Enigma. ¿Fue Estela
Canto la verdadera autora de “Luz era su nombre”? La novela conquistó en 1961 a un jurado integrado
por Borges, Bioy y Mallea.
Por Anibal Jarkowski
ESCRITA A MEDIDA. Perdidamente enamorado de Estela Canto,
Borges se negó a creer que ella y su hermano habían pergeñado la novela para
ganar.
En su edición de 1961, el Premio Literario del diario La Nación ofreció 100.000
pesos a la “mejor novela inédita”. Los originales debían tener una extensión
aproximada a las 100 páginas y los consideraría un jurado compuesto por Borges,
Bioy Casares, Eduardo Mallea, Carmen Gándara y Leónidas de Vedia, quien por
entonces dirigía el suplemento de cultura.
El trabajo de los jurados ocupó algo más de tres meses. No
es posible reconstruirlo en todos sus pormenores, aunque leyendo entradas del
diario íntimo de Bioy puede saberse, por ejemplo, que el 20 de mayo recibió los
originales en su casa y cuatro días después Borges y él comenzaron a leerlos.
Para mediados de julio Bioy registró un curioso episodio. En el concurso de
cuentos de Vea y Lea, donde Borges y él habían sido jurados, el fallo asignó
los dos primeros premios a sendos relatos que pertenecían a un mismo autor,
Rodolfo Pérez Zelaschi. Para Bioy la cuestión comportaba una contrariedad ya
que todo el mundo condenaría el hecho de que el autor se hubiese presentado con
dos seudónimos, aunque la coincidencia, por desgraciada que fuese, indicaba que
el jurado tenía “un gusto y un criterio seguros” si había premiado “dos veces
al mismo autor, entre trescientos”.
Más allá de ese episodio, cada noche, después de comer,
Borges y Bioy continuaron su trabajo. En una ocasión, “después de eliminar ocho
o diez originales”, dieron con una novela cuyo narrador decía de un personaje
que “cloqueó”. Borges, “llorando de risa” comenzó a simular cloqueos y vaticinó
que, en unas pocas páginas, el personaje pondría un huevo; luego, más sereno,
observó que al escribir era legítimo ser expresivo, aunque “no tanto”.
Unos días más tarde encontraron “una buena novela para el
concurso”. Su título era Luz era su nombre y un indicio de su valor fue que
discutieron acerca de los personajes “como si fueran reales”. Para el 10 de
agosto dieron con otro original que podía competir con el primero, lo que resultaba
un módico consuelo ya que “en ciento ochenta novelas” sólo habían distinguido
tres que merecían atención.
La noche siguiente deparó otra sorpresa; terminaron de leer
“una novela no del todo mala”. A juicio de Bioy el libro era “inferior al absurdamente
titulado Luz era su nombre ”, pero la lectura en común le sirvió para verificar
con qué intensidad los reparos de orden moral determinaban los juicios
estéticos de Borges. “Cuando leemos un capítulo en que varios personajes, en
una inacabable noche de borrachera, se acuestan con la misma muchacha (un
capítulo bastante bueno), Borges comenta: ‘Esto no lo vamos a poder premiar.
Nadie lo va a premiar’. Yo me digo: ‘Aunque es verdad lo que dice, lo dice pro domo sua , protestando el
propio disgusto. Es él quien no querría premiarlo’.” Sin que Bioy registre
nuevos sobresaltos, el 27 de agosto ya no tienen originales para leer y
conversan sobre la posibilidad de preparar “antologías de cuentos extraños”;
recuerdan uno acerca de un restaurante donde sirven carne humana pasándola como
si fuese de cordero.
El 5 de septiembre los jurados, con excepción de Gándara, se
reunieron en las oficinas del diario. Borges y Bioy expusieron su opinión sobre
quién debía ganar el premio. De Vedia se limitó a repetir, como si también
fuesen suyos, los elogios que los dos amigos aplicaron a distintos originales.
Mallea, por su parte, siguió su propio criterio y no vendió “su alma”.
Al fin, el jurado determinó por unanimidad que los 100.000
pesos debían ir para el autor de Luz era su nombre . Cuando un escribano rasgó
el sobre que guardaba los datos personales se reveló que era una mujer, Silvia
Moyano del Barco. La novela se publicó por entregas en el diario a partir del
12 de noviembre y, en agosto del año siguiente, en forma de libro.
Aunque nadie creyó nunca que pudiera ser un buen negocio
reeditarla, Luz era su nombre es una buena novela; sencilla en el estilo,
ordenada en el desarrollo del argumento, eficaz en la elección de sus
procedimientos formales e inquietante en su respuesta a la pregunta de hasta
qué punto se puede maltratar a un tonto. Humberto Ventozzi es un mecánico de 22
años que viaja a Buenos Aires para probar suerte en el ambiente del cine
presentándose -igual que un escritor a un concurso- con un seudónimo, Camilo
Larrañaga. Después de unos meses en una pensión miserable y dilapidar sus
ahorros de años, no ha conseguido nada de lo que buscaba al dejar su pueblo y
hace un último intento antes del regreso. Se ve como un “joven culto, serio, de
temperamento artístico” y entonces envía una carta a una revista de contactos
sentimentales donde se ofrece a alguna mujer “con intención de casamiento”.
Cupidum S. R. L., un simulacro de empresa que vive de esquilmar a solitarios
incautos, responde a la carta, lo cita en una oficina del Centro y, a cambio de
500 pesos, lo pone en contacto con Adelina Güemes. A partir de entonces la
mujer, arreglada con la empresa para que Ventozzi se endeude, le impone
sucesivos caprichos y desaires hasta llevarlo a la desesperación.
Es comprensible que Borges y Bioy, al terminar de leer el
original, discutieran acerca de la realidad de los personajes. Los maltratos
crecientes que ella le impone y a los que él se somete aproximan la relación
cada vez más a lo inverosímil, situación con la que cualquier lector que alguna
vez se haya enamorado puede identificarse. No se trata de una obra maestra,
aunque sí de una muy buena alumna. Su autora sabía que semejante argumento
podía llevarse bien con la extensión de una novela corta, como lo exigía el
concurso. Entendía la curiosa simpatía que puede despertar el enamorado bobo y
la conveniencia de aplicar cualidades equívocas, contradictorias a la mujer
idealizada. Sensatamente optó por la narración en primera persona para
representar a un sujeto patético y comprendió el beneficio de no abundar en
extravagancias, sino desarrollar algunas con cuidado como, por ejemplo, hacer
de una playa luminosa un lugar siniestro y hostil para el amor.
Cuando Luz era su nombre se publicó como libro, la editorial
Kraft, a falta de datos biográficos relevantes de su autora, se atuvo a señalar
en la solapa que “el último concurso de novelas cortas realizado por el diario La Nación reveló a una
escritora argentina de singular calidad”. La observación no parecía falsa; Moyano
del Barco tenía 35 años y era tan argentina como inédita. Quienes la conocían
sabían que era profesora de escuela secundaria, pero a nadie se le habría
ocurrido que, además, escribiera. Recién estaba en medio del camino de la vida,
pero nunca más volvió a publicar. Después de firmar esa novela y cobrar los
100.000 pesos del premio, “su nombre y producción se perdieron en la oscuridad
del olvido”.
Un domingo de 1963 Bioy y Borges fueron a San Isidro para
compartir la tarde con la “ troupe ” de Victoria Ocampo y unos ocasionales
visitantes alemanes. De regreso, llevaron con ellos a Alicia Jurado, quien
debió aprovecharse de la intimidad que ofrecía el auto para contarles que
Estela Canto –conocida de los tres y objeto del amor de Borges entre 1944 y 1946–
la había visitado y revelado que “entre ella y su hermano Patricio escribieron
Luz era su nombre ”. Habían distribuido distintos elementos –temas, tipos,
símbolos, espacios– del gusto de cada uno de los jurados aunque, entendiendo
que su condición de comunistas les impedía presentarse al premio, propusieron a
Moyano del Barco –quien “por bruta no se negaría”– que prestara su nombre como
autora del original; en el caso de ganar el concurso, dividirían el dinero con
ella.
Borges rechazó de plano esa posibilidad; semejante
deliberación al escribir le parecía inverosímil y la fábula pergeñada por
Canto, en lugar de revelar ninguna astucia, mostraba que era “una sonsa”. Bioy,
por su parte, lamentó que un ardid tuviera como supuesto el prejuicio de que él
y Borges serían capaces de impugnar a un autor por sus ideas políticas; para
que toda duda quedara disipada recomendó a Jurado que pidiera a Golly Moyano
algún otro manuscrito y lo cotejara con la novela, pero Jurado se negó a algo
tan razonable. “Por nada voy a llamar a esa mujer”.
Años más tarde, en abril de 1966, Borges se encontró con
Estela Canto. Ella insistió en que junto a su hermano fueron los verdaderos
autores de la novela premiada; ella había elaborado el argumento y Patricio lo
había redactado. Borges volvió a rechazar lo que seguía creyendo una mentira.
Por lo demás, no le interesaba conversar sobre el asunto; no se le ocurría que
“personas incapaces de escribir libros para sí los escribieran para otros” y
entendía que el libro, que ella juzgaba “extraordinario”, en realidad era
“bastante malo”.
El encuentro con Canto fue penoso para Borges, aunque a
partir de él se le ocurrió el argumento para un posible cuento. En ese relato,
un verdadero escritor se vengaba de un amigo regalándole un original para que
lo firmara como propio. La consecuencia sería que a partir de entonces la vida
del otro sería una sucesión de penurias, porque todos esperaban de él que
escribiera sobre una y otra cosa y él nunca podría hacerlo.
Se escribió que “en la nouvelle, de cinco capítulos, cada
uno de ellos estaba escrito a la manera y el gusto de los respectivos jurados
para conquistarlos”; que con ese fin “incluía una cita de Dante para Borges,
una discusión sobre arte, literatura y moral para Mallea y un verso de Gándara
para Gándara”; que los hermanos Canto “pusieron un poco de suspenso y de acción
policial para Borges y Bioy, un poco de religión para Carmen Gándara, un poco
de interpretación del país para Mallea”, lo que indica no sólo una divertida
galería de clisés, sino que además varios dieron por cierto que Estela y
Patricio Canto fueron los verdaderos autores sin la necesidad de leer siquiera
la novela.
Luz era su nombre no tiene cinco capítulos, sino once partes
centrales y un epílogo; no ofrece discusiones estéticas ni interpretaciones del
país –que resultarían inverosímiles–, y la cita corresponde a un autor todavía
más vasto que Dante, ya que fue tomada del Génesis. La lectura de la novela
efectivamente permite distinguir apelaciones a favor de los jurados; en
particular a tres de los cinco. La playa hostil, algunos motivos clásicos del
relato policial, el tipo del enamorado bobo, la ridiculización de lugares
comunes del machismo, el registro de pintorescos clisés lingüísticos convocan,
junto a otros, hábitos de la literatura de Bioy. El retrato final de Adelina
–“llevaba una vida retirada, casi modesta”; se dedicaba a “actividades
artísticas y caritativas” y por discreción ocultaba sus donaciones a un asilo
de niños huérfanos– y, en particular, la notable densidad simbólica que
adquiere una “crucecita” con la que se la identifica, parecen premeditadas
ofrendas para la satisfacción de una mujer como Gándara.
Más compleja, más inquietante, es la estrategia con la que
la novela interpela a Borges, ya que no parece buscar nada más su aprobación
como jurado, sino también ofrecerle el registro de una serie de intimidades que
nadie más que él podría reconocer como idénticas a las del vínculo que, muchos
años antes, había mantenido con Estela Canto. En cuanto a lo primero, la
patética idealización de la figura de Adelina resulta equivalente a la que el
narrador de “El aleph” aplica a Beatriz Viterbo, y es arduo no advertir que la
“crucecita” de Adelina es la manifestación de un zahír, un mágico objeto
indistinto que ocupa la atención y la memoria del narrador.
Respecto de lo segundo, en cambio, distintas señas hacen
referencia a íntimas cualidades de la relación entre Borges y Canto, tal como
ella las recuperó en Borges a contraluz , el libro que publicó en 1989. Los perfiles
feministas de Adelina, su elogio de la aventura y su correspondiente desdén
hacia ideales consolidados –la veneración de los hombres por la virginidad de
las mujeres, por ejemplo–, la naturalización de una pasión consanguínea entre
una tía y su sobrino –que establece consonancias, al mismo tiempo, con la de
Beatriz Viterbo por su primo Carlos Argentino Daneri y la de Estela por su
hermano Patricio– son algunos de los rasgos de un retrato que la autora de Luz
era su nombre deslizó en la novela de suerte que nadie más que Borges pudiera
reconocerla por debajo del seudónimo.
Cuando Hugo Beccacece escribió que “por una cuestión ética”
Estela Canto “incurrió en un error que le costó caro”, parece de lo más
probable que hacía referencia tanto a que, por obediencia a principios
partidarios, necesitó a Moyano para presentarse a un premio convocado por La Nación, como a que el plan
quedó en evidencia muy rápido y una silenciosa y enérgica sanción cayó desde
entonces sobre su carrera literaria. Hacia 1961, Canto ya había publicado cinco
novelas, una colección de cuentos y ganado algunos premios, entre ellos el
Municipal de literatura de 1945. Era una escritora de lo más solvente para
llevar a los hechos un plan que, para alguien de escaso talento, resultaba inaccesible.
No incurrió en plagio, pero acometió una empresa -presentarse a un concurso
considerando el gusto de los jurados- que acaso sea más frecuente de lo que se
cree y bastante razonable si se considera, por ejemplo, el dinero que cuesta
imprimir, triplicar y enviar originales que casi siempre tienen al fuego por
destino.
Borges, por su parte, ganó numerosos premios, pero no se
tiene noticia de que se haya presentado a concursos literarios.
Aníbal Jarkowski es especialista en Literatura argentina.
Autor de ensayos y novelas, ha publicado, entre otros, “Tres” y “El trabajo”.
Fuente : Revista Ñ
- Clarín
21 de abril de 2014
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