Geovani Galeas
Dicen, pero Jorge Luis Borges sabe más, que la política bien
puede ser una de las formas de la irrelevancia o del ocio intelectual.
Pero, igual, inevitablemente la política nos convoca y nos
exalta, nos une y nos separa. Y aún con todo eso, debemos dejar espacio en
nuestras vidas para otras pasiones que quizá en rigor no sean ni más ni menos
irrelevantes u ociosas. La literatura, por ejemplo, esa magia de las palabras
cuyas combinaciones pueden producir desde bellísimos sonidos hasta revelaciones
asombrosas.
Eso, elevada música verbal y fugaces iluminaciones de las
profundidades del alma humana puede uno encontrar en las páginas de
Shakespeare, cuyo significado último ha sido siempre un misterio. Y esto último
vale lo mismo tanto para los eruditos como para nosotros los simples lectores
de la llanura.
Precisamente por eso habrá advertido Jorge Luis Borges,
alguna vez, que sobre Shakespeare la crítica no puede más que emitir elogios
aterrorizados. Solo que Borges, al escribir esa sentencia, no sabía que sería
él mismo quien despejaría el vasto enigma de Shakespeare, al menos en una
entrañable clave metafórica y según la sensibilidad de unos de los
shakespearólogos contemporáneos más eminentes, Jan Kott.
En uno de sus libros, Teatro de la esencia, Kott relata un
incidente ocurrido en 1976 en el hotel Hilton de Washington, durante la segunda
convención mundial de especialistas en Shakespeare. En esa ocasión, el invitado
de honor que dictaría entre los sabios la conferencia central del evento sería
Borges.
“La shakespearología no solo se alimenta de Shakespeare sino
que también de sí misma”, anota Kott, y agrega que solo en Estados Unidos hay
más de dos mil doctorados sobre el dramaturgo, más de mil en el resto del
mundo, y cada año hay cerca de trescientas nuevas tesis de doctorado sobre
Shakespeare: “Una nueva cada día del año. Excluyendo los días de las
celebraciones judía y cristianas, los sábados y los domingos”.
En fin, durante los cinco días que duró el evento, según
cuenta Kott, los académicos discutieron sobre Shakespeare de manera intensa,
apasionada y simultánea, “desde el análisis textual tradicional hasta las
últimas novedades hermenéuticas, el Shakespeare existencialista y el
Shakespeare marxista, el Shakespeare que era progresista y que no era
progresista”.
Finalmente, el día de la clausura, llegó el momento estelar:
la conferencia de Jorge Luis Borges. El anciano escritor ciego subió con paso
vacilante al estrado, guiado por dos acompañantes que lo situaron frente al
micrófono. De manera espontánea todos los asistentes, que colmaban por entero
el salón, se pusieron de pie y lo ovacionaron durante largos minutos.
Famosamente tartamudo y de voz queda, Borges comenzó su
conferencia pero solo se escuchaba un vago murmullo en los altavoces, Y dice
Kott: “De esa monótona vibración uno solo podía distinguir con grandes trabajos
una sola palabra que iba y regresaba como el reiterado lamento de un barco
lejano hundiéndose en el mar: Shakespeare, Shakespeare, Shakespeare... solo esa
palabra una y otra vez”.
El micrófono estaba muy arriba, y pese a que Borges habló
más de una hora, nadie subió a corregirlo: “Nadie se levantó ni salió de esa
sala en el transcurso de esa hora en que solo se escuchaba esa palabra:
Shakespeare, Shakespeare, Shakespeare...”. Cuando Borges terminó, todos
volvieron a ponerse de pie y la ovación se prolongó emotivamente.
La conferencia de Borges se titulaba El enigma de
Shakespeare. Kott concluye así el relato: “Como el orador de Las sillas, de
Ionesco, Borges fue convocado para resolver el enigma. Y como aquel orador, que
solo podía emitir sonidos incomprensibles de su garganta, Borges resolvió el
enigma: Shakespeare, Shakespeare, Shakespeare...”. ¿Qué más podía decirse?
Fuente : La Prensa
Gráfica – El Salvador
10 de Diciembre de 2013
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