lunes, 10 de septiembre de 2018

Bandeja Anecdotaria


         Fernando Quiñones con Jorge L. Borges y Luis Rosales. 
         Madrid 1973. Imagen de la Fundación Quiñones

Fernando Quiñones

Bien poco ingrato va a serle a uno actuar, de algún modo, como lenitivo o emoliente de las severas densidades y especulaciones alineadas, a buen seguro, en este número extra de Cuadernos. Ante él, y junto a las fórmulas de aquella urbanidad y gratitud que nunca vi le abandonasen, su extinto destinatario pudo haber también dejado ir ironías, jácaras, autodardos, no menos propios de su idiosincrasia y tan dirigidos a sus sátiras contra lo que probablemente más amó en el mundo, la literatura, como a quitarse importancia ante un agasajo de este porte; tal ocurrió, por lo menos, con el voluminoso monográfico que hace una treintena de años dedicara a nuestro hombre la revista parisina L'Herne y que, si Doña Memoria no me vende, hojeó Borges por primera vez sobre la mesa donde barajo estos apuntes.

Como en tanto otro ingenio de renombre, desde el doliente dandy Wilde hasta el menesteroso gaditano «Cojo Peroche» —cantaor medidísimo, aunque sin voz casi ni para hablar— el anecdotario verbal de Borges, el disperso mito de sus ocurrencias y salidas, incluye una incesante e imponente porción apócrifa con, esto es lo peor, impasables y desventuradas versiones del todo inasimilables no ya a su peculiar raza de humor, entre británica, criolla y de esencial filiación literaria, sino a una sobria precisión gestual y verbal, de la que era elemento sustantivo la discreción tonal del enunciado, lacónico por lo general, medio inaudible a veces y envuelto siempre en una suerte de fina distracción o indiferencia por lo dicho.

No corre el riesgo Borges, ni de lejos, que él apostilló y transcribió de Lugones respecto al ignorante tópico popular sobre un viejo amigo de ambos, don Francisco de Quevedo: «El más noble estilista se ha transformado en un prototipo chascarrillero». Sin embargo y para no pocos, la relación de agudezas e ironías de Borges también suele ocupar desdichadamente, al hablar de él, un espacio mayor y más equívoco, aunque sin duda más entretenido, capaz hasta de deformar o suplantar en parte la vasta significación real del escritor. Pero, abrigados como están aquí por tanto y tan grave cónclave, no creo que mis párrafos venideros contribuyan gran cosa a acrecentar esa comodona e incómoda manía. Sobre todo si dejamos asentado, sin circunloquios ni vacilaciones, el dramático sentido del tiempo y de la vida que sus amigos, y muchos que no lo fueron en persona, creemos poseyó de siempre al escritor. Un «pathos» casi con carácter de oculta dolencia, determinado por las básicas fugitividad, inexplicabilidad y fantasmagoría de cuanto en realidad somos, vemos o sabemos, y que, salvo en relativamente pocos pasajes, Borges transpone a su obra con la mesura a que su elegancia y miramiento ético lo obligaban, deslizándolo como detrás de las líneas o bien convirtiéndolo en frecuentes especulaciones, alusiones y aun juegos, desasidos en apariencia de aquel sustancial «dolorido sentir», uno de los secretos motores del interés y la paradójica felicidad de su escritura nos depara. En su vida, como, mucho menos habitual, en sus papeles, el humor de Borges actuó de barrera, de arma decidida o de poder moderador contra un trasfondo genérico acaso no menos pesimista que los de Sartre, Céline o Cioran, aunque no por ello, o quizá contra ello mismo, soliera combatirlo una desolemnizante, confianzuda jovialidad en sordina.

Y cerremos estas líneas de entrada con dos expresiones de disculpa a mi lectora o lector, tanto por lo que se refiere al posible e inevitable nuevo uso de alguna anécdota o comentario borgianos ya referidos por otros o por mí, cuanto por lo que atañe a la presencia o molesto protagonismo parcial, así como a probables imprecisiones menores de quien redacta estos recuerdos desde la memoria, sin notas a la vista; al menos, la chocante frecuencia del yo ofrece, o eso puede esperarse, algunas garantías de veracidad y de ineditez.

Contumaz contendor como fue Borges, lo sé bien, de las acogidas y despedidas muy calurosas —por ejemplo, de cierta manera andaluza que me es connatural—, y de toda gestualidad algo más que discreta, creo que, en veinticinco años de amistad intermitente pero invariable, sólo lo vi una vez reír a carcajadas. Fue en una recepción madrileña allá en los años sesenta, y esa rara efusión figura en la portada de su biografía publicada por Alicia Jurado en Eudeba; nunca hubiera podido pensar le hiciera tanta gracia al hombre la cita que de una ocurrencia de Sherwood Anderson le mencioné en aquel momento y que aparece en el libro Tar. Es cierto que Borges es aquí receptor y no autor de la humorada, pero también lo es que la fuerza de la recepción da reveladora cuenta de un importante flanco de su propio humor: en un hipódromo rural del Medio Oeste estadounidense, un petulante forastero del Este no deja, con razón o sin ella, de hacerse el sabihondo hípico; harto de él, un lugareño le dice por fin, más o menos:

    Mire, señor, en este pueblo no entendían de caballos más que tres hombres, y cuatro de ellos ya han muerto.

Las autoadmoniciones y la crítica, directas o indirectas, a su propio trabajo hecho y por venir, eran materia normal de las confidencias borgianas a las amistades. Una vez me renegó por vía fonética (él, tan celoso de la música de las palabras) hasta de su bautismo:

—Un capicúa poco afortunado; «orge» en el nombre y otra vez «orge» en el apellido, José Luis y no Jorge Luis Borges hubiera estado mejor, ¿no cree? Pero quizá sea ya un poco tarde.

Ese uso dubitativo, para los hechos menos dudosos, del quizás, el acaso, el tal vez o el puede ser, era una eficaz preponderante en su humor. Por ejemplo:

—¿Se fijó, Quiñones, en que los grandes libros no suelen disponer de buenos títulos? Hay excepciones: Libro De Las Mil Moches Y Una Noche, qué lindo. Pero El ingenioso Hidalgo, La Divina Comedia, Crimen y Castigo, tantos otros, corresponden en pobre a lo que contienen, ¿no es cierto?

Pensó un momento, para concluir en tono de susurrada y melancólica advertencia profesional:

—Claro que tal vez no baste con hallar un mal título.

La mayor, la más insospechable de las inocencias o de las dubitaciones asaltaba no pocas veces a Borges en cuanto a la valoración de sus textos y pese al férreo acabado de ellos; no se trataba, desde luego, de la asendereada falsa modestia que, se vista de lo que se vista, nos resulta por fin a los del gremio tan reconocible como su hermana la vanidad. Logré, por ejemplo, que acabara contando con su afecto (y que la encartase en alguna de sus recopilaciones) la breve cuanto admirable composición «A un poeta menor de la antología», y una tarde, en Aranjuez, le pregunté por qué la había desestimado durante tantos años.

—Ahora recuerdo —dijo al rato, cuando la conversación discurría ya por otros rumbos—. Recién escrito el poema en casa, corrí a leérselo a una señora de las que iban a tomar el té con mamá, y no le gustó.

Aun siendo tan divertida, noté que cualquier cosa menos gracia pretendía esa respuesta, pero en ese instante apenas reparé en ella, lleno como estaba por el contento de mi reivindicación. Muy otra suerte corrió, en cambio, la que le procuré al relato «El hombre en el umbral», uno de mis favoritos de El Aleph.

—Ah, sí —me dijo Borges enseguida—. ¿Y no le parece un poco maquinita?

Acompañó este desdeñoso término remedando con la mano derecha, no menos despectivamente, el manejo de una rueda de molinillo; era mejor desistir del asunto:

—No —me limité a protestar—. No lo encuentro, ni mucho menos, amanerado o meramente técnico, si es lo que usted ha querido decir.

—Bueno, bueno.

Los juegos de autodesestimación de su obra, y su conocida afirmación de que prefería ser valorado por lo que había leído más que por lo que había escrito, distaban en ocasiones —y entiendo que en forma conmovedora— de cuanto no fuera una sinceridad en estado puro. En su regreso a España, que le improvisé en el 63, no sé si me sorprendió más verlo sentadito en un taburete ante Rafael Cansinos Assens con la veneración y el santo respeto, decididamente, desmedidos, de un sacristán de pueblo ante el Papa de Roma, que oír cómo le murmuraba desconcertado a su madre ante el lleno en el Ateneo madrileño, provocado por el anuncio de una conferencia suya:

—Madre, pues parece que esto va en serio...

Tenía entonces sesenta y cuatro años, le acababa de ser otorgado el Premio Internacional de los Editores, era ya el Borges que es hoy —aunque tal vez todavía sin el mito— y casi parecía no esperar, aquella noche, un cónclave numéricamente muy superior al que, con las exactas palabras que siguen, me contó había acudido a su primera lectura pública:

—Si llega a faltar uno más, ya no cabe.

Su sonriente encomio a Norman Di Giovanni acerca de la traducción al inglés de unos poemas suyos, en la que, dijo, «un poeta perfectamente prescindible ha pasado a ser un poeta aceptable», la recomendación de que desoyera calumnias a quien le refería que alguien lo había calificado de genial, o su aserto de que prefería producir poco para contaminar lo menos posible, ya revisten otro carácter intencional, más elaborado quizás aunque no por ello menos perteneciente a esa verdad central de Borges, la de sentirse hasta última hora un simple sirviente de la literatura, un permanente discípulo de sus incontables primeros maestros y aun de quienes, como el mismo Cansinos o el llamativo Macedonio Fernández, no parecen poseer mayores motivos para haberlo sido que la seducción y el afecto literarios insuflados por ellos en la agradecida avidez y entusiasmo vocacional del Borges juvenil.

No puedo olvidar tampoco, tal cual lo referí en mi relato «Aeropuerto: 16'25» de mi libro Historias de la Argentina (Buenos Aires, 1966), el comentario que me hizo a la puerta de su piso porteño de Maipú, cuando le aludí a la unánime aprobación que, pese a las radicalmente opuestas ideologías políticas imperantes en los jóvenes, suscitaba entre ellos, exenta, su literatura.

—Y... Ya debo ser para ellos algo así como don Juan Nicasio Gallego. O como Zorrilla, ¿no?

Cierto periodista bonaerense, en una entrevista verdaderamente estúpida publicada poco después de salir el libro, se mostró muy importuno con Borges (a quien no nombró directamente en el relato, aunque quedaba clara su identidad), inquiriéndole si en realidad me había declarado eso, esto o aquello, y por qué; dadas las palmarias impertinencia y mala fe del quídam, Borges se mostró justamente evasivo y sólo ratificó, si mal no recuerdo, haberme dicho algo perfectamente espectacular y espontáneo, nada relacionado con lo que en aquel momento hablábamos, que no era ni siquiera de literatura:

—Es curioso advertir que el estilo de Dios es casi idéntico al de Víctor Hugo, ¿no? Cultivaba la generosa costumbre de creer que todos o casi todos sabíamos lo que él, y por tanto, de que se trataba muchas veces, no de informarnos, sino de recordar juntos cualquier verso, cualquier sucedido, cualquier referencia de lo más aquilatada, rara y erudita. En nuestro último encuentro de 1985 en su casa de Buenos Aires, me salió de pronto preguntándome por la opinión definitiva que me merecía Hormiga Hepa, de cuyo abrupto personaje así como de sus reflejos literarios poco sabía uno y jamás habíamos hablado, para, requiriendo también mi flaco concurso, entregarse luego a una prolongada meditación sobre el misterio etimológico y el anómalo empleo español de la palabra «menda».

No caigo en su aproximado tiempo o lugar, pero respondo por entero de las palabras que siguen:

—Estoy contento, maestro, con haberme librado de usted —le dije al hombre—. Lo he tenido un buen tiempo encima de mis trabajos, algo más de la cuenta en alguno, y sí que me ha costado zafarme pero ya está, ya me libré de Borges.

—Qué suerte. Yo aún no lo conseguí —suspiró él.

Con la gentilísima María Kodama, con Antonio Gala y con la pareja a que luego me referiré, Nadia mi mujer preparó en casa el plato que, a nuestro ofrecimiento de elegirse menú, había preferido Borges como muchas otras veces: ravioles con mantequilla y queso, los (¡ojo a la temible errata!) cojincitos, según nos contó los llamaba de niño. Aparte la cena y la compaña, traté aquella noche de ofrecerle algo más. ¿Un poco de música en vivo? No podía olvidarme de la relativa incomodidad que, barajada a un evidente interés, creí observar causaban en el recatado carácter de Borges los desgarros, crepitantes españolías e impudores emocionales del arte flamenco, como en la velada sevillana del 83 donde, dicho sea de paso, mucho le divirtió el apellido resueltamente operístico de un cantaor de Cádiz, Scapaccini; o como en el repleto estudio del escultor Pablo Serrano cierta memorable madrugada invernal del 63 en la que, dada mi ininterrumpida amistad con ambos artistas, pude depararle a Borges un breve pero muy cumplido recital de José Menese con Manolo Brenes a la guitarra, cuyas ejecuciones, visiblemente, lo desazonaban y embargaban a la par (aunque nunca me acordé luego de preguntárselo, algo me hace sospechar que de aquella noche proceden las alusiones guitarrísticas contenidas en posteriores sonetos suyos de tema español y en el prólogo sobre Cocteau de Biblioteca personal). Pero, volviendo ya a la ocasión de los ravioles, baste decir que, pues entendí no ser lo más oportuno otra sesión flamenca y me era impracticable contar con Brahms —el único clásico que me había confesado el maestro le llegaba de veras—, recurrí sin desmedro a una pareja de hermanos también amiga, muchacha y chico, excelentes cantores y tañedores de un largo repertorio rural y tradicional de Extremadura y las Castillas. Durante la cena y después, Borges y Gala parecieron no entenderse demasiado bien, dentro de la mayor cortesía, y una conversación de sobremesa en la sala dio paso luego a las seculares canciones de la España central. Al finalizar la cuarta o la quinta, Borges empuñó su bastón siempre a mano y me murmuró lo acompañase al aseo. Así lo hice. Lo situé en el lugar conveniente y, junto a la puerta entrecerrada, le dije mientras él orinaba con entusiasmo que la amenidad preparada para aquella noche nada tenía que ver, según estaba comprobando, con el flamenco ni con sus lamentosas demasías, y que esperaba le agradase su trasmín a humo panadero de leña, a lentas y antiguas tardes y faenas, a domingo de pueblo.

—De ahí su tedio— fue el comentario de don Jorge Luis, educadamente dicho, perfectamente deletéreo.


Como lo fue su empleo de ese mismo sustantivo, poco después y creo que desde un centro radiofónico (alemán, por si poco fuese) sobre una de las divinidades literarias usualmente más intocables.

—El rigor, la lírica, la ética, nunca le fallaron a Goethe; el tedio tampoco. Y, ya que una emisora de radio se vino a esta bandeja anecdotaria, permítanme sus pacientes usuarios evocar la noche en la que Radio Municipal de Buenos Aires montó —1965— una mesa redonda de una hora para cierto programa de largo alcance en la Argentina y para la que su coordinadora tenía convocados a Borges y al profesor y ensayista Ezequiel de Olaso; un servidor completaba la habitual terna, inesperadamente replegada a dúo pues, hete aquí que Marta de Olaso, la mujer de Ezequiel, se obstina de pronto en ser madre, dejándome a solas durante sesenta preocupantes minutos a micrófono abierto, con el Simurg, ese pájaro del mito oriental que es todos los pájaros. Cabos sueltos de aquel trance dialéctico fueron, si mal no recuerdo, mi defensa del valor de los toreros, ocasional pero directamente tildados de cobardes por Borges; la confesión de su admiración por Juan Ramón Jiménez en el sentido de considerarlo un sacerdote de la poesía viviendo sólo por ella y para ella; mi brevísima imitación, a pedido del imitado, de la manera de hablar y de las inesperadas disgresiones del propio Borges, y algunas disensiones entre ambos acerca de la vigencia final, modas aparte, de la mayoría de los escritores sólidamente acreditados en su tiempo. Le argüí al maestro que acababa de ver en Córdoba, con otros escritores y con motivo del centenario de su muerte, Don Alvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas, y que nos había parecido irremisiblemente obsoleta. No sé si Borges quiso entonces tenderle una hábil trampa halagüeña a mi condición de «godo», cuando me dijo:

—Caramba, Córdoba... La Córdoba de veras, ¿qué?

—Tan de veras como la Córdoba argentina, la de aquí —sorteé vanidades—. El rigor, la lírica. Lo que pasa es que aquella de España tiene más tiempo encima.

—Es cierto, convino Borges, como poniéndome a gusto un cero en chovinismo.

Fue desde entonces que me llamó más de una vez Cabrera, el apellido del andaluz fundador de la ciudad argentina de Córdoba, e incluso en tres de las cartas suyas que conservo ¡una, la que me anuncia la ultimación de la dadivosa nota con que me prologó un libro de relatos), como en otras que le cedí a amigos coleccionistas, aparece el encabezamiento de «Querido Cabrera», irreductible a las repetidas protestas de mi gaditanismo.

Se ha escrito —por ejemplo, en el diario bonaerense Clarín— que fue aquella noche y en aquella emisora donde, durante un café que nos fue servido después del programa, sucedió algo que debe tenerse por veraz salvo el detalle de que no tuvo lugar en tal ocasión, sino en otra del todo similar, cuando, también en un café radiofónico y ante la mal disimulada consternación del cónclave, impuso su imprevista presencia un poeta o caballero recién viudo y famosamente pesado, que abrumó en el acto la paciencia de Borges, y de todos, con la historia de una aparición de su difunta esposa. El lacrimógeno suceso incluía, envuelto todo en agobiante énfasis, una cabezada de siesta en un sillón, un diario que cae al suelo, una nube portadora de la fallecida y cierta amarga confusión del narrador, que no pudo distinguir con claridad a su esposa hasta que la nube que la cargaba no levó anclas del sillón y ya la vio, indudable, despidiéndolo reiteradamente con la mano. Borges movió la cabeza, como emocionado:

—Qué atenta, ¿no? —dijo.

En Bogotá, a un reportero que había de entrevistar al hombre y que debió encontrar quizá minutos antes, en el apuro de su despiste y en la solapa de uno de sus libros, el título Historia de la eternidad, no se le ocurrió formularle más que esta radiante muestra de inopia en forma de pregunta:

—Y la Eternidad, maestro, ¿qué tal?

Borges balanceó una mano en el aire como quien informa de una amiga enfermucha:

—La Eternidad, regular.

Remito al lector a las primeras ofertas o párrafos de esta bandeja, consciente del albur supuesto por imprimir ocasional sello de bromista a uno de los escritores más hondos y soterradamente patéticos de nuestro tiempo; reiterémonos en lo ya dicho al comienzo, en el singular carácter autodefensivo que, sin merma de evidentes matices lúdicos, cuando no irónicos, le supuso esencialmente a Borges su flanco jovial, compartido en libros con Adolfo Bioy Casares a través, por ejemplo, del personaje, especulaciones y andanzas del redicho caballero Bustos Domecq, cuyo disfraz de exégeta culturalista descubre una crítica ruinosa para los objetos de sus alabanzas, crítica distantemente tocada de Voltaires, Quevedos y Carlyles. Evoquemos, en nombrando a Carlyle, aquello de «La democracia es el caos provisto de urnas», fue una sentencia del escocés directa a Borges, quien también motejó a este sistema de «esa superstición tan difundida». Pero que asimismo no ahorró repetir, sobre todo en su tramo final (ya honrosamente calificado de traidor por el general Videla), ser la democracia, de todos modos, el mejor de los males. «El mejor o el menos peor y, al parecer, el menos torvo», me amplió el estribillo en uno de nuestros últimos paseos madrileños. De todos modos, lo sé, nunca cedió su desconfianza sobre la competencia del juicio popular, falto de los saberes requeridos y especializados, para decidir en la complejidad de los grandes asuntos públicos y políticos, desconfianza no descabellada, por supuesto. Debo rememorar, en estas materias ideológicas, la única ocasión —años 60— en que, sin esperar ni por asomo que ello ocurriera, lo irrité verdaderamente aludiéndole un par de veces, aunque sin un tono ni contexto explícitamente peyorativos, a las oligarquías argentinas.

—No vuelva a emplearme, le ruego, esa expresión; ya no estamos en el peronismo.

—Va a entenderlo, Cabrera —me dijo en otra ocasión—. Es natural que usted, a su edad, sea de izquierdas, y que yo a la mía no lo sea. Tampoco hemos de olvidar (nunca comprendí del todo aquel «hemos» en plural, salvo que nada tenía de proselitista ni de aconsejador, y sí todo de amistoso) que los considerados a veces asuntos de política, no son de política sino de ética. Por lo demás, ¿cómo creer en la política? Bueno, yo pertenezco a un partido que cuenta con nueve afiliados; no parece injusto pensar que ese es un acto de escepticismo bastante más que de fe.

Vaya agotando esta bandeja sus pequeñas presas, primero con una prueba más de las inverosímiles memoria, saber ¿o acaso intuición? literarias de Borges. Salvo el libro que me prologó (y por una maraña de enredadas razones, entre las que figuraba mi afán de no agravar su calvario de recibir textos prescindibles) nunca le envié mis libros; ni aquel, creo, en que figuraban las Siete historias de toros y de hombres que tuvieron la fortuna de ser distinguidas en Buenos Aires, antes de la amistad, por un jurado presidido por él. Me quedé con bastantes ganas, sin embargo, de enviarle algún que otro título, y en el hotel Palace de Madrid me referí falsamente a mi novela La canción del pirata, contándole que en los archivos de Cádiz había aparecido una narración anónima del siglo XVII, con algún párrafo clasicizante y resultón, de su posible gusto. Por ejemplo, en el comienzo de la novela: Mi madre, que vivía de lo que iba saltando, me parió en la playa grande que mira a la mar de Berbería...

—Qué lindo. Ah, pero eso es suyo —me cortó Borges enseguida, intuyendo o sabiendo que lo era,

Quede aquí apuntando ahora aquel desahogo confesional que me permití durante una visita en el 85 a su casa porteña, y en la que comenzó diciéndome aquella voz parda y pastosa, con textura y notas graves como de puré de lentejas, que, después de haber escrito Las crónicas del Al-Andalus y Ben Jagan, yo no tenía derecho a desconocer la lengua árabe, y que él había entendido definitivamente su imposibilidad de no llevar España en los adentros, como toda la vida pretendió. Al cabo de un rato, me salió el desahogo aludido. Le hice constar que en su obra alentase una elegante pero evidente obsesión por la finitud de todo, por el decaimiento y la muerte que nos son consustanciales, y medio le reproché que quien tanto nos había enseñado no hubiese acertado a echarnos una mano para asumir algo más indoloramente el paso del tiempo y su desaseado final, cuando cualquier obrero chino o pescador hindú parece más preparado para aceptarlos sin mayor angustia. Palié la acusación, declarándola común a toda la cultura occidental, pero eso no sirvió de mucho a juzgar por su respuesta, que fue:

—Es cierto. Pégueme.

Y no va a ser posible dejarnos en el tintero —hoy, procesador informático— alguna curiosa muestra de su pasión por el anglosajón, como aquella en que me contó su contrariedad por no haber podido llevar a él «ni siquiera con decoro» unos versos de Góngora tan abundantes, sin embargo, en arduas metáforas similares a las de Las Kenningar, o como cuando, a la hora de hacerle unas fotos en los jardines de Aranjuez, María Esther Vázquez lo movió a recitar ante el objetivo milenarias estrofas anglosajonas para que saliera en las fotos, como en efecto salió, con una cara más iluminada y contenta. Nada, sin embargo, como la andanada de esos versos que, tomándolo por mí, le propinó Borges a un taxista madrileño. De ese honorable cuanto malhumorado cuerpo laboral nos dimos aquella noche con un discretísimo representante, capaz de guardar el más adecuado de los silencios ante las interpelaciones del insólito pasajero cultural que se le echó encima. Precisemos primero que, con Borges en Madrid y dada la frecuente plétora de amigos acompañantes, alguna vez me vi, como solución de emergencia, sentado en el suelo y transportado en el maletero de mi módico Renault 4 L. Pero lo acostumbrado es que yo condujese el coche y que el invidente maestro fuese a mi lado de copiloto, situación, según pude ir observando, muy propicia a espontáneas confidencias u ocurrencias suyas, como cuando me declaró por cosa ya pasada una conferencia sobre literatura fantástica a cuya celebración nos estábamos justamente dirigiendo. Así se lo dije riéndome, y me repuso:

—No es cierto que ya pasó, pero como va a serlo dentro de muy poco y hoy me intimida el tema, es mejor decirme que ya pasó. Cosa que, además, va a ser verdad durante muchísimo más tiempo que estos minutos de ahora esperándola.

Volvamos no obstante, y ya como anécdota de cierre, a aquel episodio del taxista confundido conmigo por Borges dada mi habitual posición en el volante, junto a él, y que una avería de mi coche no hizo posible ese lance. El listón del amor borgiano por la poesía anglosajona andaba aquella noche muy alto y el hombre se lanzó a desgranar, en voz bastante más que baja, las manos sobre el puño de su bastón, un poema de abrupta fonética y términos ininteligibles excepto para su recitador. Se dirigía entusiasmado a todos los ocupantes del taxi, tres más y el conductor, pero sobre todo a éste, hacia cuya atónita sorpresa dirigía con creciente intesidad el recitado, que cerró de pronto acercándole amistosamente la cabeza:

—Caramba, Quiñones, ¿no oye usted un chocar de espadas en los versos?

Fuente: Biblioteca virtual Miguel de Cervantes
Homenaje a Jorge Luis Borges
Cuadernos Hispanoamericanos 505/507
Madrid, Julio-Septiembre 1992

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