por Roberto Fernández
Retamar
La edición de estas “Páginas escogidas” de Jorge Luis
Borges, largamente deseada por nosotros y largamente esperada por nuestros
lectores, se hizo posible, de modo casi azaroso, el 16 de setiembre de 1985.
Por diversas razones, y entre ellas porque Borges no había
ocultado, todo lo contrario, su hostilidad hacia la Revolución Cubana, además
de otras tristes hostilidades y afinidades, no era dable que la antología
apareciera sin contar con su acuerdo explícito, que no parecía lo más sencillo
del mundo.
Aquel día de setiembre, una tarde húmeda de Buenos Aires, me
hallaba an la editorial Hyspamérica con su director, el inteligente y generoso
Jorge Lebedev. Una de las principales colecciones de esta editorial es la
“Biblioteca (de) Jorge Luis Borges”, colección dirigida por él con la
colaboración de María Kodama. La conversación, muy llena de citas de Borges,
giraba en torno a mi necesidad de encontrarme, por el hecho aludido, con el
autor de “Discusión”. A las dificultades previsibles se añadía que la prensa
había estado publicando con insistencia noticias sobre una supuesta enfermedad
que afectaba a Borges, impidiéndole incluso recibir a los periodistas. En eso
sonó el teléfono. Lebedev lo tomó, pero apenas pudo hablar unas palabras,
porque la comunicación se cortó debido a algún defecto técnico. Entonces me
miró con rostro sorprendido y dijo: “Es Borges”. Insistió en volver a
comunicarse, y al fin lo logró. Habló con María Kodama sobre algunas cosas de
trabajo y de inmediato, para mi perplejidad, le añadió: “María, estoy con el
poeta cubano (oh riesgo) Fernández Retamar, que conoce y admira mucho la obra
de Borges, y necesita verlo. Se lo paso”. Estupefacto, tomé el teléfono. No
hallando otra cosa mejor que hacer, pasé a recitarle:
El vago azar o las precisas leyes
Que rigen este sueño, el universo,
Me permitieron compartir un terso
Trecho del curso con Alfonso Reyes
Y añadí a continuación: “Y ahora, si usted tiene la bondad
de facilitarlo, con María Kodama y Jorge Luis Borges.” Siguió un silencio, y
luego la voz dulce de María: “Voy a preguntarle”. Otro silencio, más largo, y
de nuevo la voz: “Dice Borges que si puede venir ahora.” “Dígale que ya estoy
ahí.” Me despedí agradecido de Lebedev, salí a la calle Corrientes, y tomé el
primer taxi que encontré libre, diciéndole al chofer: “A Maipú y Charcas.” El
viaje demoró sólo unos minutos, pero me parecieron demasiados. Al fin me
encontré ante el número 994 de la calle Maipú. Lebedev me había provisto de una
especie de contraseña que me franqueó la entrada al edificio. En el sexto piso,
la propia María Kodama me abrió la puerta del apartamento. Me impresionaron la
belleza de maría y la sobria austeridad del piso. Un óleo de doña leonor
Acevedo, en un pequeño vestíbulo, enfrentaba la puerta. María, cordialmente, me
hizo pasar al salón, regido por un hermoso cuadro (conocido en fotos) pintado
por Norah Borges. Su hermano estaba sentado en un sofá, rodeado por una
vehemente delegación brasileña que lo invitaba a ir a su país. Comprendí que
había llegado demasiado pronto. Le estreché la mano a Borges (quien, según
creí, debía haberme tomado por un brasileño retrasado), saludé a los demás como
pude, y me senté en un butacón, esperando que terminara ese encuentro, lo que
ocurrió pronto. María se levantó para acompañar a los visitantes hasta la
puerta, y yo quedé solo con Borges. Pensando que no me veía y daba por sentado
que también me había ido, quedé en silencio, en espera de la vuelta estimulante
de María. Pero no: Borges no me había tomado por un brasileño más, y me dirigió
la palabra. Entonces fui a sentarme a su lado, le agradecí que me hubiera
recibido tan pronto y le expresé mi alegría por encontrarlo bien de salud, no
obstante los comentarios de la prensa.
-Tienen que exagerar, che, si no, ¿cómo podrían salir los
periódicos todos los días? Tienen que exagerar, tienen que inventar.
En algún momento había vuelto María. Les regalé a ambos el
número de “Casa de las Américas” dedicado a Cortázar que María hojeó. Borges
tuvo palabras amables para Cortázar, una selección de cuyos cuentos aparece en
la “Biblioteca personal Jorge Luis Borges”, y recordó que él había sido el
primero en publicarle un cuento a Julio.
-Borges, quise verlo a usted en 1961, cuando vine la otra
vez a Buenos Aires. Pero usted estaba entonces en Texas. Ha pasado un cuarto de
siglo, y el tiempo me ha devastado. Por suerte los dioses, benevolentes, lo han
privado de la tristeza de verme ahora.
-¿Qué edad tiene?
-Cincuenta y cinco años.
-Pero si es un pibe, che. Yo tengo ochenta y seis.
-Sí, pero yo vivo en el tiempo y usted está en la eternidad,
que ha historiado, así como ha refutado el tiempo.
-No, también Borges es sucesivo.
-En todo caso, de mis cincuenta y cinco años, me he pasado
cuarenta leyéndolo a usted.
-Me excuso…
-Ahora no tiene mayor mérito leerlo: ahora es usted famoso
(sea ello lo que fuere), y casi todo el mundo lo hace. Pero entonces, ¿cuántos
lectores constantes tendría usted? ¿Seiscientos? Digamos quinientos noventa y nueve
y un adolescente que buscaba con fervor los escasos libros de usted que podía
conseguir, y sus colaboraciones en la revista Sur, para leerlo en un barrio
orillero llamado La Víbora.
-¿Y dónde está ese barrio orillero?
Pensé que después de mi respuesta se acabaría la
conversación. Pero tenía que contestar.
-Ese barrio está en la ciudad de La Habana, capital de un
país llamado Cuba, cuyo régimen político yo sé que usted no aprecia demasiado.
Pero ni siquiera eso puede impedir que isted tenga allí millares de lectores,
millares de admiradores. Y precisamente por eso he insistido en verlo. Porque
preparo una antología suya y necesito su consentimiento. Le prometo que me
atendré a las más recientes ediciones de sus “Obras Completas” y libros
posteriores, y que no incluiré nada de lo que usted haya prescindido, a pesar
de que entre esos materiales se encuentren textos y aun libros completos que
quiero. Por ejemplo, entre los muchos versos que usted ha eliminado recuerdo,
de “Fervor de Buenos Aires”, aquellos sobre las hermanas:
Al salir vi un alboroto de niñas
una chiquilla tan linda
que mis miradas enseguida buscaron
la conjetural hermana mayor,
que abreviando las prolijidades del tiempo,
lograse en hermosura quieta y morena
la belleza colmada
que balbuceaba la primera.
Ese primer libro suyo era precioso. Y tuvo la fortuna de
encontrar comentaristas como Gómez de la Serna y Diez-Canedo, y merecer el
interés de Alfonso Reyes.
-Ah, Reyes. Yo era en Buenos Aires el hombre invisible, y
Reyes me descubrió. Me invitaba a almorzar todos los domingos en la Embajada de
México.
-Admiro mucho a Reyes. Llegué a conocerlo en 1952. A María
le recité unos versos de su extraordinaria elegía a Reyes.
-Pero hay textos que no debe usted poner en su selección. Por
ejemplo, “La fundación mítica de Buenos Aires” y “El general Quiroga va en
coche a la muerte”:
-Aunque lo lamento mucho, al verlos cambiar de título
sospeché que el próximo paso sería la eliminación.
-Y también debe quitar “Hombre de la esquina rosada”.
-Pero Borges…
-Es que no es creíble. La verdad de ese cuento está en otro…
-Sí, pero en la antología yo pondré también ese otro cuento:
“Historia de Rosendo Juárez”. Así se establecerá entre ambos un diálogo en el
volumen, por encima de los años.
María Kodama me pregunta si yo diré eso en el prólogo y le
afirmo que sí, como lo estoy haciendo. Entonces Borges accede a que aparezca el
primer cuento.
-Lo que no podremos es mandarle dólares.
-A mí no me interesa el dinero.
-Le enviaremos cuadros o libros antiguos.
-¿Y me traerá usted mismo esa antología?
-Me encantaría poder hacerlo.
-Lo espero.
-Me voy a sentir más feliz que usted cuando habla en “El
hacedor” de entregarle el libro a Lugones en la Biblioteca, porque será de
veras y no en un sueño que se deshace “como el agua en el agua”.
-Si usted lo dice…
-Debo añadirle que he escrito algunas cosas duras sobre
usted, pero probablemente no más duras que las que usted escribió sobre Darío o
Lugones. Y sin embargo…
Borges dice, como para sí:
-Fueron mis maestros.
La conversación –que no grabé y de la que no tomé notas: la
reproduzco aproximadamente, de memoria, con toda la fidelidad de la que soy
capaz- derivó hacia muchos otros caminos: el hecho (que me comunicó Lebedev) de
que a veces Borges cantaba viejas milongas; su antipatía por gardel (lo que no
le impidió asentir risueño ante la conjetura que le expuse de que quizá un día
se hablase de “Carlos Borges y Jorge luis Gardel”); una sugerencia mía para que
visitara Cuba, lo que no se sentía tentado a hacer; su amistad de toda la vida
con el escritor comunista uruguayo Enrique Amorim (“era una individualidad”,
dijo); un inmediato viaje mío a Uruguay y luego a Nicaragua; los versos de una
décima que Borges me recitó y consideraba hecha en Cuba, a la que yo
correspondí con otra, peculiarmente escandida, que conocía mi abuelo, decimista
aficionado; mi esfuerzo, completamente vano, por convencer a Borges de que el
“Martín Fierro” estaba en su mayor parte escrito en décimas truncas… La tarde
se había hecho noche cerrada. Me levanté. Apreté de nuevo su mano, delicada,
contemplé, no sin emoción, aquel rostro pálido donde una sonrisa había estado
casi siempre presente, me despedí de María, que tanto me ayudara en este
encuentro, y salí a la calle, exaltado. Tenía la convicción de que, además del
hombre de inmenso talento que ya sabía que era, Borges era un hombre bueno,
modesto, parco en su vivir. Por desdicha, la ilusión de entregarle
personalmente este libro también se ha deshecho “como el agua en el agua”.
Varios meses después, cuando la selección estaba terminada y había bocetado la
primera versión del prólogo, ya inútil (intentaba ser una nueva conversación
con él), Borges fallecía en Ginebra, donde se inhumó su cadáver. Aquella tarde
de setiembre quedó para mí como un recuerdo luminoso, pero sin continuación.
“Vida y muerte le han faltado a mi vida”, escribió en 1932
Borges. Pero en realidad, además de la copiosa bibliografía pasiva que luego
cayó sobre su obra –bibliografía a veces esclarecedora, a veces tupida maraña o
vacuo escarceo-, a partir de cierto momento su vida también se hizo pública, y
de manera no siempre afortunada.
Quien había sido un escritor de minorías se convertiría en
pasto de la más diversa prensa, y notoria piedra de escándalo. Sus
declaraciones, donde el vanguardista de ayer solía volver sobre los fueros de
la arbitrariedad, le dieron inusitada nombradía. Como ha escrito a raíz de su
muerte, Noé Jitrik:
“ las declaraciones no estaban previstas en el tímido autor
de “Historia de la eternidad”; a ellas lo volcó Perón cuando lo sacó de una
tranquila biblioteca para encomendarle la inspección de mercados y ferias
francas (…) dio conferencias, habló y, milagro, consiguió transformar su
blabuceo y vacilación en una carta de triunfo que lo envió a la fama mundial:
su fama, me parece, se origina en su dominio de la oralidad, no estrictamente
en su escritura, aunque su escritura lo autoriza; su manejo de lo oral, como
forma de penetrar rápidamente en las capas más amplias de la conciencia
colectiva, al mismo tiempo que confirma su comportamiento argentino –rapidez en
la réplica, contundencia en la afirmación, golpe de sorpresa quederrota al
enemigo, impunidad en lo efímero, manejo de la cita- le resultó mucho más que
la prosa perfecta de “Ficciones”, que, hacia 1945, leíamos sólo unos pocos; de
este modo, lo que no consiguió su genio –aunque se hable de su genio- lo logró
su ingenio, su arte menor fue el vehículo que permitió que mucha gente se
acercara a su arte mayor”.
De ese “arte menor” no voy a ocuparme aquí, aunque haya sido
imprescindible mencionarlo. Mucho más importante, en todo caso, y de alguna
manera relacionado con aquél, es el hecho de que Borges, en su fundamental
escepticismo, haya estado sustentado en un pensamiento idealista de fuerte
raigambre conservadora. Recuérdense sus reiteradas y admirativas alusiones a
Berkeley t Schopenhauer. Pero es bien conocido que la érronea posición
filosófica o política de un autor no invalida necesariamente su obra literaria.
Para no insistir en el ejemplo manido de Balzac, creo que a Borges (y también a
Auden) le son aplicables los versos que este último escribió en memoria de W.
B. Yeats, quien había muerto en 1939:
Time that is intolerant
Of tha brave and innocent,
And indifferent in a week
To a beautiful physique,
Worships language and forgives
Everyone by whom it lives;
Pardons cowardice, conceit,
Lays its honours at their feet.
Time that with this strange excuse
Pardoned Kipling and his views,
And will pardon Paul Claudel,
Pardons him for writing well.
Y “escribir bien” fue el atributo de Borges desde muy
pronto. Es verdad que ello supuso en él frecuentes cambios de rumbo, al extremo
de que pudo llamarse a sí mismo “hombre desgarrado hasta el escándalo por
sucesivas y contrarias lealtades”. La primera de esas lealtades, si dejamos de
lado sus precocidades o curiosidades infantiles, lo presenta como un típico
abanderado del vanguardismo hispánico, “elaborando”, según dijera en 1952 frente
a la tumba de Macedonio Fernández, “áridos y avaros poemas de la secta, de la
equivocación ultraísta”. Hay que recordar que el entusiasta e irónico teórico
del ultraísmo (que aprendió en su juvenil estancia española, y al que llevó
huellas de lo que había significado para él el encuentro en Suiza con el
expresionismo alemán) fue también el primer contradictor argentino, desde su
propio seno, de dicha “secta”, lo que se puso de manifiesto al aparcer en 1923
su libro inicial: “Fervor de Buenos Aires”. Con razón Borges conservó siempre
apego por esta obra, digno comienzo de su gran trabajo literario.
Quizá los dos libros fundamentales de la vanguardia poética
hispanoamericana sean “Trilce”, que en 1923 publicó César Vallejo, y éste de
Borges. Acercar ambas obras puede parecer artificial, ya que las diferencias
son bien apreciables. Pero aparte de su común origen vanguardista, mucho más
visible en el libro del peruano que en el del argentino, algunos elementos los
acercan, y señaladamente el que es para mí el rasgo más atractivo de la poesía,
de toda la obra de Borges: la intensidad: “Soy esa torpe intensidad que es un
alma”, escribió. De hecho, entre las fuerzas que han peleado constantemente en
esa compleja obra, dos se destacan: la intensidad y el ingenio. No es sólo en
las mentadas declaraciones donde este último hace de las suyas, sino en la
propia tarea literaria de Borges. Por su carácter augural, “Fervor de Buenos
Aires” muestra muy claramente esta pelea.
Borges prestó siempre una ejemplar atención al instrumento
de su escritura. En su poesía, aun cuando no puede señalársele un denominador
común en este ni en muchos otros órdenes –los cambios fueron a menudo bruscos
en él, salvo en su última etapa-, es apreciable su inclinación a lo que llamó
en 1928 “el no escrito idioma argentino (que) sigue diciéndonos, el de nuestra
pasión, el de nuestra casa, el de la confianza, el de la conversada amistad”.
Tal inclinación no es extraño que lo llevara a asuntos inmediatos, pero nunca,
ni siquiera en el momento de “Fervor…”, permitió que tales asuntos excluyeran
otros de horizonte más vasto. De hecho, lo que hizo fue abordar lo inmediato
con la hondura que otros reservan para los temas real o supuestamente mayores,
profundizando así su sentir y su expresión.
Cuando, dejada atrás la década del 20, se apartó cada vez
más de lo obviamente vernáculo, aquel “idioma argentino (que) sigue
diciéndonos”, limpio de localismos, conservó su temperatura, sean cuales fueran
los asuntos en consideración. En su prólogo a la “Antología poética argentina”
(1941) observó Borges cómo se revelaba el carácter argentino en un autor nada
pintoresco como Enrique Banchs; y en aquel prólogo llamó a Ezequiel Martínez
Estrada “nuestro mejor poeta contemporáneo”, lo que equivalía a toda una
declaración de principios. No es extraño que muchos de sus poemas últimos (con
frecuencia sonetos y otros también en estrofas de versos regulares) hagan
pensar en hombres como Branchs o Martínez Estrada. Si tempranamente, después de
los énfasis vanguardistas, aseguró que los ultraístas habían vuelto a escribir
los borradores de “Lunario sentimental”, ya en la vejez, en 1972, explicó:
“Descreo de las escuelas literarias, que juzgo simulacros
didácticos para simplificar lo que enseñan, pero si me obligaran a declarar de
dónde proceden mis versos, diría que del modernismo, esa gran libertad, que
renovó las muchas literaturas cuyo instrumento común es el castellano y que
llegó, por cierto, hasta España. He conversado más de una vez con Leopoldo
Lugones, hombre solitario y soberbio; éste solía desviar el curso del diálogo
para hablar de “mi amigo y maestro Rubén Darío”. (Creo, por lo demás, que
debemos recalcar las afinidades del idioma, no sus regionalismos.)”
Espero que no parezca arbitrario que en la sección que
corresponde a la poesía en este libro, aparezcan varias piezas en prosa.
Borges, en algunas antologías personales, separó textos de esa naturaleza bajo
el extraño título de “Prosa”: pero “prosa”, como es bien sabido, no es el
nombre de un género literario, sino de una forma o manera del lenguaje. Y
aunque en “Obra Poética” (1923-1977) se prescindió de las “prosas” de “El
hacedor” (con la excepción lógica de la dedicatoria) y de “Elogio de la
sombra”, quise ser fiel, por considerarlo más acertado, a lo dicho por Borges
en el prólogo de este libro: “En estas páginas conviven, creo que sin
discordia, las formas de la prosa y el verso. Podría invocar antecedentes
ilustres (…) prefiero declarar que esas divergencias me parecen accidentales y
que desearía que este libro fuera leído como un libro de versos.
Poco después de comenzar a publicar sus libros de poemas,
Borges comenzó también a publicar sus libros de ensayos. Pero los primeros de
esos libros serían rechazados luego por su autor. “Inquisiciones” (1925), “El
tamaño de mi esperanza” (1926) y “El idioma de los argentinos” (1928) no
aparecen en ninguna edición de sus singulares “Obras completas”. Se trata, sin
embargo, de libros estimables,, incluso muy valiosos, con los que, acaso no es
exagerado decirlo, Borges hacía dar un giro a la ensayística hispanoamericana.
Pero es inútil hablar más de ellos aquí, puesto que no aparecerán
representados, según la promesa que hice a Borges. “Evaristo Carriego” (1930),
por su parte, es un libro orgánico, que no es aconsejable despedazar. Y varios
otros libros de ensayos, escritos en colaboración (lo que ya impide su
presencia en un libro de Borges) son relativamente extensos, y de ellos puede
decirse lo que de “Evaristo Carriego”. Por todo lo anterior, no son tantos los
ensayos de Borges que aparecen en estas “Páginas escogidas” como yo habría
querido.
El mejor tipo de ensayo de Borges es breve, tal como fue el
ensayo de Montaigne y lo que es general entre los ingleses. Borges suele
presentar un aspecto inusitado del asunto que aborda. Tiene razón Jaime
Alazraki cuando afirma:
“Como en el oxímoron, donde se aplica a una palabra un
epíteto que parece contradecirla, en sus ensayos Borges estudia un sujeto
aplicando teorías que de antemano condena como falibles y falaces. El oxímoron es
un intento por superar las estrecheces racionales del lenguaje, es un mentís a
la realidad reglada conceptualmente por medio de las palabras. Este
procedimiento es el que mejor define la técnica del ensayo borgeano, porque las
ideas –lo sustantivo del ensayo- se estiman o califican con teorías que
contradicen a las primeras en el sentido de despojarlas de todo lo trascendente
respecto a la realidad histórica, pero a la vez (como el oxímoron) devuelven a
esas ideas (a esos sustantivos que califican) el único valor que las justifica:
su carácter de maravilla o de creación estética, conciliando así, opuestos que
sólo aparentemente se rechazan (y ésta y no otra es la función del oxímoron
respecto al lenguaje).”
El relato se insinuó tardíamente en Borges, en las páginas
aparecidas en la revista “Martín Fierro”, en 1927, con el título “Leyenda
policial”, y luego relaboradas como “Hombres pelearon”, en “El idioma de los
argentinos” (1928). De allí surgiría años después, con otra versión intermedia,
de 1933, su primer cuento, “Hombre de la esquina rosada”, recogido en “Historia
universal de la infamia” (1935). Su ambiente y su lenguaje lo emparientan con
textos de la época del 20. Pero el grueso de los materiales de aquel libro era
bien diverso. Se trataba, como dirá después con su modestia habitual Borges, de
“el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que
se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez)
ajenas historias”. En el prólogo a la primera edición del libro había dicho que
esos “ejercicios de prosa narrativa (…) derivan, creo, de mis relecturas de
Stevenson, de Chesterton y aun de los primeros films de von Sternberg y tal vez
de cierta biografía de Evaristo Carriego”. En esta genealogía falta un nombre
decisivo: el de Marcel Schwob, de cuyas “Vies imaginaires” (1896) proceden
estas otras “vidas”. Borges mismo lo iba a reconocer más tarde.
Pero el primer auténtico libro de cuentos de Borges no
aparecería hasta 1941: “El jardín de senderos que se bifurcan”. Los relatos
allí recogidos, junto con otros nombrados “Artificios”, volverían a aparecer
tres años después con el nombre de “Ficciones” (1935-1944). La fama (término
que él deplora) estrictamente literaria de Borges proviene de allí. Aunque se
tratara del último de los géneros en los que incursionó, el cuento decidió la
inmensa repercusión que su obra tendría. Por otra parte, la bibliografía pasiva
a propósito de este costado de Borges es tan enorme, que parece ocioso intentar
aquí ningún comentario relativo a criterios conocidos por el lector. Baste
recordar que es sobre todo su significativo aporte a la literatura fantástica
(de la que Borges compilara una inolvidable antología, parcialmente apócrifa, con
Adolfo Bioy casares y Silvina Ocampo en 1940) lo que llamó la atención, primero
al mundo de habla española y después a los otros mundos, sobre esa producción
que en su línea es francamente espléndida. Uno de los mejores libros en torno a
esta vertiente de su obra (al menos en su mayor parte) es el de Ana María
Barrenechea “La expresión de la irrealidad en la obra de Borges” (México, 1957;
hay edición posterior, ampliada). El título es harto elocuente, y no requiere
glosas.
Borges, en efecto, así como en sus ensayos se acerca a los
asuntos por un costado inesperado, en muchos de sus cuentos revela a primera
vista lo que podríamos llamar la irrealidad de la realidad. Parte con
frecuencia de un hecho verificable, incluso nombra a veces a personas vivientes
a quienes involucra en la acción, y nos va llevando a una sorpresa que es el
verdadero núcleo del cuento. No es extraño que le atraiga la literatura
policial, a la que ha hecho (solo o en compañía de Casares) notables aportes.
La numerosa mención de criaturas y sitios lejanos en la obra
de Borges no debe engañarnos: se trata de nuestro mundo, cuya rareza se
complace en señalar.
Por otra parte, aunque Borges profesa un antirrealismo
militante, no ha dejado de escribir cuentos realistas, algunos magníficos. En
varios casos el cuento es susceptible de más de una lectura: quizá el ejemplo
arquetípico sea “El sur”. Más importante que esa tosca división en cuentos fantásticos
y cuentos realistas es averiguar hasta que punto la cuentística, la obra toda
de Borges es expresión no ya de la irrealidad, sino de la realidad de su
contorno. Pues Borges, a quien tanto acabaron molestando los arrestos
nacionalistas de la primera parte de su obra, fue siempre, y profundamente, un
autor argentino, inserto en el muy complejo horizonte de problemas de su país,
e incluso de su “destino sudamericano”. Más de un investigador ha querido
rastrear ese fondo de su obra. Pero, no obstante lo bueno que se ha escrito
sobre ello, esta tarea en conjunto, según creo, queda por realizar.
No sólo tiene que terminarse, sino en particular un prólogo,
que si bien en algunos casos, como vio Borges, es una especie lateral de la
crítica, y por tanto un género literario, el más molesto de los géneros
literarios, porque demora la lectura que realmente se desea. Lleguemos pues al
final de estas líneas deslavazadas. Ellas preceden (algo tenía que hacerlo) a
páginas admirables que no siempre representan mi gusto personal, pero que,
según lo espero, son una incitación a seguir penetrando en una obra fascinante
(con lo que Borges rechazó en sus “Obras completas” sería feliz un buen
escritor); ellas se hicieron a pocos días de la desaparición de Borges. Cuando
hace medio siglo falleció Miguel de Unamuno, aqué escribió en un artículo una
sentencia con la que quiero terminar, por parecerme justa en ambos casos: “El
primer escritor de nuestro idioma acaba de morir”.
Roberto Fernández Retamar
- 1986
Fuente Revista Malabia
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