Fernando Quiñones con Jorge L. Borges y Luis Rosales.
Madrid 1973. Imagen de la Fundación Quiñones
Fernando Quiñones
Bien poco ingrato va a serle a uno actuar, de algún modo,
como lenitivo o emoliente de las severas densidades y especulaciones alineadas,
a buen seguro, en este número extra de Cuadernos. Ante él, y junto a las
fórmulas de aquella urbanidad y gratitud que nunca vi le abandonasen, su
extinto destinatario pudo haber también dejado ir ironías, jácaras, autodardos,
no menos propios de su idiosincrasia y tan dirigidos a sus sátiras contra lo
que probablemente más amó en el mundo, la literatura, como a quitarse importancia
ante un agasajo de este porte; tal ocurrió, por lo menos, con el voluminoso
monográfico que hace una treintena de años dedicara a nuestro hombre la revista
parisina L'Herne y que, si Doña Memoria no me vende, hojeó Borges por primera
vez sobre la mesa donde barajo estos apuntes.
Como en tanto otro ingenio de renombre, desde el doliente
dandy Wilde hasta el menesteroso gaditano «Cojo Peroche» —cantaor medidísimo,
aunque sin voz casi ni para hablar— el anecdotario verbal de Borges, el
disperso mito de sus ocurrencias y salidas, incluye una incesante e imponente
porción apócrifa con, esto es lo peor, impasables y desventuradas versiones del
todo inasimilables no ya a su peculiar raza de humor, entre británica, criolla
y de esencial filiación literaria, sino a una sobria precisión gestual y
verbal, de la que era elemento sustantivo la discreción tonal del enunciado,
lacónico por lo general, medio inaudible a veces y envuelto siempre en una
suerte de fina distracción o indiferencia por lo dicho.
No corre el riesgo Borges, ni de lejos, que él apostilló y
transcribió de Lugones respecto al ignorante tópico popular sobre un viejo
amigo de ambos, don Francisco de Quevedo: «El más noble estilista se ha
transformado en un prototipo chascarrillero». Sin embargo y para no pocos, la
relación de agudezas e ironías de Borges también suele ocupar desdichadamente,
al hablar de él, un espacio mayor y más equívoco, aunque sin duda más
entretenido, capaz hasta de deformar o suplantar en parte la vasta
significación real del escritor. Pero, abrigados como están aquí por tanto y
tan grave cónclave, no creo que mis párrafos venideros contribuyan gran cosa a
acrecentar esa comodona e incómoda manía. Sobre todo si dejamos asentado, sin
circunloquios ni vacilaciones, el dramático sentido del tiempo y de la vida que
sus amigos, y muchos que no lo fueron en persona, creemos poseyó de siempre al
escritor. Un «pathos» casi con carácter de oculta dolencia, determinado por las
básicas fugitividad, inexplicabilidad y fantasmagoría de cuanto en realidad
somos, vemos o sabemos, y que, salvo en relativamente pocos pasajes, Borges
transpone a su obra con la mesura a que su elegancia y miramiento ético lo
obligaban, deslizándolo como detrás de las líneas o bien convirtiéndolo en
frecuentes especulaciones, alusiones y aun juegos, desasidos en apariencia de
aquel sustancial «dolorido sentir», uno de los secretos motores del interés y
la paradójica felicidad de su escritura nos depara. En su vida, como, mucho
menos habitual, en sus papeles, el humor de Borges actuó de barrera, de arma
decidida o de poder moderador contra un trasfondo genérico acaso no menos
pesimista que los de Sartre, Céline o Cioran, aunque no por ello, o quizá
contra ello mismo, soliera combatirlo una desolemnizante, confianzuda
jovialidad en sordina.
Y cerremos estas líneas de entrada con dos expresiones de
disculpa a mi lectora o lector, tanto por lo que se refiere al posible e
inevitable nuevo uso de alguna anécdota o comentario borgianos ya referidos por
otros o por mí, cuanto por lo que atañe a la presencia o molesto protagonismo
parcial, así como a probables imprecisiones menores de quien redacta estos
recuerdos desde la memoria, sin notas a la vista; al menos, la chocante
frecuencia del yo ofrece, o eso puede esperarse, algunas garantías de veracidad
y de ineditez.
Contumaz contendor como fue Borges, lo sé bien, de las
acogidas y despedidas muy calurosas —por ejemplo, de cierta manera andaluza que
me es connatural—, y de toda gestualidad algo más que discreta, creo que, en
veinticinco años de amistad intermitente pero invariable, sólo lo vi una vez
reír a carcajadas. Fue en una recepción madrileña allá en los años sesenta, y
esa rara efusión figura en la portada de su biografía publicada por Alicia
Jurado en Eudeba; nunca hubiera podido pensar le hiciera tanta gracia al hombre
la cita que de una ocurrencia de Sherwood Anderson le mencioné en aquel momento
y que aparece en el libro Tar. Es cierto que Borges es aquí receptor y no autor
de la humorada, pero también lo es que la fuerza de la recepción da reveladora
cuenta de un importante flanco de su propio humor: en un hipódromo rural del
Medio Oeste estadounidense, un petulante forastero del Este no deja, con razón
o sin ella, de hacerse el sabihondo hípico; harto de él, un lugareño le dice
por fin, más o menos:
Mire, señor, en
este pueblo no entendían de caballos más que tres hombres, y cuatro de ellos ya
han muerto.
Las autoadmoniciones y la crítica, directas o indirectas, a
su propio trabajo hecho y por venir, eran materia normal de las confidencias
borgianas a las amistades. Una vez me renegó por vía fonética (él, tan celoso
de la música de las palabras) hasta de su bautismo:
—Un capicúa poco afortunado; «orge» en el nombre y otra vez
«orge» en el apellido, José Luis y no Jorge Luis Borges hubiera estado mejor,
¿no cree? Pero quizá sea ya un poco tarde.
Ese uso dubitativo, para los hechos menos dudosos, del
quizás, el acaso, el tal vez o el puede ser, era una eficaz preponderante en su
humor. Por ejemplo:
—¿Se fijó, Quiñones, en que los grandes libros no suelen
disponer de buenos títulos? Hay excepciones: Libro De Las Mil Moches Y Una
Noche, qué lindo. Pero El ingenioso Hidalgo, La Divina Comedia, Crimen y
Castigo, tantos otros, corresponden en pobre a lo que contienen, ¿no es cierto?
Pensó un momento, para concluir en tono de susurrada y
melancólica advertencia profesional:
—Claro que tal vez no baste con hallar un mal título.
La mayor, la más insospechable de las inocencias o de las
dubitaciones asaltaba no pocas veces a Borges en cuanto a la valoración de sus
textos y pese al férreo acabado de ellos; no se trataba, desde luego, de la
asendereada falsa modestia que, se vista de lo que se vista, nos resulta por
fin a los del gremio tan reconocible como su hermana la vanidad. Logré, por
ejemplo, que acabara contando con su afecto (y que la encartase en alguna de
sus recopilaciones) la breve cuanto admirable composición «A un poeta menor de
la antología», y una tarde, en Aranjuez, le pregunté por qué la había desestimado
durante tantos años.
—Ahora recuerdo —dijo al rato, cuando la conversación
discurría ya por otros rumbos—. Recién escrito el poema en casa, corrí a
leérselo a una señora de las que iban a tomar el té con mamá, y no le gustó.
Aun siendo tan divertida, noté que cualquier cosa menos
gracia pretendía esa respuesta, pero en ese instante apenas reparé en ella,
lleno como estaba por el contento de mi reivindicación. Muy otra suerte corrió,
en cambio, la que le procuré al relato «El hombre en el umbral», uno de mis
favoritos de El Aleph.
—Ah, sí —me dijo Borges enseguida—. ¿Y no le parece un poco
maquinita?
Acompañó este desdeñoso término remedando con la mano
derecha, no menos despectivamente, el manejo de una rueda de molinillo; era
mejor desistir del asunto:
—No —me limité a protestar—. No lo encuentro, ni mucho
menos, amanerado o meramente técnico, si es lo que usted ha querido decir.
—Bueno, bueno.
Los juegos de autodesestimación de su obra, y su conocida
afirmación de que prefería ser valorado por lo que había leído más que por lo
que había escrito, distaban en ocasiones —y entiendo que en forma conmovedora—
de cuanto no fuera una sinceridad en estado puro. En su regreso a España, que
le improvisé en el 63, no sé si me sorprendió más verlo sentadito en un
taburete ante Rafael Cansinos Assens con la veneración y el santo respeto,
decididamente, desmedidos, de un sacristán de pueblo ante el Papa de Roma, que
oír cómo le murmuraba desconcertado a su madre ante el lleno en el Ateneo
madrileño, provocado por el anuncio de una conferencia suya:
—Madre, pues parece que esto va en serio...
Tenía entonces sesenta y cuatro años, le acababa de ser
otorgado el Premio Internacional de los Editores, era ya el Borges que es hoy
—aunque tal vez todavía sin el mito— y casi parecía no esperar, aquella noche,
un cónclave numéricamente muy superior al que, con las exactas palabras que
siguen, me contó había acudido a su primera lectura pública:
—Si llega a faltar uno más, ya no cabe.
Su sonriente encomio a Norman Di Giovanni acerca de la
traducción al inglés de unos poemas suyos, en la que, dijo, «un poeta
perfectamente prescindible ha pasado a ser un poeta aceptable», la
recomendación de que desoyera calumnias a quien le refería que alguien lo había
calificado de genial, o su aserto de que prefería producir poco para contaminar
lo menos posible, ya revisten otro carácter intencional, más elaborado quizás
aunque no por ello menos perteneciente a esa verdad central de Borges, la de
sentirse hasta última hora un simple sirviente de la literatura, un permanente
discípulo de sus incontables primeros maestros y aun de quienes, como el mismo
Cansinos o el llamativo Macedonio Fernández, no parecen poseer mayores motivos
para haberlo sido que la seducción y el afecto literarios insuflados por ellos
en la agradecida avidez y entusiasmo vocacional del Borges juvenil.
No puedo olvidar tampoco, tal cual lo referí en mi relato
«Aeropuerto: 16'25» de mi libro Historias de la Argentina (Buenos Aires, 1966),
el comentario que me hizo a la puerta de su piso porteño de Maipú, cuando le
aludí a la unánime aprobación que, pese a las radicalmente opuestas ideologías
políticas imperantes en los jóvenes, suscitaba entre ellos, exenta, su
literatura.
—Y... Ya debo ser para ellos algo así como don Juan Nicasio
Gallego. O como Zorrilla, ¿no?
Cierto periodista bonaerense, en una entrevista
verdaderamente estúpida publicada poco después de salir el libro, se mostró muy
importuno con Borges (a quien no nombró directamente en el relato, aunque
quedaba clara su identidad), inquiriéndole si en realidad me había declarado
eso, esto o aquello, y por qué; dadas las palmarias impertinencia y mala fe del
quídam, Borges se mostró justamente evasivo y sólo ratificó, si mal no
recuerdo, haberme dicho algo perfectamente espectacular y espontáneo, nada
relacionado con lo que en aquel momento hablábamos, que no era ni siquiera de
literatura:
—Es curioso advertir que el estilo de Dios es casi idéntico
al de Víctor Hugo, ¿no? Cultivaba la generosa costumbre de creer que todos o
casi todos sabíamos lo que él, y por tanto, de que se trataba muchas veces, no
de informarnos, sino de recordar juntos cualquier verso, cualquier sucedido,
cualquier referencia de lo más aquilatada, rara y erudita. En nuestro último
encuentro de 1985 en su casa de Buenos Aires, me salió de pronto preguntándome
por la opinión definitiva que me merecía Hormiga Hepa, de cuyo abrupto
personaje así como de sus reflejos literarios poco sabía uno y jamás habíamos
hablado, para, requiriendo también mi flaco concurso, entregarse luego a una
prolongada meditación sobre el misterio etimológico y el anómalo empleo español
de la palabra «menda».
No caigo en su aproximado tiempo o lugar, pero respondo por
entero de las palabras que siguen:
—Estoy contento, maestro, con haberme librado de usted —le
dije al hombre—. Lo he tenido un buen tiempo encima de mis trabajos, algo más
de la cuenta en alguno, y sí que me ha costado zafarme pero ya está, ya me
libré de Borges.
—Qué suerte. Yo aún no lo conseguí —suspiró él.
Con la gentilísima María Kodama, con Antonio Gala y con la
pareja a que luego me referiré, Nadia mi mujer preparó en casa el plato que, a
nuestro ofrecimiento de elegirse menú, había preferido Borges como muchas otras
veces: ravioles con mantequilla y queso, los (¡ojo a la temible errata!)
cojincitos, según nos contó los llamaba de niño. Aparte la cena y la compaña,
traté aquella noche de ofrecerle algo más. ¿Un poco de música en vivo? No podía
olvidarme de la relativa incomodidad que, barajada a un evidente interés, creí
observar causaban en el recatado carácter de Borges los desgarros, crepitantes
españolías e impudores emocionales del arte flamenco, como en la velada
sevillana del 83 donde, dicho sea de paso, mucho le divirtió el apellido
resueltamente operístico de un cantaor de Cádiz, Scapaccini; o como en el
repleto estudio del escultor Pablo Serrano cierta memorable madrugada invernal
del 63 en la que, dada mi ininterrumpida amistad con ambos artistas, pude
depararle a Borges un breve pero muy cumplido recital de José Menese con Manolo
Brenes a la guitarra, cuyas ejecuciones, visiblemente, lo desazonaban y
embargaban a la par (aunque nunca me acordé luego de preguntárselo, algo me
hace sospechar que de aquella noche proceden las alusiones guitarrísticas
contenidas en posteriores sonetos suyos de tema español y en el prólogo sobre
Cocteau de Biblioteca personal). Pero, volviendo ya a la ocasión de los
ravioles, baste decir que, pues entendí no ser lo más oportuno otra sesión
flamenca y me era impracticable contar con Brahms —el único clásico que me
había confesado el maestro le llegaba de veras—, recurrí sin desmedro a una
pareja de hermanos también amiga, muchacha y chico, excelentes cantores y
tañedores de un largo repertorio rural y tradicional de Extremadura y las
Castillas. Durante la cena y después, Borges y Gala parecieron no entenderse
demasiado bien, dentro de la mayor cortesía, y una conversación de sobremesa en
la sala dio paso luego a las seculares canciones de la España central. Al
finalizar la cuarta o la quinta, Borges empuñó su bastón siempre a mano y me
murmuró lo acompañase al aseo. Así lo hice. Lo situé en el lugar conveniente y,
junto a la puerta entrecerrada, le dije mientras él orinaba con entusiasmo que la
amenidad preparada para aquella noche nada tenía que ver, según estaba
comprobando, con el flamenco ni con sus lamentosas demasías, y que esperaba le
agradase su trasmín a humo panadero de leña, a lentas y antiguas tardes y
faenas, a domingo de pueblo.
—De ahí su tedio— fue el comentario de don Jorge Luis,
educadamente dicho, perfectamente deletéreo.
Como lo fue su empleo de ese mismo sustantivo, poco después
y creo que desde un centro radiofónico (alemán, por si poco fuese) sobre una de
las divinidades literarias usualmente más intocables.
—El rigor, la lírica, la ética, nunca le fallaron a Goethe;
el tedio tampoco. Y, ya que una emisora de radio se vino a esta bandeja
anecdotaria, permítanme sus pacientes usuarios evocar la noche en la que Radio
Municipal de Buenos Aires montó —1965— una mesa redonda de una hora para cierto
programa de largo alcance en la Argentina y para la que su coordinadora tenía
convocados a Borges y al profesor y ensayista Ezequiel de Olaso; un servidor
completaba la habitual terna, inesperadamente replegada a dúo pues, hete aquí
que Marta de Olaso, la mujer de Ezequiel, se obstina de pronto en ser madre,
dejándome a solas durante sesenta preocupantes minutos a micrófono abierto, con
el Simurg, ese pájaro del mito oriental que es todos los pájaros. Cabos sueltos
de aquel trance dialéctico fueron, si mal no recuerdo, mi defensa del valor de
los toreros, ocasional pero directamente tildados de cobardes por Borges; la
confesión de su admiración por Juan Ramón Jiménez en el sentido de considerarlo
un sacerdote de la poesía viviendo sólo por ella y para ella; mi brevísima
imitación, a pedido del imitado, de la manera de hablar y de las inesperadas
disgresiones del propio Borges, y algunas disensiones entre ambos acerca de la
vigencia final, modas aparte, de la mayoría de los escritores sólidamente
acreditados en su tiempo. Le argüí al maestro que acababa de ver en Córdoba,
con otros escritores y con motivo del centenario de su muerte, Don Alvaro o la
fuerza del sino, del Duque de Rivas, y que nos había parecido irremisiblemente
obsoleta. No sé si Borges quiso entonces tenderle una hábil trampa halagüeña a
mi condición de «godo», cuando me dijo:
—Caramba, Córdoba... La Córdoba de veras, ¿qué?
—Tan de veras como la Córdoba argentina, la de aquí —sorteé
vanidades—. El rigor, la lírica. Lo que pasa es que aquella de España tiene más
tiempo encima.
—Es cierto, convino Borges, como poniéndome a gusto un cero
en chovinismo.
Fue desde entonces que me llamó más de una vez Cabrera, el
apellido del andaluz fundador de la ciudad argentina de Córdoba, e incluso en
tres de las cartas suyas que conservo ¡una, la que me anuncia la ultimación de
la dadivosa nota con que me prologó un libro de relatos), como en otras que le
cedí a amigos coleccionistas, aparece el encabezamiento de «Querido Cabrera»,
irreductible a las repetidas protestas de mi gaditanismo.
Se ha escrito —por ejemplo, en el diario bonaerense Clarín—
que fue aquella noche y en aquella emisora donde, durante un café que nos fue
servido después del programa, sucedió algo que debe tenerse por veraz salvo el
detalle de que no tuvo lugar en tal ocasión, sino en otra del todo similar,
cuando, también en un café radiofónico y ante la mal disimulada consternación
del cónclave, impuso su imprevista presencia un poeta o caballero recién viudo
y famosamente pesado, que abrumó en el acto la paciencia de Borges, y de todos,
con la historia de una aparición de su difunta esposa. El lacrimógeno suceso
incluía, envuelto todo en agobiante énfasis, una cabezada de siesta en un
sillón, un diario que cae al suelo, una nube portadora de la fallecida y cierta
amarga confusión del narrador, que no pudo distinguir con claridad a su esposa
hasta que la nube que la cargaba no levó anclas del sillón y ya la vio, indudable,
despidiéndolo reiteradamente con la mano. Borges movió la cabeza, como
emocionado:
—Qué atenta, ¿no? —dijo.
En Bogotá, a un reportero que había de entrevistar al hombre
y que debió encontrar quizá minutos antes, en el apuro de su despiste y en la solapa
de uno de sus libros, el título Historia de la eternidad, no se le ocurrió
formularle más que esta radiante muestra de inopia en forma de pregunta:
—Y la Eternidad, maestro, ¿qué tal?
Borges balanceó una mano en el aire como quien informa de
una amiga enfermucha:
—La Eternidad, regular.
Remito al lector a las primeras ofertas o párrafos de esta
bandeja, consciente del albur supuesto por imprimir ocasional sello de bromista
a uno de los escritores más hondos y soterradamente patéticos de nuestro tiempo;
reiterémonos en lo ya dicho al comienzo, en el singular carácter autodefensivo
que, sin merma de evidentes matices lúdicos, cuando no irónicos, le supuso
esencialmente a Borges su flanco jovial, compartido en libros con Adolfo Bioy
Casares a través, por ejemplo, del personaje, especulaciones y andanzas del
redicho caballero Bustos Domecq, cuyo disfraz de exégeta culturalista descubre
una crítica ruinosa para los objetos de sus alabanzas, crítica distantemente
tocada de Voltaires, Quevedos y Carlyles. Evoquemos, en nombrando a Carlyle,
aquello de «La democracia es el caos provisto de urnas», fue una sentencia del
escocés directa a Borges, quien también motejó a este sistema de «esa
superstición tan difundida». Pero que asimismo no ahorró repetir, sobre todo en
su tramo final (ya honrosamente calificado de traidor por el general Videla),
ser la democracia, de todos modos, el mejor de los males. «El mejor o el menos
peor y, al parecer, el menos torvo», me amplió el estribillo en uno de nuestros
últimos paseos madrileños. De todos modos, lo sé, nunca cedió su desconfianza
sobre la competencia del juicio popular, falto de los saberes requeridos y
especializados, para decidir en la complejidad de los grandes asuntos públicos
y políticos, desconfianza no descabellada, por supuesto. Debo rememorar, en
estas materias ideológicas, la única ocasión —años 60— en que, sin esperar ni
por asomo que ello ocurriera, lo irrité verdaderamente aludiéndole un par de
veces, aunque sin un tono ni contexto explícitamente peyorativos, a las
oligarquías argentinas.
—No vuelva a emplearme, le ruego, esa expresión; ya no
estamos en el peronismo.
—Va a entenderlo, Cabrera —me dijo en otra ocasión—. Es
natural que usted, a su edad, sea de izquierdas, y que yo a la mía no lo sea.
Tampoco hemos de olvidar (nunca comprendí del todo aquel «hemos» en plural,
salvo que nada tenía de proselitista ni de aconsejador, y sí todo de amistoso)
que los considerados a veces asuntos de política, no son de política sino de
ética. Por lo demás, ¿cómo creer en la política? Bueno, yo pertenezco a un
partido que cuenta con nueve afiliados; no parece injusto pensar que ese es un
acto de escepticismo bastante más que de fe.
Vaya agotando esta bandeja sus pequeñas presas, primero con
una prueba más de las inverosímiles memoria, saber ¿o acaso intuición?
literarias de Borges. Salvo el libro que me prologó (y por una maraña de
enredadas razones, entre las que figuraba mi afán de no agravar su calvario de
recibir textos prescindibles) nunca le envié mis libros; ni aquel, creo, en que
figuraban las Siete historias de toros y de hombres que tuvieron la fortuna de
ser distinguidas en Buenos Aires, antes de la amistad, por un jurado presidido
por él. Me quedé con bastantes ganas, sin embargo, de enviarle algún que otro
título, y en el hotel Palace de Madrid me referí falsamente a mi novela La
canción del pirata, contándole que en los archivos de Cádiz había aparecido una
narración anónima del siglo XVII, con algún párrafo clasicizante y resultón, de
su posible gusto. Por ejemplo, en el comienzo de la novela: Mi madre, que vivía
de lo que iba saltando, me parió en la playa grande que mira a la mar de
Berbería...
—Qué lindo. Ah, pero eso es suyo —me cortó Borges enseguida,
intuyendo o sabiendo que lo era,
Quede aquí apuntando ahora aquel desahogo confesional que me
permití durante una visita en el 85 a su casa porteña, y en la que comenzó
diciéndome aquella voz parda y pastosa, con textura y notas graves como de puré
de lentejas, que, después de haber escrito Las crónicas del Al-Andalus y Ben
Jagan, yo no tenía derecho a desconocer la lengua árabe, y que él había
entendido definitivamente su imposibilidad de no llevar España en los adentros,
como toda la vida pretendió. Al cabo de un rato, me salió el desahogo aludido.
Le hice constar que en su obra alentase una elegante pero evidente obsesión por
la finitud de todo, por el decaimiento y la muerte que nos son consustanciales,
y medio le reproché que quien tanto nos había enseñado no hubiese acertado a
echarnos una mano para asumir algo más indoloramente el paso del tiempo y su
desaseado final, cuando cualquier obrero chino o pescador hindú parece más
preparado para aceptarlos sin mayor angustia. Palié la acusación, declarándola
común a toda la cultura occidental, pero eso no sirvió de mucho a juzgar por su
respuesta, que fue:
—Es cierto. Pégueme.
Y no va a ser posible dejarnos en el tintero —hoy,
procesador informático— alguna curiosa muestra de su pasión por el anglosajón,
como aquella en que me contó su contrariedad por no haber podido llevar a él
«ni siquiera con decoro» unos versos de Góngora tan abundantes, sin embargo, en
arduas metáforas similares a las de Las Kenningar, o como cuando, a la hora de
hacerle unas fotos en los jardines de Aranjuez, María Esther Vázquez lo movió a
recitar ante el objetivo milenarias estrofas anglosajonas para que saliera en
las fotos, como en efecto salió, con una cara más iluminada y contenta. Nada,
sin embargo, como la andanada de esos versos que, tomándolo por mí, le propinó
Borges a un taxista madrileño. De ese honorable cuanto malhumorado cuerpo
laboral nos dimos aquella noche con un discretísimo representante, capaz de
guardar el más adecuado de los silencios ante las interpelaciones del insólito
pasajero cultural que se le echó encima. Precisemos primero que, con Borges en
Madrid y dada la frecuente plétora de amigos acompañantes, alguna vez me vi,
como solución de emergencia, sentado en el suelo y transportado en el maletero
de mi módico Renault 4 L. Pero lo acostumbrado es que yo condujese el coche y
que el invidente maestro fuese a mi lado de copiloto, situación, según pude ir
observando, muy propicia a espontáneas confidencias u ocurrencias suyas, como
cuando me declaró por cosa ya pasada una conferencia sobre literatura fantástica
a cuya celebración nos estábamos justamente dirigiendo. Así se lo dije
riéndome, y me repuso:
—No es cierto que ya pasó, pero como va a serlo dentro de
muy poco y hoy me intimida el tema, es mejor decirme que ya pasó. Cosa que,
además, va a ser verdad durante muchísimo más tiempo que estos minutos de ahora
esperándola.
Volvamos no obstante, y ya como anécdota de cierre, a aquel
episodio del taxista confundido conmigo por Borges dada mi habitual posición en
el volante, junto a él, y que una avería de mi coche no hizo posible ese lance.
El listón del amor borgiano por la poesía anglosajona andaba aquella noche muy
alto y el hombre se lanzó a desgranar, en voz bastante más que baja, las manos
sobre el puño de su bastón, un poema de abrupta fonética y términos
ininteligibles excepto para su recitador. Se dirigía entusiasmado a todos los
ocupantes del taxi, tres más y el conductor, pero sobre todo a éste, hacia cuya
atónita sorpresa dirigía con creciente intesidad el recitado, que cerró de
pronto acercándole amistosamente la cabeza:
—Caramba, Quiñones, ¿no oye usted un chocar de espadas en
los versos?
Fuente: Biblioteca virtual Miguel de Cervantes
Homenaje a Jorge Luis Borges
Cuadernos Hispanoamericanos 505/507
Madrid, Julio-Septiembre 1992
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