Diario "El
País" (Montevideo), 4 de octubre de 1950 (Resumen de Carlos A. Passos)
En el Paraninfo de la Universidad y ante numeroso público,
el distinguido escritor argentino Jorge Luis Borges ofreció anteayer, la
segunda conferencia de su ciclo sobre Óscar Wilde, refiriéndose, en ella, a los
sonetos, “La esfinge” y “La Balada de la cárcel de Reading.
Como se sabe, este ciclo es auspiciado por nuestra
Universidad y el Departamento de Arte y Cultura del Ministerio de Instrucción
Pública y Previsión Social.
Los primeros versos de Wilde –comenzó diciendo Borges–
tienen lo que los últimos (que tendrían, también, tantas otras cosas): poseen
ya una artesanía perfecta. Son, a veces, ejercicios, pero ejercicios
emocionados. En muchos de ellos, Wilde logra una comunicación inmediata; es
como si Wilde se hubiera olvidado de que está versificando y se hubiese puesto
a pensar en voz alta.
Entre los temas de esos primeros poemas figura, al
principio, para desaparecer después, el de la libertad. Wilde heredó este tema
de Milton, de Shelley, de Swinburne y de Wodsworth. Y ya en los primeros versos
de Wilde aparece, también una evocación que influirá de la manera más extraña
en el destino del poeta, tratándose de la persona que más ha influido quizás,
en Wilde: es la de Cristo. Al final de su vida,
Wilde llegó a identificarse, en efecto, con Cristo y,
además, durante toda su vida tuvo la costumbre de pensar no abstractamente,
sino, como lo hacía Cristo, directamente en parábolas. Otro tema que hallamos
en esos primeros poemas es el del Imperio Británico (lo que resulta extraño en
un irlandés), pero el Imperio Británico como prefiguración de una República. En
el poema “Ave imperatrix”, donde se canta dicho tema, Wilde acumula esplendores
geográficos. Y todo esto anticipa, en cierto modo, la poesía de otro famoso
contemporáneo suyo, la poesía de Rudyard Kipling.
Entre los temas de esos primeros poemas figura, al
principio, para desaparecer después, el de la libertad. Wilde heredó este tema
de Milton, de Shelley, de Swinburne y de Wodsworth. Y ya en los primeros versos
de Wilde aparece, también una evocación que influirá de la manera más extraña
en el destino del poeta, tratándose de la persona que más ha influido quizás,
en Wilde: es la de Cristo. Al final de su vida, Wilde llegó a identificarse, en
efecto, con Cristo y, además, durante toda su vida tuvo la costumbre de pensar
no abstractamente, sino, como lo hacía Cristo, directamente en parábolas. Otro
tema que hallamos en esos primeros poemas es el del Imperio Británico (lo que
resulta extraño en un irlandés), pero el Imperio Británico como prefiguración
de una República. En el poema “Ave imperatrix”, donde se canta dicho tema,
Wilde acumula esplendores geográficos. Y todo esto anticipa, en cierto modo, la
poesía de otro famoso contemporáneo suyo, la poesía de Rudyard Kipling.
Fuera de su admirable factura, los poemas iniciales de Wilde
que forman su primera época, no parecen escritos en función de la personalidad
de Wilde, sino por un joven poeta inglés de Oxford. Quizás Wilde, al
escribirlos, quiso identificarse totalmente con sus compañeros de Oxford y, por
eso, los escribió así. Son, por lo demás, ejercicios a la manera de Keats, a la
manera de Shelley y hay asimismo, muchos poemas mitológicos. Tal vez, lo más
personal que estos poemas tienen, es la obsesión casi –diríamos– de Cristo.
Hay, por ejemplo, un poema en el que Wilde rechaza con un rigor puritano las
pompas de la Iglesia; fue escrito en Roma, después de haber oído Wilde el “Dies
irae” en la Capilla Sixtina, y dice, en efecto, que en el esplendor de esa
música no había encontrado a Cristo, agregando que mejor lo encontraba en la
soledad y en el canto de los pájaros. Y hay luego, un soneto muy angustiado en
el cual Wilde antitéticamente describe un personaje y, para que comprendamos
que es Cristo, emplea entonces la palabra “humano”. Estos primeros versos de
Wilde son elocuentes y la elocuencia suele ser un defecto en la poesía lírica.
En su segunda época, Wilde produjo muchos poemas. No
obstante, podemos limitarnos a dos de ellos: “La casa de la cortesana” y “La
esfinge”. Ambos poemas corresponden de un modo muy preciso a la fecha en que se
escribieron exactamente a las últimas décadas del siglo XIX, al cansancio, a la
fatiga, a la sensación de vejez y de inutilidad de esa época. Hay épocas en la
historia en que los hombres se sienten en el principio de un proceso: v. gr.,
el Renacimiento, y el comienzo y el medio del siglo XIX en los Estados Unidos
(las poesías de Emerson y de Whitman parecen escritas, en efecto, como desde
una aurora); pero también hay otras épocas de cansancio, y una así le tocó en
suerte a Wilde, en su segunda época. El siglo XIX tan memorable, sobre todo
ahora, y digno de tanta nostalgia, es hacia su final, una época triste.
Tenemos, al respecto, el testimonio de un contemporáneo de Wilde, que sintió
esa impresión de estar perdido en un vasto mundo mecánico e insensato, el
testimonio de Chesterton quien, en la dedicatoria de “El hombre que fue jueves”
a un amigo suyo, dice, primero, “El mundo era muy viejo cuando tú y yo éramos
jóvenes”, y recuerda, luego, a dos escritores que en ese mundo de gente cansada
y escéptica, se atrevieron a ser felices y valientes: Walt Whitman, desde la
isla de Manhattan, y Stevenson, que se moría en otra isla en el Pacífico. Pues
bien: a Wilde le tocó hacer lo poético de ese tiempo de cansancio y lo hizo en
poemas barrocos. De ellos se ha dicho que son arabescos verbales. Y es verdad,
siempre que no veamos un reproche en esa definición. En uno de ellos, el poeta
y su novia se acercan a una casa alta e iluminada en donde hay una fiesta y ven
entonces las formas de los bailarines y oyen a los músicos que tocan un vals de
Strauss. Wilde toma este tema de las sombras, para decir que esos bailarines, a
quienes se ve como sombras, son realmente sombras. Y el otro poema de Wilde es
“La esfinge”. Es un poema que podemos llamar perfecto, y que está casi
enteramente tejido de palabras ilustres, antiguas y oscuras. El ambiente de ese
poema es, más o menos, el de “La tentación de San Antonio” de Flaubert. Y si pregunta
qué sentido tiene ese poema, puede contestarse que ninguno, que el único fin
del poeta ha sido halagarnos con esas evocaciones ilustres y con la melodía de
los versos. Tiene, el mismo, lo que algunos han llamado los defectos barrocos:
la fría extravagancia, el exceso decorativo. Sintácticamente, es un poema
singularmente claro: no hay ninguna frase torpe. Y hay otro rasgo que es común
a todas las poesías de Wilde en esa época: la frecuente mención de una etapa
del día que no había figurado en la poesía anterior a las últimas décadas del
siglo XIX: el crepúsculo. El del crepúsculo nocturno fue, en efecto, un
descubrimiento literario de ese tiempo (a nuestras repúblicas llegó después con
Lugones, con Herrera y Reissig, y en general con los poetas del modernismo). La
idea de que la noche pudiera ser agradable es una idea relativamente nueva en
la literatura. Para los poetas griegos, los latinos, los del Renacimiento, la
imagen natural de la alegría era la aurora. En cambio, en el siglo XIX ya se
siente la aurora como algo terrible; vemos el sentido que ella tiene, en la
poesía de Baudelaire y, también, en la de Tennyson. Los poetas de la época de
Wilde abundan, así, en esa etapa ambigua del día.
Diario "El País" (Montevideo), 2 de diciembre de
1949 (Resumen de Carlos A. Passos)
Texto recopilado en diario de la época depositado en
Biblioteca Nacional de Montevideo y editado por mi, Carlos Echinope, editor de
Letras Uruguay, sin apoyo alguno y sin trabajo rentado. Si me apoyan haré mucho
más. Gracias. echinope@gmail.com -
@echinope Métodos para apoyar a Letras-Uruguay
Fuente : Letras Uruguay
http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/borges/borges_conf_wilde.htm
No hay comentarios:
Publicar un comentario