domingo, 11 de mayo de 2014

La amada bajo el seudónimo



 
Enigma.  ¿Fue Estela Canto la verdadera autora de “Luz era su nombre”? La novela conquistó en 1961 a un jurado integrado por Borges, Bioy y Mallea.

Por Anibal Jarkowski

ESCRITA A MEDIDA. Perdidamente enamorado de Estela Canto, Borges se negó a creer que ella y su hermano habían pergeñado la novela para ganar.

En su edición de 1961, el Premio Literario del diario La Nación ofreció 100.000 pesos a la “mejor novela inédita”. Los originales debían tener una extensión aproximada a las 100 páginas y los consideraría un jurado compuesto por Borges, Bioy Casares, Eduardo Mallea, Carmen Gándara y Leónidas de Vedia, quien por entonces dirigía el suplemento de cultura.

El trabajo de los jurados ocupó algo más de tres meses. No es posible reconstruirlo en todos sus pormenores, aunque leyendo entradas del diario íntimo de Bioy puede saberse, por ejemplo, que el 20 de mayo recibió los originales en su casa y cuatro días después Borges y él comenzaron a leerlos. Para mediados de julio Bioy registró un curioso episodio. En el concurso de cuentos de Vea y Lea, donde Borges y él habían sido jurados, el fallo asignó los dos primeros premios a sendos relatos que pertenecían a un mismo autor, Rodolfo Pérez Zelaschi. Para Bioy la cuestión comportaba una contrariedad ya que todo el mundo condenaría el hecho de que el autor se hubiese presentado con dos seudónimos, aunque la coincidencia, por desgraciada que fuese, indicaba que el jurado tenía “un gusto y un criterio seguros” si había premiado “dos veces al mismo autor, entre trescientos”.

Más allá de ese episodio, cada noche, después de comer, Borges y Bioy continuaron su trabajo. En una ocasión, “después de eliminar ocho o diez originales”, dieron con una novela cuyo narrador decía de un personaje que “cloqueó”. Borges, “llorando de risa” comenzó a simular cloqueos y vaticinó que, en unas pocas páginas, el personaje pondría un huevo; luego, más sereno, observó que al escribir era legítimo ser expresivo, aunque “no tanto”.

Unos días más tarde encontraron “una buena novela para el concurso”. Su título era Luz era su nombre y un indicio de su valor fue que discutieron acerca de los personajes “como si fueran reales”. Para el 10 de agosto dieron con otro original que podía competir con el primero, lo que resultaba un módico consuelo ya que “en ciento ochenta novelas” sólo habían distinguido tres que merecían atención.

La noche siguiente deparó otra sorpresa; terminaron de leer “una novela no del todo mala”. A juicio de Bioy el libro era “inferior al absurdamente titulado Luz era su nombre ”, pero la lectura en común le sirvió para verificar con qué intensidad los reparos de orden moral determinaban los juicios estéticos de Borges. “Cuando leemos un capítulo en que varios personajes, en una inacabable noche de borrachera, se acuestan con la misma muchacha (un capítulo bastante bueno), Borges comenta: ‘Esto no lo vamos a poder premiar. Nadie lo va a premiar’. Yo me digo: ‘Aunque es verdad lo que dice, lo dice pro domo sua , protestando el propio disgusto. Es él quien no querría premiarlo’.” Sin que Bioy registre nuevos sobresaltos, el 27 de agosto ya no tienen originales para leer y conversan sobre la posibilidad de preparar “antologías de cuentos extraños”; recuerdan uno acerca de un restaurante donde sirven carne humana pasándola como si fuese de cordero.

El 5 de septiembre los jurados, con excepción de Gándara, se reunieron en las oficinas del diario. Borges y Bioy expusieron su opinión sobre quién debía ganar el premio. De Vedia se limitó a repetir, como si también fuesen suyos, los elogios que los dos amigos aplicaron a distintos originales. Mallea, por su parte, siguió su propio criterio y no vendió “su alma”.

Al fin, el jurado determinó por unanimidad que los 100.000 pesos debían ir para el autor de Luz era su nombre . Cuando un escribano rasgó el sobre que guardaba los datos personales se reveló que era una mujer, Silvia Moyano del Barco. La novela se publicó por entregas en el diario a partir del 12 de noviembre y, en agosto del año siguiente, en forma de libro.

Aunque nadie creyó nunca que pudiera ser un buen negocio reeditarla, Luz era su nombre es una buena novela; sencilla en el estilo, ordenada en el desarrollo del argumento, eficaz en la elección de sus procedimientos formales e inquietante en su respuesta a la pregunta de hasta qué punto se puede maltratar a un tonto. Humberto Ventozzi es un mecánico de 22 años que viaja a Buenos Aires para probar suerte en el ambiente del cine presentándose -igual que un escritor a un concurso- con un seudónimo, Camilo Larrañaga. Después de unos meses en una pensión miserable y dilapidar sus ahorros de años, no ha conseguido nada de lo que buscaba al dejar su pueblo y hace un último intento antes del regreso. Se ve como un “joven culto, serio, de temperamento artístico” y entonces envía una carta a una revista de contactos sentimentales donde se ofrece a alguna mujer “con intención de casamiento”. Cupidum S. R. L., un simulacro de empresa que vive de esquilmar a solitarios incautos, responde a la carta, lo cita en una oficina del Centro y, a cambio de 500 pesos, lo pone en contacto con Adelina Güemes. A partir de entonces la mujer, arreglada con la empresa para que Ventozzi se endeude, le impone sucesivos caprichos y desaires hasta llevarlo a la desesperación.

Es comprensible que Borges y Bioy, al terminar de leer el original, discutieran acerca de la realidad de los personajes. Los maltratos crecientes que ella le impone y a los que él se somete aproximan la relación cada vez más a lo inverosímil, situación con la que cualquier lector que alguna vez se haya enamorado puede identificarse. No se trata de una obra maestra, aunque sí de una muy buena alumna. Su autora sabía que semejante argumento podía llevarse bien con la extensión de una novela corta, como lo exigía el concurso. Entendía la curiosa simpatía que puede despertar el enamorado bobo y la conveniencia de aplicar cualidades equívocas, contradictorias a la mujer idealizada. Sensatamente optó por la narración en primera persona para representar a un sujeto patético y comprendió el beneficio de no abundar en extravagancias, sino desarrollar algunas con cuidado como, por ejemplo, hacer de una playa luminosa un lugar siniestro y hostil para el amor.

Cuando Luz era su nombre se publicó como libro, la editorial Kraft, a falta de datos biográficos relevantes de su autora, se atuvo a señalar en la solapa que “el último concurso de novelas cortas realizado por el diario La Nación reveló a una escritora argentina de singular calidad”. La observación no parecía falsa; Moyano del Barco tenía 35 años y era tan argentina como inédita. Quienes la conocían sabían que era profesora de escuela secundaria, pero a nadie se le habría ocurrido que, además, escribiera. Recién estaba en medio del camino de la vida, pero nunca más volvió a publicar. Después de firmar esa novela y cobrar los 100.000 pesos del premio, “su nombre y producción se perdieron en la oscuridad del olvido”.

Un domingo de 1963 Bioy y Borges fueron a San Isidro para compartir la tarde con la “ troupe ” de Victoria Ocampo y unos ocasionales visitantes alemanes. De regreso, llevaron con ellos a Alicia Jurado, quien debió aprovecharse de la intimidad que ofrecía el auto para contarles que Estela Canto –conocida de los tres y objeto del amor de Borges entre 1944 y 1946– la había visitado y revelado que “entre ella y su hermano Patricio escribieron Luz era su nombre ”. Habían distribuido distintos elementos –temas, tipos, símbolos, espacios– del gusto de cada uno de los jurados aunque, entendiendo que su condición de comunistas les impedía presentarse al premio, propusieron a Moyano del Barco –quien “por bruta no se negaría”– que prestara su nombre como autora del original; en el caso de ganar el concurso, dividirían el dinero con ella.

Borges rechazó de plano esa posibilidad; semejante deliberación al escribir le parecía inverosímil y la fábula pergeñada por Canto, en lugar de revelar ninguna astucia, mostraba que era “una sonsa”. Bioy, por su parte, lamentó que un ardid tuviera como supuesto el prejuicio de que él y Borges serían capaces de impugnar a un autor por sus ideas políticas; para que toda duda quedara disipada recomendó a Jurado que pidiera a Golly Moyano algún otro manuscrito y lo cotejara con la novela, pero Jurado se negó a algo tan razonable. “Por nada voy a llamar a esa mujer”.

Años más tarde, en abril de 1966, Borges se encontró con Estela Canto. Ella insistió en que junto a su hermano fueron los verdaderos autores de la novela premiada; ella había elaborado el argumento y Patricio lo había redactado. Borges volvió a rechazar lo que seguía creyendo una mentira. Por lo demás, no le interesaba conversar sobre el asunto; no se le ocurría que “personas incapaces de escribir libros para sí los escribieran para otros” y entendía que el libro, que ella juzgaba “extraordinario”, en realidad era “bastante malo”.

El encuentro con Canto fue penoso para Borges, aunque a partir de él se le ocurrió el argumento para un posible cuento. En ese relato, un verdadero escritor se vengaba de un amigo regalándole un original para que lo firmara como propio. La consecuencia sería que a partir de entonces la vida del otro sería una sucesión de penurias, porque todos esperaban de él que escribiera sobre una y otra cosa y él nunca podría hacerlo.

Se escribió que “en la nouvelle, de cinco capítulos, cada uno de ellos estaba escrito a la manera y el gusto de los respectivos jurados para conquistarlos”; que con ese fin “incluía una cita de Dante para Borges, una discusión sobre arte, literatura y moral para Mallea y un verso de Gándara para Gándara”; que los hermanos Canto “pusieron un poco de suspenso y de acción policial para Borges y Bioy, un poco de religión para Carmen Gándara, un poco de interpretación del país para Mallea”, lo que indica no sólo una divertida galería de clisés, sino que además varios dieron por cierto que Estela y Patricio Canto fueron los verdaderos autores sin la necesidad de leer siquiera la novela.

Luz era su nombre no tiene cinco capítulos, sino once partes centrales y un epílogo; no ofrece discusiones estéticas ni interpretaciones del país –que resultarían inverosímiles–, y la cita corresponde a un autor todavía más vasto que Dante, ya que fue tomada del Génesis. La lectura de la novela efectivamente permite distinguir apelaciones a favor de los jurados; en particular a tres de los cinco. La playa hostil, algunos motivos clásicos del relato policial, el tipo del enamorado bobo, la ridiculización de lugares comunes del machismo, el registro de pintorescos clisés lingüísticos convocan, junto a otros, hábitos de la literatura de Bioy. El retrato final de Adelina –“llevaba una vida retirada, casi modesta”; se dedicaba a “actividades artísticas y caritativas” y por discreción ocultaba sus donaciones a un asilo de niños huérfanos– y, en particular, la notable densidad simbólica que adquiere una “crucecita” con la que se la identifica, parecen premeditadas ofrendas para la satisfacción de una mujer como Gándara.

Más compleja, más inquietante, es la estrategia con la que la novela interpela a Borges, ya que no parece buscar nada más su aprobación como jurado, sino también ofrecerle el registro de una serie de intimidades que nadie más que él podría reconocer como idénticas a las del vínculo que, muchos años antes, había mantenido con Estela Canto. En cuanto a lo primero, la patética idealización de la figura de Adelina resulta equivalente a la que el narrador de “El aleph” aplica a Beatriz Viterbo, y es arduo no advertir que la “crucecita” de Adelina es la manifestación de un zahír, un mágico objeto indistinto que ocupa la atención y la memoria del narrador.

Respecto de lo segundo, en cambio, distintas señas hacen referencia a íntimas cualidades de la relación entre Borges y Canto, tal como ella las recuperó en Borges a contraluz , el libro que publicó en 1989. Los perfiles feministas de Adelina, su elogio de la aventura y su correspondiente desdén hacia ideales consolidados –la veneración de los hombres por la virginidad de las mujeres, por ejemplo–, la naturalización de una pasión consanguínea entre una tía y su sobrino –que establece consonancias, al mismo tiempo, con la de Beatriz Viterbo por su primo Carlos Argentino Daneri y la de Estela por su hermano Patricio– son algunos de los rasgos de un retrato que la autora de Luz era su nombre deslizó en la novela de suerte que nadie más que Borges pudiera reconocerla por debajo del seudónimo.

Cuando Hugo Beccacece escribió que “por una cuestión ética” Estela Canto “incurrió en un error que le costó caro”, parece de lo más probable que hacía referencia tanto a que, por obediencia a principios partidarios, necesitó a Moyano para presentarse a un premio convocado por La Nación, como a que el plan quedó en evidencia muy rápido y una silenciosa y enérgica sanción cayó desde entonces sobre su carrera literaria. Hacia 1961, Canto ya había publicado cinco novelas, una colección de cuentos y ganado algunos premios, entre ellos el Municipal de literatura de 1945. Era una escritora de lo más solvente para llevar a los hechos un plan que, para alguien de escaso talento, resultaba inaccesible. No incurrió en plagio, pero acometió una empresa -presentarse a un concurso considerando el gusto de los jurados- que acaso sea más frecuente de lo que se cree y bastante razonable si se considera, por ejemplo, el dinero que cuesta imprimir, triplicar y enviar originales que casi siempre tienen al fuego por destino.

Borges, por su parte, ganó numerosos premios, pero no se tiene noticia de que se haya presentado a concursos literarios.

Aníbal Jarkowski es especialista en Literatura argentina. Autor de ensayos y novelas, ha publicado, entre otros, “Tres” y “El trabajo”.

Fuente : Revista Ñ  -  Clarín
21 de abril de 2014

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