Ana María Barrenechea
Instituto Dr. Amado
Alonso. Universidad de Buenos Aires
¿Qué preguntas podrían hacerse para contestar
las que propone el título elegido? Cómo vio Borges a Cervantes es preguntarse
muchas cosas a la vez. Cómo ve Borges a los escritores concretos y al destino
de ser escritor, o a la persona que desea ser feliz. Ser escritor puede
significar ser feliz imaginando mundos posibles y creando obras que hagan
felices a los otros con sus invenciones, o entreteniendo sus propias
frustraciones y desesperanzas.
Será preguntarse si Borges lee en otros su
propio camino; si lee en su imaginario lo que ellos anhelaban ser y no fueron o
lo que alcanzaron a escribir sin tener plena conciencia, o los nuevos objetos
que inventaron con las palabras de todos, las experiencias que vivieron o
imaginaron con la lectura de otros.
O quizá haya otras preguntas que Borges se
hizo a sí mismo y quiso que sus lectores se planteasen. ¿Puede elegir el hombre
su destino? ¿Falló porque hizo lo que otros decidieron por él pero pudo no
haber sido así, o eso era imposible porque nadie elige, aunque él eligió hacer
de esas preguntas y esas respuestas uno de los repetidos «topoi» de su
literatura?
Este infinito camino de senderos que se
bifurcan parece confluir siempre en su Yo aunque hable de «la nadería de la
personalidad», o de la infelicidad de no ser amado unida a su seguridad de que
sería escritor desde que era niño, aunque renueve sus manifestaciones de ser
más lector que escritor o concluya afirmando la utopía de la unidad de toda
literatura (idea que atribuye a Emerson y a Valéry) mientras corrige
minuciosamente variando, tachando, agregando hasta una coma, en sus Obras
completas de Emecé, aun después de quedar ciego, hasta su muerte.
Sin duda siempre manifestó que las opiniones
de un autor no son importantes (incluso las suyas) o que un escritor debe ser
«esencialmente inocente y espontáneo», y en una entrevista ha llegado a afirmar
que suele todavía comprar algún libro que no puede leer, que cita de memoria a
los autores que ama, que no conserva en su biblioteca ningún libro suyo, que de
la obra de Borges se salvan unos pocos cuentos o poemas memorables, y aunque
responde certeramente «yo me he propuesto distraer y quizá
inquietar» (frase en la que se define a la perfección) continúa: «la
gente se va a cansar muy pronto de lo que yo he escrito.1»
Estas aparentes contradicciones que pueden
desconcertar ocurren por la especial ambigüedad que caracteriza a la literatura
borgeana y a la voz de este escritor donde se intensifica al extremo la
ambigüedad propia del hecho estético, en cualquier lugar y época.
Antes de pasar a los textos en que Borges
elige reflexionar sobre Cervantes y su obra o construir con ambos sus propias
fabulaciones, adelanto que no comentaré «Pierre Menard, autor del Quijote»
porque, aunque sea una ficción fascinante e inagotable, se ha convertido en el
más tratado y discutido por los especialistas. Tampoco me detendré en sus
ensayos, notas críticas o comentarios, ni siquiera en «Magias parciales del
Quijote» que debió ejercer gran atracción sobre el mismo autor, pues le dio el
honor de incluirlo en Otras inquisiciones.
De las magias «parciales» pasaremos a las
«totales», ésas en las que Borges descubre lugares reveladores, los multiplica,
los disemina, los hace volverse sobre sí mismos, los profundiza y sobre todo
los concentra. No seguiré un orden cronológico, aunque podría ser interesante,
en otro momento, estudiar si su contexto vital influyó o no en su acercamiento
al Quijote.
Me centraré en algunos poemas y prosas breves
(no en todos porque se repiten ciertos esquemas o «formas» como los llama
Borges) y me inclinaré por los que suman «álgebra y fuego». Son múltiples los
tipos de formas que aparecen: esquemas interpretativos propuestos por el
narrador-autor para descifrar un hecho enigmático, esquemas de la sucesión del
relato, también del sistema inclusivo o enfrentado o pluralizado de historias,
de narradores, de personajes.
Comenzaré por dos textos que, como el primer
ensayo de Otras inquisiciones, «La muralla y los libros», presentan un
acontecimiento del que dice: «inexplicablemente me satisfizo y,
a la vez, me inquietó. Indagar las razones de esa emoción es el fin de esta
nota». Esquemas mentales semejantes, unidos a razones y emociones mezcladas en
ambos, me ha hecho elegir «Un problema» (1957) y «El acto del libro» (1981)2. El título «Un problema» anuncia y
sintetiza la forma vacía que lo organiza y que se presenta como propuesta
previa de discusión interpretativa (en este caso ofrecida sobre un hecho
hipotético ficcional, variación de otra ficción famosa, que el autor intuye
como inquietante para los lectores y para sí mismo, como también digno de ser meditado).
Un problema
Imaginemos que en Toledo se descubre un papel
con un texto arábigo y que los paleógrafos lo declaran de puño y letra de aquel
Cide Hamete Benengeli de quien Cervantes derivó el Don Quijote.
En el texto
leemos que el héroe (que, como es fama, recorría los caminos de España, armado
de espada y de lanza, y desafiaba por cualquier motivo a cualquiera) descubre,
al cabo de uno de sus muchos combates, que ha dado muerte a un hombre. En este
punto cesa el fragmento; el problema es adivinar, o conjeturar, cómo reacciona
Don Quijote. Que yo sepa, hay tres contestaciones posibles. La primera es de
índole negativa; nada especial ocurre, porque en el mundo alucinatorio de Don
Quijote la muerte no es menos común que la magia y haber matado a un hombre no
tiene por qué perturbar a quien se bate, o cree batirse, con endriagos y
encantadores. La segunda es patética. Don Quijote no logró jamás olvidar que
era una proyección de Alonso Quijano, lector de historias fabulosas; ver la
muerte, comprender que un sueño lo ha llevado a la culpa de Caín, lo despierta
de su consentida locura acaso para siempre. La tercera es quizá la más
verosímil. Muerto aquel hombre, Don Quijote no puede admitir que el acto
tremendo es obra de un delirio; la realidad del efecto le hace presuponer una
pareja realidad de la causa y Don Quijote no saldrá nunca de su locura.
Queda otra conjetura, que es ajena al orbe
español y aun al orbe del Occidente y requiere un ámbito más antiguo, más
complejo y más fatigado. Don quijote -que ya no es Don Quijote sino un rey de
los ciclos del Indostán- intuye ante el cadáver del enemigo que matar y
engendrar son actos divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición
humana. Sabe que el muerto es ilusorio como lo son la espada sangrienta que le
pesa en la mano y él mismo y toda su vida pretérita y los vastos dioses y el
universo.
El acontecimiento desencadenante comienza con
la voz de un narrador-autor-escritor que nos invita por una primera persona
plural inclusiva («Imaginemos») a compartir esa ficción suya, no la creada por
Cervantes para su Don Quijote y su inventor Cide Hamete Benengeli. Dentro de la
coherencia de la fábula originaria se juzgaría un hecho impensable que Alonso
Quijano el bueno, aún perdido el juicio, matase a nadie, pues toda la historia
del caballero loco podía ser festiva, ridícula, burlona, discreta, ingeniosa,
desconcertante, llena «de pensamientos varios y nunca imaginados de otro
alguno», conmovedora, triste a veces, patética, pero no trágica en sus
consecuencias3.
Borges, para fines que se verán y que son
suyos, nos invita a imaginar con él que don Quijote mató a un hombre, para
justificar el esquema final de su reacción: a, b, c, y sobre todo d. Pero antes
ofrece en un párrafo introductorio dos acontecimientos. El primero coincide con
el capítulo IX de la primera parte, en el encuentro de un texto de Cide Hamete
Benengeli, con algunos agregados para reforzar su autenticidad; pero se aparta
en otras conductas y podría decirse que lo invierte porque en vez de continuar
un relato interrumpido (como ocurre en el Quijote) introduce la variante
de que ha matado a un hombre.
Borges se aparta así de la conducta del
personaje original, pero emplea en cambio a continuación la forma narrativa del
capítulo VIII, la suspensión brusca del relato durante la pelea con el
vizcaíno: «En este punto cesa el fragmento». Lo hace para
introducir la fórmula interpretativa en abanico («el problema es
adivinar o conjeturar, cómo reacciona Don Quijote»). Además siguiendo su
conducta preferida en este tipo de fórmula, gradúa las hipótesis desde las más
previsibles hasta la última, la que más le atrae en esa ocasión (puesto que las
otras no son sino camino para justificar su existencia).
En esta circunstancia elige la hipótesis que
sería válida en un ámbito que le atrae por lo menos por tres motivos:
1., ser
ajena al orbe español, en rechazo de la España juzgada por él como
predominantemente «realista» es decir no mágica, (aunque produjo a Cervantes y
a su Don Quijote);
2., ser ajena al orbe de Occidente, porque lo atrae
ese Oriente que aquí circunscribe con el ejemplo del Indostán y más
precisamente con los adjetivos «más antiguo, más complejo y más
fatigado» que el Siglo de Oro español, y 3., para terminar (a pesar de estar
ante lo más concreto del asesinato: la espada sangrienta y pesada del héroe en
la mano) borrando al otras veces cercano y amigo don Quijote porque lo ha
trasmutado en un lejano rey de los ciclos de ese Indostán que ahora lo atrae
por pasar de alguien a nadie (1930) en círculos que han ido abriéndose hasta
incluirlo e incluirnos a todos en el entero universo como la espantosa esfera
de Pascal (1951) en Otras inquisiciones (OC, II, 117 y 16).
Curiosa muestra de los distintos lugares que adopta Borges y también de las
diferentes miradas (no cronológicas sino textuales), cuando se abre a preguntas
múltiples y ofrece sus múltiples perplejidades conformadas en fábulas a los
lectores.
El otro texto que elegí como paralelo al
anterior, «El acto del libro» es también una prosa breve (aparecida en Clarín,
21 de marzo de 1981, recogida en La cifra el mismo año, y en OC,
III, 294) y muestra su infinita capacidad de reescribir no sólo un tema
(Borges-Cervantes) sino también de buscar otras variantes de las propias formas
mentales (Borges).
El acto del libro
Entre los libros de la biblioteca había uno,
escrito en lengua arábiga, que un soldado adquirió por unas monedas en el
Alcana de Toledo y que los orientalistas ignoran, salvo en la versión castellana.
Ese libro era mágico y registraba de manera profética los hechos y palabras de
un hombre desde la edad de cincuenta años hasta el día de su muerte, que
ocurriría en 1614.
Nadie dará con aquel libro, que pereció en la
famosa conflagración que ordenaron un cura y un barbero, amigo personal del
soldado, como se lee en el sexto capítulo.
El hombre tuvo el libro en las manos y no lo
leyó nunca, pero cumplió minuciosamente el destino que había soñado el árabe y
seguirá cumpliéndolo siempre, porque su aventura ya es parte de la larga
memoria de los pueblos. ¡Acaso es más extraña esta fantasía que la
predestinación del Islam que postula un Dios, o que el libre albedrío, que nos
da la terrible potestad de elegir el infierno?
Aquí es más extensa y compleja la narración
inicial que dará soporte a las conclusiones, y más condensada pero anamórfica
(con respecto a su propio canon) su interpretación final, mientras cambia el
lugar del énfasis en el título.
La narración es transparente alusión a lo
contado en el Quijote pero nunca se refiere por sus nombres propios al
autor, al personaje central y a la obra. Cervantes es siempre (como escritor y
como personaje de los capítulos IX y VI de la primera parte) un soldado/el
soldado, Alonso Quijano rebautizado don Quijote es siempre un hombre/el hombre,
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (o su segunda parte El
ingenioso caballero don Quijote de la Mancha) son la «versión castellana»
de un libro «escrito en lengua arábiga» que se ha perdido, luego ese libro/el
libro, y también está marcado por rasgos mágicos (entre ellos, proféticos de
algo que ocurrirá). Autor, obra, personajes y libro sufren al mismo tiempo un
proceso oscilante de borramiento y pérdida de identidad, al que se agrega el
misterio de que el hombre (no el soldado) lo tiene entre los libros de su
biblioteca, no lo lee y sin embargo cumple lo que había soñado el árabe.
Pero como Borges sabe (y practica) es
necesario producir obras que sean extrañas y a la vez creíbles, para lo cual
debe (según el ejemplo de las sagas nórdicas y de Kipling) introducir algunos
detalles concretos. Aquí los elige en el mismo Quijote («el Alcana de
Toledo» o la quema de los libros «como se lee en el sexto capítulo»). Aunque
también los produzca por una mezcla fascinante de invención y utilización
reelaborada de ese texto, en una ficción de segundo grado: «desde la edad de
cincuenta años hasta el día de su muerte que ocurriría en 1614 (sic)»4.
Las sucesivas magias encarnadas se resumen en
magia total porque no sólo se cumplieron a través de esa mezcla de invenciones
y concretización que Borges practica (y que Cervantes practicó antes de otros
modos) sino porque a Borges le gusta pensar (como a Emerson y Valéry) que las
obras permanecen después que mueren aquellos que las inventaron porque su
aventura -la del hombre, la del árabe y la del soldado- «ya es
parte de la larga memoria de los pueblos».
La forma interpretativa final ocupa tres
renglones escasos en OC, III, 294:
No se presenta como el esquema canónico en abanico de «Un problema», sino que es anamórfico con respecto a él. Muestra la comparación entre un texto inventado a partir de una novela conocida, que coloca en pugna y en el mismo plano con nociones teológicas expuestas por libros venerados. Su estructura y su entonación falsamente interrogativa y el «acaso» inicial que no es dubitativo (según suele serlo en Borges) sino desafiante quiere chocar con vastos orbes de creencias. Un libro profano famoso y dos libros sagrados venerados (el Corán y la Biblia) se igualan. El «escritor arábigo» facilita la conexión con el Corán; todo (Cervantes, el Quijote, sus personajes y el orbe español que también incluye al Islam) lo ligan a la Biblia. Los tres son fantasías, los tres son extraños. Podría decirse que literalmente sólo es «terrible» la Biblia, el libro que nos permite elegir nuestro destino, porque entre los dos caminos que ofrece Borges sólo nombra el infierno. Sin embargo tanto en el Corán (donde únicamente decide Dios) como en la Biblia en la que decide el hombre (pero sabemos -incluso Borges- que Dios es, está, fuera del tiempo y conoce el camino de cada hombre como una figura eterna y estática, sin proceso) el hombre elige lo ya pre-visto por Dios. Así Borges borra la personalidad, el individuo desaparece como autor para que viva la obra, una fantasía extraña.
Las dos breves prosas comentadas tienen
títulos reveladores: el primero «Un problema» define la forma mental
interpretativa en abanico y el ejercicio mental de las inquisiciones. El
segundo «El acto del libro» define la forma en conflicto que borra al autor y
universaliza al libro. Según José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía:
«En la trascripción escolástica del aristotelismo, lo puramente
actual (actus purus) se
iguala con Dios en cuanto suma realidad (como el primer motor de Aristóteles lo
que mueve sin ser movido)».
En esta prosa titulada «El acto del libro»
parece narrarse otra nueva refutación del tiempo: el que una fantasía imaginada
por Borges sobre una fantasía de Cervantes que dijo haber sido inventada por
Cide Hamete Benengeli, a fuerza de borramientos, alusiones y transformaciones
sea tan extraña o más que los libros sagrados y sea capaz de no existir (no ser
leída, ser quemada) y quedar en la memoria de los pueblos, capaz de condenar a
muerte a su autor y seguir siendo reescrita por otro, capaz de actuar y ser
actuada en una vertiginosa confrontación entre el autor, la divinidad y un Yo
que nada sabe con seguridad, sólo que se sabe capaz de imaginar y de
reescribir, y sin duda que es mortal.
Cerraré este ciclo con el comentario de un
poema que casi nadie recuerda5:
Lectores
|
Varias rupturas la marcan. Pasa de contarse con una forma
verbal impersonal, una conjetura típicamente borgeana (porque todo: nuestra
memoria, nuestro conocimiento, nuestro pensamiento son frágiles e inseguros).
La primera ruptura es la doble negación «No salió nunca»
donde refuerza la anulación de lo consabido según Cervantes (porque se aparta
de la fuente que Borges resumió en los primeros tres versos, y también de la
manera preferida por él mismo, en donde repetidamente las dos negaciones suelen
anularse). Pero más conmueve por lo que secretamente anuncia al completar la
frase: «de su biblioteca».
La segunda ruptura («Fue
soñada por él, no por Cervantes») es menos desestabilizante porque en otros
textos Borges juega con la idea de que Alonso Quijano escribió la historia de
don Quijote. En cambio, la tercera desata la ruptura total con el modelo y abre
la secreta semejanza con el autor que reescribe y al mismo tiempo trasforma la
fábula: «Tal es también mi suerte».
Lo que separa este poema de las otras
creaciones cervantinas breves es que su YO irrumpe con pretensión
autobiográfica en la superficie textual y no como simple alusión. Acepta que el
destino conjeturado de este Alonso Quijano es el mismo que imaginó para sí en
otros momentos. Y lo es doblemente si se piensa que Borges anheló ser el héroe
de la carga de Junín reconocida en su sangre y también en otros que habían
batallado y ganado o perdido (como su abuelo paterno o los guerreros de las
epopeyas anglosajonas).
Sin embargo, ahora sustituye paradójicamente
a Cervantes (que fue héroe en Lepanto y soñó e inventó el Quijote) por
un Alonso Quijano sedentario, lector de libros de caballerías que se imagina
emulándolas y escribiéndolas; aunque en otros poemas haya recreado Borges un
Cervantes guerrero y escritor inmortal.
El Borges del verso noveno intuye además otra
cosa: «Sé que hay algo / Inmortal y esencial que he sepultado /
En esa biblioteca del pasado / En que leí la historia del hidalgo». Es ahora en
1963 un hombre de sesenta y cuatro años, se siente viejo y repite lo que dijo
siendo más joven cuando recibió el Gran Premio de Honor de la SADE en 1945: «lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de un largo muro y
en una biblioteca de ilimitados libros ingleses» y que «esencialmente,
nunca he salido de esa biblioteca y de ese jardín.» en Sur, año 14, núm.
129, julio 1945, pp. 120-121.
Sin embargo sabemos que en esa biblioteca había
ejemplares del Quijote en español y en inglés. Existen polémicas declaraciones
suyas acerca de que primero lo conoció en inglés y luego se decepcionó cuando
lo leyó en español, aunque más tarde volvió a admirarlo en el original. Parece
seguro, a pesar de ello, que lo conoció en castellano en la biblioteca familiar
en la edición Garnier abreviada (es decir, con fragmentos suprimidos para que
lo leyeran más fácilmente los niños).
Es oportuno recordar que Borges juzgaba que
leer y escribir eran intercambiables, y hasta más civilizado y superior lo
primero. Y en «Borges y yo» (El hacedor, OC, II, 186) se reconoce
menos en sus libros que en los de otros y concluye: «No sé cuál
de los dos escribe estas páginas», con ambigüedad de escritura que juega a
borrar la afirmación misma de ser la escritura y de estar
escribiendo.
El dístico final de «Lectores», por su
naturaleza formal propia del soneto isabelino (tres cuartetos y un pareado)
contribuye a darle mayor densidad, concentrando y realizando la ruptura última:
«Las lentas hojas pasa un niño y grave / Sueña con vagas cosas
que no sabe».
El viejo Borges elige trocarse en el viejo
niño. La imagen que ofrece parece detenerse y al mismo tiempo moverse con «relantisseur», como en el cine. La
hipálage que tanto lo atraía entre las figuras retóricas (recordemos las
recordadas en el prólogo de El hacedor: las lámparas estudiosas de
Milton, el árido camello de Lugones, «ibant obscuri sola sub nocte per umbram» de
Virgilio), revive en «las lentas hojas». No tuvo como Cervantes sus gloriosas
heridas y su Lepanto. Su destino será pasar de un niño lector a escritor ciego
como Homero, soñador de sueños como Dante, encerrado en una biblioteca como su
Alonso Quijano, futuro y raro inventor de pesadillas como «La biblioteca de Babel»
o «La lotería en Babilonia». Tampoco sabe que se le dará el don de lo poético
«que al fin es de todos y de nadie» pero es bien suyo y continuará siéndola
después de muerto. Aunque afirme que para él será entonces inútil como la Ilíada
y la Odisea para ese Homero del que nada sabemos ni siquiera que
existió, aunque Borges haya tenido el don de mostrárnoslo en el momento en que
estaba ciego como él y se le concedía la revelación de narrar epopeyas de
otros.6
«Un niño» (que pasa nuevamente del Yo, al
indefinido, del pasado al presente actual), «sueña con vagas
cosas que no sabe», porque en ese no saber completamente reside lo poético,
porque si se alcanzase la revelación total se perdería el misterio que funda el
hecho estético. En «La muralla y los libros» (Otras inquisiciones, OC,
II, 13) recordó en 1950: «Ya Pater, en 1877, afirmó que todas
las artes aspiran a la condición de la música, que no es otra cosa que forma.
La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el
tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares quieren decirnos algo, o algo
dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta
inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético».7
Fuente : Biblioteca Virtual Cervantes
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