Por Antonio Camacho
Gómez
Hablar con ese “monstruo sagrado” de la literatura argentina
que es Jorge Luis Borges resulta una experiencia interesante. Y si se logra una
auténtica comunicación, una cálida corriente simpática en que se llega al
intercambio amical de datos personales, entonces esa experiencia se torna
sorpresa placentera porque nos permite apreciar que, el escritor más famoso del
país, tiene una dimensión humana poco frecuente entre sus pares: la cordialidad
espontánea y sencilla para el otro, que, para el autor de “El hombre de la
esquina rosada” no es el infierno que pretende Jean Paul Sartre.
Naturalmente no todo lo que se conversa con este Borges casi
ciego, aferrado a su imprescindible bastón, cargado de años y de fama y, más de
una vez engañado por el sectarismo en esa inocencia que justo proclama como
condición capital y necesaria al hombre -quizá una forma de destierro para el
“homo homini lupus” de Plutarco y Hobbes- tiene parigual interés, aunque nada
es prescindible, incluyendo su preferencia española por Córdoba y Granada con
respecto a Sevilla, o la aclaración del nombre de Andalucía, en su origen
“Vandalucía”, denominación que dieron los vándalos, lo que permite apreciar el
gran interés del escritor por lo oriental y lo germánico. Dos viejos amores
que, en el primer caso, explica diciendo “que todos sentimos el influjo de
Oriente a pesar de la dificultad para definir esa palabra”, y que hay dos
libros esenciales para él: la “Biblia” y “Las mil y una noches”, y que en el
segundo caso testifica su interés por los poetas alemanes y su conocimiento del
idioma germano, que le permitió el primer contacto con el seductor Walt
Whitman, aunque confiese, “a riesgo de pecar de pasatista”, que el poeta que
prefiere de todas las épocas y latitudes es el pastoril Virgilio.
Aunque no tiene empacho en reiterar que no gusta de su
propia obra, tampoco tiene óbice en enfatizar su desagrado por las obras de Poe
y Baudelaire, poetas que, según él, se han mostrado ególatras, sólo preocupados
por sí mismos, de mensajes negativos porque perjudican al lector, el que sufre
siempre la influencia de su autor preferido.
Indudablemente, esta aclaración borgiana revela su posición
eminentemente ética en la literatura y en la vida, coincidiendo en este aspecto
con Thornton Wilder, para el que la posibilidad de salvación del mundo estriba
en la imposición moral. Puede que esa misma preocupación ética -insiste siempre
en el escritor espontáneo, sencillo e inocente- lo haya movido -y eso nos
confesó su esposa- al estudio del hebreo -también aprendió el islandés, lo que
revela su permanente inquietud de conocimiento- para leer los textos bíblicos
en su propia fuente.
Resulta en otro aspecto llamativo el vuelco de Borges hacia
una literatura sin hermetismos, sin complejidades ni laberintos, en los que
cayó tiempo atrás y los que, según afirma, ha abandonado definitivamente. Ésa
es la razón de su posición contraria a las experiencias de Robbe-Grillet y sus
acólitos, y el consejo -aunque dice no ser amigo de darlos- al escritor
incipiente, en el sentido de que escriba con claridad y sin oscuridades
petulantes. Y tal vez explique su preferencia por Proust con respecto a
Faulkner, “un escritor que se perdió en su propio laberinto”.
Borges, el Borges poeta, nos ha dado algunas claves para su
comprensión. El otro, el que detesta hablar de política, el que abomina del
peronismo y del rosismo y declara ser conservador porque equidista tanto del
comunismo cuanto del fascismo, sólo puede interesar a los que por no pensar
como ellos en materia política no pierden la ocasión para desmerecerlo. Porque,
a fin de cuentas, y como el propio Borges puntualizó, las opiniones de los
hombres pueden cambiar, y así las suyas: pero que lo valedero, lo que perdurará
“si tiene algún valor” es el contenido de sus libros. Y por ellos debemos
juzgarlo.
Fuente: El Litoral
https://www.ellitoral.com/index.php/diarios/2018/12/04/opinion/OPIN-01.html
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