo paterno, coronel…) y una pasión frustrada: la literatura; y Borges acata puntualmente su novela familiar -"yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura"- hasta el punto de no reconocerse como cuerpo:

        "Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy) (…). Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro." 4

    Es interesante recordar, a este propósito, la propuesta lacaniana acerca del "estadío del espejo", como "formador de la función del yo tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica" 5 . La autocontemplación del lactante en el espejo a partir de los seis meses propicia su identificación con una gestalt propia, gestalt que, como Lacan arguye, "sitúa la instancia del yo, aun antes de su determinación social, en una línea de ficción, irreductible para siempre por el individuo solo; o más bien, que sólo asintóticamente tocará el devenir del sujeto, cualquiera que sea el éxito de las síntesis dialécticas por medio de las cuales tiene que resolver en cuanto yo [je] su discordancia con respecto a su propia realidad". La visión de una gestalt integradora en una época de dependencia radical y de insuficiencia motora tiene la función de "establecer una relación del organismo con su realidad, o, como se ha dicho, del Innenwelt con el Umwelt", si bien, "esta relación con la naturaleza está alterada en el hombre por cierta dehiscencia del organismo en su seno, por una discordia primordial que traicionan los signos de malestar y la incoordinación motriz de los meses neonatales". De este modo, "el estadío del espejo es un drama cuyo empuje interno se precipita de la insuficiencia a la antipación. (…). Así, la ruptura del círculo del Innenwelt al Umwelt engendra la cuadratura inagotable de las reaseveraciones del yo", desde la pesadilla del cuerpo fragmentado, esquizoide, hasta su fortificación en la simbólica del obsesivo. Su estrategia, que no es otra que la de Borges, es la de poner diques a la desintegración para lograr erigir, desde la posición simbólica que lo narra, y desde su particular construcción imaginaria de la red de motivos que la informan, su particular laberinto. Con ello nos hemos situado sin esfuerzo en el nódulo caliente del inconsciente borgiano: la fortificación de una identidad y su concreción en continentes externamente delimitados -el laberinto mismo, la biblioteca, la muralla, la cárcel, el libro o el reloj de arena, el zahir, el aleph…- que observan, en su interior, una cuidadosa y desasosegante entropía. Con el pretexto de dotar de un orden ese desorden monstruoso Borges ha escrito las páginas más emblemáticas de su obra, y no en vano el aleph le ha servido de salvoconducto por ser, de entre todos, el más quintaesencial de sus simbolismos.

    Se trata, pues, de la circunscripción retórica de la entropía interna 6 ; y en el caso de Borges, de una circunscripción retórica ( y sus continentes plásticos) marcada por el signo de la fatalidad, porque la demarcación del territorio -la objetivación plástica de una cierta gestalt- no impide que, en su interior, un caos incesante, profuso, aniquilador, amenace con disolver su identidad misma. Tal vez sea en la breve semblanza de Shakespeare en que consiste Everything and nothing donde Borges haya descrito mejor la desrealización del self y su continua búsqueda de afirmación en enclaves y seres ficcionales.

    "Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aún a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien. (…) A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la de actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Las tareas histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el último verso y retirado de la escena el último muerto, el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Férrez o Tamerlán y volvía a ser nadie. (…) La identidad fundamental de existir, soñar y representar le inspiró pasajes famosos.

    Veinte años persistió en esa alucinación dirigida (…). La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy¸ soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos y nadie."

    En ese mismo contexto de pavorosa desrealización, Borges "desliza" un adjetivo -"veinte años persistió en esa alucinación dirigida"- que anticipa el efecto final : "Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú…", y dispone así tanto el cuadro de personajes como la peripecia que articulan el cuento Las ruinas circulares: un soñador, padre o dios (la transparencia de la ecuación es indudable) y un hijo soñado que impondrá al mundo la exactitud de sus fantasías para apuntalar los rasgos de una identidad inconsistente, o como hubiera dicho el propio Borges, para "amonedar el aire" 7 . La anticipación del adjetivo en el contexto de una gradación cronológica de las informaciones, borgianamente cuidadosa y exacta, "veinte años persistió en esa alucinación dirigida", estimula la escucha y la pone sobre la pista de una emoción intensa e intensamente borgiana: la revancha. Si la alucinación -la obra- ha estado dirigida, orquestada por un soñador meticuloso e implacable, ni siquiera la obra ha de sentirse como propia, y así, como sucede en Pierre Menard, autor del Quijote, y en tantos otros lugares del corpus borgiano, la imaginación -que se creía individuante- se descubre como el lugar aborrecible donde otro sueña, lo que permite la puesta en fuga del procedimiento, desde la perspectiva del soñador soñado, y alcanza a desvanecer a quien dirige y a consumar así la también prevista revancha. Estaríamos, ya, en el contexto de un terror metafísico.

    El narcisismo paterno usurpa de tal modo, subrogándola a su omnipotencia, la identidad inconsciente borgiana, que, al constituirse en todo, al alephizarse, relega a la madre a un papel de mera excrecencia, sacrificando así su significación sexual y su lugar en la triangulación. De todos es sabido el horror de Borges por el espejo y por la cópula, abominable el uno por objetivar el vaciamiento del yo, su condición de simulacro, y la otra por ofender el totalitarismo paterno otorgándole a la mujer su lugar en la trama: "el espejo y la cópula son abominables" 8 .

    El espejo es pues un artefacto aborrecible porque objetiva la gestalt del sujeto como una carcasa enajenada donde proliferan las voces del imaginario paterno, circunstancia que explica también la querencia borgiana por un tiempo circular, tiempo de la reiteración o de la simetría, y aún por la aniquilación del individuo en el seno de una "simplificación enigmática" que lo confunde con la especie y, de forma particular, con su enemigo 9 .

        "Un teólogo consagra toda su vida a confutar a un heresiarca; lo vence en intrincadas polémicas, lo denuncia, lo hace quemar; en el cielo descubre que para Dios el heresiarca y él son una misma persona." 10

    En Las ruinas circulares toda esta galaxia de motivos se encuentran fundidos de modo tal que, en el seno de una literatura fuertemente cohesiva, y paradigmática, podrían tomarse como antonomasia del paradigma.

        "Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o un caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos (…)"

    Se trata de la apokastasis pitagórica, del "mundo de Heráclito; que es engendrado por el fuego y que cíclicamente devora el fuego" 11 , de la cosmogonía de los estoicos, para la que "el universo es consumido cíclicamente por el fuego que lo engendró, y resurge de la aniquilación para repetir una idéntica historia." 12 . Su naturaleza arquetípica (tras la que subyace el empeño de Borges por elevar a plano metafísico sus querellas filiales) se expresa bien a través de adjetivos fuertemente uniformadores: la noche es unánime, las aldeas infinitas, el hombre, gris. Su corporalidad, como hemos visto a propósito de la corporalidad inconsciente del propio Borges, ha sido sacrificada en aras de un mentalismo genesíaco, y tanto es así que, embebido en su mágico proyecto, no siente las cortaderas que le dañan la carne, y "si alguien le hubiera preguntado por su nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no hubiera acertado a responder." Curiosamente, y por ahí habremos de avanzar en busca de la oclusión preedípica de la figura materna, sus "partículas seminales" no serán tales, sino, como Borges detalla también en La doctrina de los ciclos, "minuciosas noches de insomnio".

        "Quería soñar un hombre: quería soñarlo con intensidad minuciosa e imponerlo a la realidad."

    Concebido, pues, como despliegue seminal de lo imaginario, el hombre gris, precozmente diseñado como incorpóreo en una gradación sutilísima de la isotopía existencia/sueño que va tejiendo su curso hasta el desenlace, aborda el proyecto de concebir un hombre e "imponerlo a la realidad". Su empresa, puesto que "no era imposible, aunque sí sobrenatural", es la empresa de un dios menor, alguien a quien los lugareños rinden tributo ofreciéndole arroz y frutas; pero su ritual ha perdido la intensidad aórgica del sacrificio y se limita a reproducir, dentro del templo circular, un nuevo "anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado"; "de algún modo", c omo de algún modo imita el sueño a la realidad. Se trata de convocar, en el seno de una ontología atenuada, el gesto inaugural de la creación.

    Pero, detengámonos un momento en el simbolismo del centro y la montaña, de ese axis mundi de difícil acceso que corona un altar. En El mito del eterno retorno 13 , Mircea Eliade presenta numerosos testimonios que atestiguan la investidura del centro, y en particular de la montaña sagrada, como "puerta de los dioses", lugar fronterizo entre el cielo y la tierra donde tiene lugar la creación:

        "La cima de la montaña cósmica no sólo es el punto más alto de la tierra; es también el punto donde la creación comenzó. Ocurre que incluso las tradiciones cosmológicas expresan el simbolismo del centro en términos tales que se dirían extraídos de la embriología. (…). La creación del hombre, réplica de la cosmogonía, ocurre igualmente en un punto central, en el centro del mundo. (…). El paraíso en que Adán fue creado a partir del limo se halla, naturalmente, en el centro del cosmos. (…). El camino es arduo, está sembrado de peligros, porque, de hecho, es un rito de paso de lo profano a lo sagrado; de lo efímero y lo ilusorio a la realidad y la eternidad." 14

    Dormido en su ruina concéntrica, también soñada, el forastero ha cambiado la cualidad seminal del fuego por la docencia en un "vasto colegio ilusorio".

        "nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas."

    Se trata, pues, de una reiteración ritual, y fuertemente ritualizada, del gesto cosmológico de la creación. Con la diferencia de que un solo alumno será traido al ser por el gesto demiúrgico del soñador. La elección recae en un muchacho "taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador". Se trata de un hijo no engendrado, de un hijo que habrá de venir al mundo en virtud del esfuerzo único de un varón. La complacencia borgiana en este tipo de engendramiento autosuficiente del varón (y puesto que la cópula, al cuestionar su omnipotencia, se ha vuelto abominable), queda clara a la luz de otros textos; de forma particular los referidos al ave Fénix, que vuelve cada quinientos años a la Ciudad del Sol para incinerar los restos de su padre y volver a renacer de sus cenizas. La coherencia de los símbolos aducidos para la construcción de la trama, como es norma en Borges, es enorme. Su expansión a través del intertexto borgiano, y de la gama de intertextos que incorpora, resulta fundamental para estabilizar, por redundancia, la significación inconsciente.

    El Fénix (de , Rojo) es un antiguo símbolo solar y cíclico, que no se encuentra sino es en conexión con el simbolismo del centro 15 . Borges ha escrito acerca de él en su Bestiario y en la enigmática narración La secta del Fénix 16 , donde los sectarios comparten un secreto abominable que no es otro que la cópula:

        "He merecido en tres continentes al amistad de muchos devotos del Fénix; me consta que el secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que es aún más extraño) increible. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos."

    El rendimiento inconsciente que la fantasía de un engendramiento no sexual, y, de forma particular, no intersexual, tiene para Borges es grande: se trata, ni más ni menos, que del refrendamiento imaginario a una concepción esencialmente ficcional de la existencia. Correlativamente -dialéctica que recorre toda su obra, solapada, como hemos sugerido, bajo la doble saga del narrador y el vengador- de afirmar una vitalidad física, una identidad carnal que sirve de contrapeso al desvanecimiento. El mecanismo es simple, aunque no lo sean sus numerosas recomposiciones: si soy el lugar donde el lenguaje paterno sueña, si, obliterado todo derecho a ofender su autosuficiencia, se me insta a pensar que no he sido engendrado en colaboración (algo que me resulta increible) ni a existir como cuerpo, mi revancha tenderá a consistir en una consagración imaginaria del cuerpo y gustará de aquellos registros metafóricos que lo ensalzan: el gusto por la sangre, la borgiana fulguración del rojo y las navajas en contextos de intrigas veladamente filioparentales adquieren así su sentido. La literatura, de ahí su extraordinario rendimiento terapéutico, su solución de compromiso a un narcisismo humillado, funcionaría así como el fulcro de la palanca. En ella se consolida a la vez el homenaje al padre y la venganza contra el mismo.

    La dramatización de este conflicto en Las ruinas circulares es particularmente intensa. El primer intento de configuración del soñado que el mago acomete está basado en la docencia y es de naturaleza dialéctica. El muchacho elegido

        "al cabo de pocas lecciones pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. (…) Quiso congregar al colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos."

    ¿En qué ha consistido el error de procedimiento? Precisamente en la negación de los aspectos somáticos del soñado. El nuevo intento, precedido por ritos de purificación, por una invocación a los dioses planetarios, por la pronunciación de "las sílabas lícitas de un nombre poderoso", es decir por una propedéutica acusadamente vivificante y telúrica, arroja inmediatamente el resultado de un corazón que late. A su alrededor prospera un cuerpo cuyas distintas geografías se detallan según una concepción orgánica de la creación que ve en el microcosmos humano la proyección del macrocosmos.

        "Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea mas difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero este no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos."

    El diseño de la sede física en la que se asentará el espíritu del soñado es, pues, conditio sine qua non para que el soñado exista. Pero será precisa una nueva invocación a los dioses para insuflar vida a un Adán17 inerte. La peripecia narrativa reproduce, pues, con exactitud, la peripecia personal del imaginario borgiano: el soñador no necesita ayuda cuando se produce como docente, pero se manifiesta insuficiente para configurar y dar vida a un cuerpo. Sueña, entonces, que la efigie incierta de potro o tigre que preside la ruina, imagen totémica de un culto auroral, viene en su ayuda. Se trata del Fuego, que

        "mágicamente animaría al fantasma soñado de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso."

    De esa forma, un corporalismo acendradamente telúrico acaba de extremarse en su vivificación por el Fuego, principio masculino por antonomasia 18 . Y sin embargo, este es curioso mentís que el inconsciente borgiano propicia a sus propios intentos de reparación, la vida del mancebo no será una vida verdadera, será una mera ficción, una imitación de la vida, un simulacro. Se trata de la condición de nadie, del odiado sabor de la irrealidad que embargaba a Borges en Shakespeare, su trasunto. Una mise en abîme centrípeta precede a aquella otra, centrífuga, que pondrá fin al relato. El soñado, una vez despierto, descenderá río abajo y glorificará al Fuego en otras ruinas circulares, igualmente desiertas. El lector debe percatarse del progresivo acúmulo de paradojas: se precisa del Fuego para vivificar un sueño, pero el Fuego que vivifica el sueño es, asímismo, un Fuego soñado. Luego todo está en la mente de un soñador que ha errado el primer golpe, al concebir un hombre como un discípulo desencarnado, y que, golpe de efecto con el que Las ruinas circulares se desenlaza, errará también el segundo al dotarlo de una carne fantasmal, ilusoria. Una intensa emoción, que creemos subsidiaria del acento emocional que se pone sobre la relación entre soñador y soñado, ahora padre e hijo, y sobre el signo radicalmente mental de su existencia y la calidad de su vínculo, traspasa los párrafos finales. El deslizamiento del registro semántico desde la docencia a la paternidad -paternidad que es puro psiquismo, y para la que el cuerpo es nostalgia y simulacro- es patente.

        "En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy. (…) Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impa ciente."

    La simbiosis entre ambos es tal que, una vez ido el hijo el padre parece desvanecerse y nutrir al hijo con esas disminuciones del alma. Conforme al mandato del Fuego, lo sueña propagando su propio hacer, verificando idénticos ritos en la pesadilla concéntrica de otras ruinas circulares.

        "Al cabo de un tiempo (…) lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. (…) Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo!"

    Cuando el fuego real venga a devorar la ruina el soñador descubrirá "con alivio, con humillación, con terror", que tampoco él es más que "una apariencia, que otro estaba soñándolo". Como sucede con el Shakespeare de Everything and nothing, con el propio Borges, "si es que alguien soy", el soñado parece redimirse de su inexistencia, de su ser narrado, gracias a la expansión vengativa y concéntrica del mecanismo, según la cual, como en la caverna platónica, también el soñador es soñado.

    Dos cosas, para acabar, llaman la atención en el concepto borgiano de sueño. Una de ellas, su voluntariedad, lo que vale por otra paradoja, esta vez insalvable, ya que, ¿cómo podría inducirse con precisión aquello que, por naturaleza, se escapa a nuestro gobierno, precisamente el sueño? Debe tratarse, pues, de un sueño metafórico, de una suerte de desrealización general o enervación ontológica según la cual todo -en la literatura borgiana- es reductible a una pantalla de humo, representación mental y, por lo tanto, y en tanto toda representación acusa su paternidad o genealogía, catálogo de tropos inmemoriales. Se ha dicho hasta la extenuación que Borges es un narrador frío, que su narrativa está urdida sobre las ecuaciones mentales, extremadamente sutiles, de un especulador obsesivo. Es hora de reconocer en ella (y por lo tanto en él) la pulsación solapada de una vida vivida como nostalgia, como desalojo de una corporalidad negada a cuyas expensas se desarrolla la imaginación; sueño, finalmente, ya que sueño, y no realidad, son tanto la imaginación como el recipiente que la soporta, la palabra.

    Las ruinas circulares ha querido verificar ese salto ontológico del sueño a la realidad. El que sea el fuego y no el dios Fuego soñado el que irrumpa y desvele para el soñador su condición de nadie es un tributo emocionado a la dimensión inorgánica del ser, a su inserción en una naturaleza, ella sí, auténticamente seminal, en la que el fuego quema y purifica y forma parte de ciclos de extinción y regeneración continuamente renovados. Por eso en el párrafo final, antes de que las llamas traspasen el sueño sin dañarlo, Borges consagra y rinde homenaje contenido pero caluroso a la naturaleza, el único ser en sentido pleno, ser donde la realidad prolifera en forma de tigre o potro, de toro, rosa o tempestad. La conciencia, un avatar de la humanidad, no es para ella más que un sueño inconsistente que precede al gesto cosmogónico de la verdadera creación.

        "El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias."

    Es justo detectar en Borges esa nostalgia del ser que conmovió a Hölderlin, que informa la voluntad cósmica de Schopenhauer y vibra, con un fervor dionisíaco, en la filosofía de Nietzsche. Creemos que es en ese punto, el de la nostalgia y claudicación del ser, donde Borges ha herido con mayor acierto y más vivamente el espíritu de sus contemporáneos. Ya Hegel había insistido en que esa nostalgia es una nostalgia trágica, siendo la tragedia el lugar de la escisión entre el ímpetu fusional de la naturaleza y la conciencia reflexiva y autorreflexiva. Esa naturaleza, vivificante, inconcebible, pánica, es cifra y compendio de Dios19 , que no en vano se presenta bajo el ropaje de un tigre. En La escritura del dios un hombre imagina una divinidad que hubiera confiado una explicación, cosmodicea o hierofanía, una revelación del misterio del universo, a la piel viva de los jaguares. Lo que descubre, detrás del laberinto desentrañado de manchas, es una fórmula de catorce palabras, cuarenta sílabas en las que se resume la escritura del tigre que es dios y es el universo. "No sé", dice Borges, "si estas palabras difieren".

    Tras la nostalgia pánica de Borges, entretejidas ambas por un anudamiento o circularidad, cuya exactitud, bien pensada, sobrecoge, subyace la maquinaria del lenguaje que la ha erigido y perpetuado, y sin la cual la concepción misma del universo y de dios serían inabordables. Esta reductio ad unum nos parece radicalmente moderna. Viene a alumbrar los axiomas del constructivismo y de la retórica al considerar la realidad, nuestra realidad, tal como la concebimos, como un largo avatar de la imaginación humana.

    Notas

    1 El jardín de senderos que se bifurcan , 1941, en Borges, J. L., Obras completas, Madrid, Ultramar, 1977, edición por la que citaré en adelante.

    2 Prólogo a Evaristo Carriego. Las comillas son nuestras.

    3 Lo que no invalida nuestra consideración de la realidad como literatura, i. e., como posición retórica de un sujeto en un contexto retórico determinado, sino que, al contrario, y como veremos, convierte a Borges en su antonomasia.

    4 "Borges y yo", en El hacedor..

    5 De acuerdo con la bipartición lacaniana, según la cual je designa al yo como posición simbólica y moi se refiere a él en cuanto construcción imaginaria.

    6 Exactamente eso, circunscripción retórica de la entropía interna, de ahí su rendimiento terapéutico, es la literatura.

    7 Las ruinas circulares.

    8 Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius, en El jardín de senderos que se bifurcan.

    9 No es extraña la pasión borgiana por la filosofía de Schopenhauer: al ser la voluntad una en su esencia, la víctima acaba por comprender que el verdugo y él son uno.

    10 "El tiempo circular", en Historia de la eternidad.

    11 Ibid.

    12 "La doctrina de los ciclos", en Historia de la eternidad..

    13 Planeta-Agostini, 1985.

    14 Op. cit., p. 22.

    15 Véase Ponsoye, P. (1984), El islam y el Grial, Barcelona, Ediciones de la Tradición Unánime.

    16 Artificios.

    17 En el artículo "La creación y P. H. Gosse" (Otras inquisiciones) insiste Borges en el mito de la autogénesis masculina: también Adán, dice, según los teólogos "fue creado por el Padre y el Hijo. (…) surge Adán (escribe Edmund Gosse) y ostenta un ombligo, aunque ningún cordón umbilical lo ha atado a una madre."

    18 No nos parece arriesgado poner en relación la refactura del hombro derecho, "acaso deficiente", con la deprivación del lado femenino que el mito adánico borgiano sufre. El Génesis hace derivar a Eva de una costilla arrancada a Adán durante el sueño…

    19 Véase a este propósito, en Otras inquisiciones, el artículo "De alguien a nadie".

Fuente : Acheronta - Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 11 - Julio 2000

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