jueves, 22 de julio de 2010

Borges en Rosario, la última vuelta


Borges en Rosario 1984

Cuando lo invitamos a Jorge Luis Borges a visitar Rosario preguntó quiénes integrarían con él aquel ciclo de conferencias. Serían de la partida Marco Denevi, Osvaldo Soriano y al mencionarle yo mismo a Jorge Asís volvió a preguntar en relación a este último:

–¿Es necesario?

El avión ya se había abalanzado sobre nosotros, que sabíamos que María Kodama estaba en Europa y él llegaría acompañado de quien había gestionado su visita: Emilio Stevanovitch.

Me dio la impresión de un hombre inmóvil al que dinamizaban nuestras expectativas y el relato en peldaños de la escalerilla a tierra que Emilio efectuaba con cariño y admiración austera. Aquel lazarillo era también mi amigo y fue el encargado de las presentaciones, interrumpiendo las turbinas en celo sobre el aeropuerto de Fisherton.

–Borges, éste es Mario Borgonovo –murmuró Stevanovitch, tocándole suavemente el brazo.

–¿Borgonovo?, Neustadt, Villeneuve, Barrionuevo, Newburg –respondió el maestro devolviendo el murmullo.

A su turno presentó a Rafael Ielpi, secretario de Cultura de la ciudad en aquel tiempo. Ya en el automóvil, el "hijo de Esteban" –como solía llamarlo Borges a Stevanovitch– lo invitó a recordar cosas de Rosario. Nombró a Hilarión Hernández Larguía y mencionó con un entusiasmo que fortalecía su tartamudez, un libro sobre "putas y quilombos" que dijo conservar en su biblioteca y cuyo título en realidad era: "Prostitución y Rufianismo". Adelanté la cabeza para encontrarme con la mirada de Ielpi al otro lado del asiento trasero pero él miraba por la ventanilla como distraído. Rafael era coautor de este libro.

Fue Rafael quien comenzó a describirle el paisaje que media entre el aeropuerto y la entrada a la ciudad. Confieso que nunca se me hubiera ocurrido, aunque se tratara de un ciego, mencionar algo tan poco mencionable. Pero lejos de reprobarlo intenté en vano recuperarle alguna importancia a las dispersas coníferas o a las ahorrables construcciones de fin de semana que custodian la ruta. Nuestro ánimo era benévolo y exultante.

En el canal de televisión estaba todo previsto. Hubo un solo inconveniente: durante la emisión del programa especial en vivo y en directo, alguien trató al hijo de Esteban de periodista en vez de hombre de la cultura como él se sentía, y como en realidad lo era. Eso lo enajenó al punto de retirarse de cámaras y comenzar a dar vueltas alrededor de la planta transmisora, murmurando cosas en lenguas que me sonaban como ininteligibles, pero que tal vez fueran húngaro, croata, finlandés o turco. El hablaba todos esos y varios idiomas más.

El almuerzo en el canal fue tranquilo, con la única novedad de que Stevanovitch se calmó y apareció sentado cerca de mí. Borges apenas bebió unos sorbos de champagne en el brindis.


Hotel Italia

La siesta en el Hotel Italia (habitación 206) fue para el maestro la repetición de otras tantas en el mismo sitio. Para nosotros era la espera de lo anhelado. Prefirió té, antes de la conferencia. Al tratar de dárselo sus manos temblorosas me jugaron una mala pasada y la infusión fue a parar a la solapa izquierda de su sobretodo azul. Pareció no advertirlo siquiera y admiré aún más a ese hombre entregado a personas que no conocía.

El Centro Cultural estaba repleto, pusimos altavoces en las escalinatas y también en la plaza que lo cobija.

Llegado el momento caminé con él tomado de mi brazo hacia la sala central; mientras subíamos las escaleras murmuraba algo intraducible para mí. Se dio cuenta, vaya a saber cómo y me explicó susurrando que estaba practicando japonés y que alentaba esperanzas de recuperar la vista con un tratamiento en Tokio. Mi universo visual en esos momentos, se limitaba a los escalones y a sus acordonados botines, negros y británicos.

Cuando terminó la charla, comenzó a firmar libros, papeles y todo aquello que le acercaban. Garabateaba sumiso y dicharachero mientras yo descubría entre sus fans a una muchacha de anteojos con una pequeña calcomanía de un corazón custodiando cada lente.

Lo sacamos del Centro Cultural por una puerta de servicio. Ya en el coche, me quedé observándolo una vez más, alejado de toda protección cotidiana, bien dispuesto. Me pareció advertir en él una inmensa piedad, la misma piedad con que había respondido a cientos de personas que, en muchos casos, nunca habían leído una línea de sus libros. Supo que íbamos a cenar juntos, no le importaba adónde.

En el Restaurante Mercurio nos habían reservado la mesa redonda más grande de todas. Quedábamos ridículos las 6 personas que éramos en semejante pista gastronómica. El maestro pidió tallarines, que llegaron enseguida, y mi mujer se los dio en la boca con ternura y prolijidad femenina. Después dialogó entusiasmado con los demás comensales y alcancé a escuchar algunas respuestas irónicas y algunos comentarios sobre colegas, dignos de una antología.

Lo llevamos de vuelta al hotel. En la habitación 206, Stevanovitch y yo desvestimos a Borges y le pusimos su piyama de impecable confección inglesa.

Descubrí en sus acordonados, una vez fuera de sus pies, un membrete: London.

El mientras tanto, monologaba en idiomas diferentes y cuando el "hijo de Esteban", desde algún lugar no visible de la suite, dijo no dominar el alemán, lo increpó con burlona incredulidad: "usted siempre tan modesto, Stevanovitch". Tuve, en el transcurso de ese operativo, la sensación de estar viviendo un extraño protagonismo que alguna vez contaría a mis hijas o escribiría con alguna audacia. Con el tiempo terminé haciendo ambas cosas.

El desayuno en el Italia resultó ameno. Me enteré, por sus comentarios, que nuestros apellidos estaban de alguna manera emparentados en sus orígenes.

"Borges viene de burgo" dijo, y eso me enorgulleció al instante. Después nos preguntó qué habíamos hecho la noche anterior, luego de dejarlo durmiendo.

Cuando le contamos que habíamos bebido Irish coffee sentenció: ¡qué feo debe ser eso...! En el viaje al aeropuerto Stevanovitch rezongó sobre los reportajes no previstos, el asedio al maestro y otras quejas, pero sabíamos, Ielpi y yo, que se le iría pasando a medida que nos acercáramos a Fisherton y se despediría como siempre, con una frase que recordamos con cariño: "Muchachos, gracias por la confianza".

Le habíamos contado al maestro acerca de esta frase famosa que se repetía cada vez que organizábamos algo en Rosario y cuando lo estábamos dejando en su asiento de avión para el regreso, dijo al boleo: "Vieron que esta vez no dijo gracias por la confianza". Stevanovitch reía en el asiento de al lado. Me ocupé de que llegara a la institución de no videntes la donación que él mismo había dispuesto realizar con aquellos escasos honorarios y me guardé para mí aquel tesoro que significaron esas 24 horas mágicas.

Volví a ver a Borges al poco tiempo en su pisito porteño de calle Maipú al 900, nadie me preguntó quién era cuando ataqué el portero eléctrico, simplemente me abrieron. Por el living revoloteaban Funny, su empleada, la televisión suiza, un fotógrafo que se le instalaba todas las mañanas sin saber nadie muy bien quién era y una mujer gorda y bajita que –dos veces al mes– le llevaba dulce de leche casero. La presencia de aquel acostumbrado regalo parecía excitarlo.

(La última vez que Jorge Luis Borges salió al interior del país fue en el invierno de 1984, cuando cerró el ciclo "Diálogos con…" que organizara la Secretaría de Cultura Municipal. Coordiné este ciclo junto a Emilio A. Stevanovitch, un hombre de la cultura emocionalmente ligado a Rosario).

Fuente : Mario Borgonovo
La Capital – Rosario
14 de junio de 2010

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