Se termina el año, y la literatura no puede sustraerse a la
compulsión de las encuestas, los balances y la eterna puja de premios y
castigos. Pero quizá sea un buen momento para recordar que alguna vez la
literatura argentina también se hizo al margen de las instancias de
consagración, y que la televisión y los medios albergaron, como este año sucedió
con el Borges de Piglia en la Televisión Pública, las voces más críticas e
irónicas de los intelectuales y artistas de nuestra cultura.
Por Claudio Zeiger
El inevitable fin de año trae los inevitables balances, la
inercia de elegir los mejores libros del año, destacar y resaltar y poner por
las nubes todo aquello a lo que durante el resto del año escasa o nula atención
se le prestó, espíritu entre navideño y finde, hora de dádivas y ninguneos,
ajustes de cuentas y compulsión por el muestreo.
El lector de este suplemento de libros sabe o ya sospecha
que aquí no se estila esa clase de gestos, y, es probable, también sabe que si
esto es así, no lo es en contra de la corriente de la lectura ni de la
literatura argentina en particular, sino modestamente, al contrario: a favor de
la lectura y de la literatura argentinas no se hacen encuestas y muestreos. El
lector y los escritores argentinos saben perfectamente que en este suplemento
se suele tratar bien a los escritores argentinos, no por nacionalismo
obligatorio o suaves ademanes de coktail con copita y canapé sino porque
entendemos que vivimos aquí y ahora; y comprenderán que esto no elude,
obviamente, el pensamiento crítico o el debate abierto con algún autor,
corriente o fenómeno en particular. Pero a veces hay que decir la verdad
completa: las encuestas y balances de fin de año son un ritual
bienintencionado, inercial y muy desvirtuado.
Hay hace años una ola de consagraciones tan inocuas como
irritantes. Son consensos de grupetes, al margen de los lectores, al margen de
las editoriales que no son las de los grupetes, al margen de la mayoría de los
escritores reales de la literatura real. Mientras tanto, los dueños de la
pelota siguen siendo los dueños de la pelota y reparten sus bendiciones sin
advertir, en su apabullante omnipotencia, que hasta en el Vaticano cambiaron
los aires.
Confesión de parte: uno ha participado de encuestas y
balances, y si lo llaman para hacerlo, está bien jugarse. Hay que hacer
equilibrio y malabarismos entre gustos, fervores, opiniones genuinas y
escritores conocidos. Es así, y no habría que espantarse por ello. Si te llaman
a jugar, juegas. Ya hay mucha gente que se espanta en la cultura y, de tanto
espantarse, ha perdido el placentero arte de la injuria, la ironía y el sentido
del humor. Entonces, hablando de esto y del espanto, ya es hora de mencionar el
personaje literario del año. No fue Jauretche, a mi criterio, y tampoco Cortázar,
a pesar de los merecidos cincuenta años de Rayuela. Incluyendo las últimas
revelaciones sobre Ceferino Piriz y las conjeturales Magas. Contra su voluntad,
o al menos sin su consentimiento (disculpen su ignorancia), el personaje del
año literario fue Jorge Luis Borges.
Un Borges atípico. Celebrado, no canonizado. Discutido. Dado
vuelta, en el sentido de que no se lo leyó por el lado previsible sino por el
menos aparente. Borges como escritor político. Borges como un enigma aún a
descifrar. Un Borges que todavía habla y escribe. Borges y Perón, Borges e
Yrigoyen. Borges y los nacionalistas. Borges y FORJA. Cerrando el círculo:
Borges y Jauretche.
Desde luego, me estoy refiriendo a las clases de Ricardo
Piglia (Borges por Piglia) que pudieron verse en el mes de octubre en la Televisión Pública.
Piglia empezó diciendo, con ironía, que debería estar
hablando sobre Jauretche pero que iba a hablar sobre Borges. Y lo hizo. Y
terminó en la última jornada hablando sobre Jauretche y Borges con Horacio
González y Javier Trímboli. No hay mucho para agregar. Los que lo vieron saben
que fue el acontecimiento cultural del año en la televisión y sus alrededores.
Fue deslumbrante. Fue como volver al paraíso (que nunca existió) de la
literatura argentina, cuando los intelectuales y los escritores tenían un
contacto real con el público. Pura utopía. Piglia fue una máquina de tirar
hipótesis y conjeturas para discutir y, por supuesto, disentir. Pero
básicamente, a los escritores y a los lectores especialmente interesados en nuestra
literatura, nos hizo recordar que alguna vez tuvimos una literatura argentina.
Una literatura poderosa, embrujada, potente y sobre todo pensada y ejecutada a
lo grande, a pesar de nuestra indeclinable pasión por la aldea y el chisme.
Borges escribió: alguna vez, Manucho, tú y yo tuvimos una
patria y la perdimos. Y no importa que esa patria perdida no fuera la patria
que nosotros –muchos de nosotros– anhelamos, pero podemos coincidir con Borges
en que no nos siga dando sonrojo decir patria, que no es lo mismo que decir la
nación.
¿Alguna vez tuvimos una literatura argentina? Sí, y no la
perdimos, como se perdió la patria libertadora (que no liberadora) de Borges.
Tenemos una literatura argentina, diversa y heterodoxa, mental y avispada. Pero
nuestra literatura argentina, por diversos motivos que escapan a la literatura
y a este análisis ligero, no hace masa. No hace sinergia. Y todos nos damos
cuenta de que no es culpa exclusiva del mercado o de Internet o de la época. No
es culpa ni remotamente de los escritores argentinos. No es absoluta
responsabilidad de las editoriales y ni siquiera se les puede echar toda la
culpa a los suplementos culturales, éste incluido. Es una suma de
circunstancias, no de culpas, que de culpas y pecados ya tuvimos bastante.
Si se puede hablar de algún factor subjetivo, son ciertas
insistencias al cuete de el-modo-intelectual-del-ser-argentino. La forma
facciosa de relacionarnos, el amiguismo excesivo y su contracara, el hacer de
cuenta que los otros ni existen; el encandilamiento con todo lo que tenga un
aire a vanguardismo y extrañamiento, el entusiasmo súbito y fanatizado con
alguna obra lateral a la que se insiste en poner en el centro, sin percatarse
que su mejor performance está en el margen. En definitiva, la vieja reiteración
de nuestros más connotados tics, como vivir añorando nuestras traducciones o
seguir creyendo que Sur fue la gran empresa cultural argentina.
Ahora hay nuevos tics de la misma matriz, y se entiende que
eso es lo que en definitiva nos hace encantadoramente argentinos. Pero hay
escritores con derecho a no conformarse con esta suma de tics y quieren más,
quieren hacer valer la estirpe de la que venimos aunque todo sea pérdida y
quimera, embelecos, como dice el genial y pesado Fernando Vallejo.
No hace falta estar de acuerdo con todo lo que postuló
Piglia y, menos que menos, con Borges. Pero Borges en pleno corazón del país
jauretcheano, Jauretche en pleno corazón de la cultura liberal, y Piglia entre
nosotros hablando de Borges, las revisiones y búsquedas de una síntesis no
tranquilizadora, es un tren que no se puede dejar pasar así nomás. Este año,
desde un modesto (sí, muy modesto) programa de televisión, vinieron a
recordarnos que tuvimos una literatura argentina.
Este año se abrió una puerta y estaría bueno asomarse a ver
qué hay al otro lado de esa puerta, de las otras puertas.
Fuente : Radar –Pagina 12 – Argentina
Domingo, 29 de diciembre de 2013
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