“Su vida eran sus
libros, sus demasiados libros, aun cuando leer no se cuente dentro de los
intereses de millones de analfabetos”
Por: Fernán Avid Medrano Banquet
Cuando por primera vez leí a Jorge Luis Borges experimenté
la sensación de que el autor argentino era el colmo de la literatura, de que no
había nada más allá de la estética de lo precioso y de la estética de lo
repugnante hecho letras. Non plus ultra. Y, como es de suponerse, deseé contagiarme
de su genialidad, incluso de sus fealdades. Pero en el acto comprobé que nunca
me sería dable escribir lo mismo que él. Por eso, tomé la decisión de que tenía
que resignarme con aspirar a ser, en el mejor de los casos, un artista de la
lectura. Porque como viajero de las páginas de todos los libros del universo,
nuestro creador ingenió un arte alterno: el arte de la lectura, que puede
prefigurar el arte de la escritura. Nos legó el consejo de que para ser un gran
escritor hay que ser mil veces un gran lector.
Borges imaginó que el paraíso debía de poseer la forma de
una biblioteca bien nutrida. Su vida eran sus libros, sus demasiados libros,
aun cuando leer no se cuente dentro de los intereses de millones de analfabetos
(de analfabetos hasta con doctorado y todo). Sintió además que podía
enorgullecerse de los libros que alguna vez leyó, antes de que sus ojos fueran
socios de lo oscuro. Al autor de Fervor de Buenos Aires no le gustó lo que
escribió ni cómo lo escribió. El suyo era un nivel de autocrítica elevado.
Prefería a otros autores. Recomendaba que nos olvidáramos de él; nos sugirió
que leamos a Thomas De Quincey, Robert Louis Stevenson, Charles Dickens. Rafael
Cansinos-Asséns lo deslumbró con su mucha luz libresca. Y lo vio al sevillano
como la encarnación de todas las bibliotecas del Viejo Continente.
En cierta ocasión, durante una de esas conversaciones
similares a las que sucedían en el Monte Olimpo, cuenta Jorge Luis Borges que
le preguntó a Rafael Reyes por qué publicamos, a lo que el autor mexicano le
respondió que publicamos para no pasarnos la vida corrigiendo. El erudito
bonaerense no publicó una novela memorable, acaso porque se pasó la vida
puliéndola en su memoria justa. O porque no quiso exponer carne en la parrilla
de la crítica cavernícola. O porque seguramente acató a pies juntillas la
recomendación de su padre, en el sentido de que escribiera mucho, rompiera casi
todo y, sobre todo, no se apresurara a publicar.
Borges supo todos los trucos con los que la literatura
postula la recreación del cosmos. Se divirtió cantidad jugando con los
artificios de la magia literaria y a continuación los despreció. A propósito
del autor de la Historia de la eternidad se ha declarado de todo. Por ejemplo,
que es un dinosaurio político. Sí pero no: lo de posponer las elecciones
durante doscientos años y lo de proponer un gobierno meramente municipal vale
la pena analizarlo y, si es preciso, considerarlo.
Hubo quien escribió un prólogo para afirmar que Jorge Luis
Borges es tal vez en lengua castellana el único autor a quien el Premio Nobel
de Literatura no lo merece. A no dudar, yo me adhiero a esa opinión en su
conjunto. El capricho rencoroso de los referees de otras latitudes no es digno
de aprecio. Tampoco estoy convencido de que los premios y autoelogios curen la
depresión de los que fracasan al triunfar. Es un contrasentido consagrar la
vida a la persecución del éxito. Además, Borges descreyó del fracaso y del
éxito. Y a despecho del Premio Nobel de Literatura secuestrado, los cuentos y
poemas borgianos siguen escribiéndose en la memoria de las gentes.
Fuente : Las dos orillas
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