Esteban Peicovich cuenta cómo conoció por primera vez a
Jorge Luis Borges y cómo se convirtió en su compañero de numerosos viajes.
Foto:Cedoc
Conocí a Borges cuando él tenía 53 años (y yo 23). Mi pueblo
(Berisso) me encomendó invitarlo a dar una charla. Abrumado por lo que sentía
“tamaña” misión llegué a la calle México donde él dirigía la Biblioteca
Nacional y solicité verlo.
Me escuchó y sin ánimo de broma, dudó:
--¿Berisso?¿Ese pueblo existe?
Ofrecí pruebas verbales y aceptó. Fue sábado glorioso aquel
de septiembre de 1953 en que lo esperé en La Plata. Borges todavía veía y
descendió ágil del tren. Traía del brazo un junco de altos remos: a Cecilia
Ingenieros, bailarina (un pre boceto de Pina Bauch) que lo asistía como amante
o secretaria o chaperona o lo que fuera. Ambos reían jugando con frases
crípticas que a mi (muy verde aun) me sonaban a sánscrito.
Me tocó presentarlo (primera vez que me exponía en público)
y lo pasé canutas. Mi timidez se puso densa: perdí el papel, derrapé, y tras
titubear con sus datos biográficos escapé de ese patíbulo con un:
-...y con ustedes, … Borges...Borges...”
En este tartamudeó me paralicé. Fue un medio minuto sin
zafar de estos puntos suspensivos hasta que algún dios del habla me tiró una
cuerda y expulsé un ex abrupto
--…y con ustedes Borges… ¡el palabrista!
Fue así como debuté con Borges al que traté luego como
cronista y lector. Pero ¿qué es “tratar” a un genio? Despejo equívocos. Ni fui
su amigo ni experto en su obra. Solo un adicto entusiasta y un lazarillo de
ocasión. Un espía en sus viajes y un ladrón confeso de su oralidad. Una buena
suerte profesional me llevó a compartir vivencias únicas: seguir sus pasos en
Marrakesh, llevarlo en brazos en Machu Pichu, acomodarlo ante la gatera de un
mingitorio en Madrid o desactivar su pudor hasta conseguir la lista original de
sus pecados.
Aquella vieja noche de Berisso habló sobre Almafuerte. Tras
mágicos volatines y metáforas nos engatusó con un oxímoron: que Almafuerte era
el Whitman argentino. Imberbes para un juicio crítico de peso la comparación
nos pareció abultada pero no teníamos con qué darle. Si lo decía Borges debía
ser así. Sus fabulaciones eran más ciertas que su verdad.
Lo volví a ver (sin que me reconociera) una noche de 1958 en
que como reportero de Clarín salí raudo hacia Ezeiza: después de meses de dar
clases en Texas Borges volvía al país. La palabra Borges ya sonaba en el mundo.
Se venía la hora de cierre y por fin lo vimos asomar cansado, y lo peor,
dispuesto a no atender a la prensa. Por fin se detuvo y alguien soltó un
--¿Cuál es la anécdota más curiosa que trae de Texas, señor
Borges...?
Se espabiló un poco y casi musitando, deslizó…
–Sus leyendas, historias de gente muy valiente, como la
historia del cowboy…
Y lo dejó allí, en curiosa pausa. Se iba el tiempo y no
aparecía una nota a transmitir. Venir de Texas y hablarnos de un cowboy era
como volver de Chascomús y hablarnos de un lechero. Pero de pronto saliéndose
de su propia galera Borges extrajo un conejo extraordinario:
--…la historia del cowboy…negro.
Ahora, sí. En ese adjetivo aparecía el sorprendente Borges y
aprontamos birome y oído. Nos contó entonces el caso de singular templanza de
un cowboy que por sus fechorías iba ser ajusticiado un amanecer. Que llegada la
hora, ya con el cordel en el cuello, el sheriff le anunció que por costumbre
del condado antes de ser ahorcado tenía derecho a decir unas palabras. Aquí
Borges tosió, hizo una pausa (literaria, seguro) y remató:
--Y el cowboy negro le respondió: “Yo no he venido aquí a
hablar sino a morir”.
Ahora sí sabíamos que había vuelto Borges y teníamos miga
para colorear la nota del regreso. El cowboy podía ser real o imaginario. No
importaba. De haber sido blanco pasaría por gesto altanero del héroe. Que fuese
negro lo convertía en borgiano y literario para siempre. ¿Acaso alguien había
visto por entonces valorizar a un negro en un western?
En 1978 cubrí el viaje de los reyes de España que rumbo a
Buenos Aires hicieron escala en Perú. Ambos mostraron interés puntual por
visitar las ruinas de Machu Pichu, y las pistas de Nazca (solo Sofía). Pero ni
bien aterrizado en Lima un rey de mayor rango motivó que abandonara a los
Borbones: allí estaba el mismísimo Borges con María alistándose para viajar al
día siguiente al santuario a la misma hora que los reyes. Elegí entonces viajar
con un rey verdadero. Nos embarcamos con Borges y María en el trencito angosto
que parte de Cuzco y en cinco horas de mucho calor arribamos al pie de la
explanada. Borges (82 años) llegó muy mal. Boqueba pálido y ni vasos de la Inca
Cola (sic) ni el té de coca conseguían reponerlo del mal de altura. Debí
atender la emergencia llevándolo en brazos, como a un niño, hasta el micro que
asciende en espiral hasta el hotel internacional situado frente al santuario.
Llegado al lobby y mientras María inquieta pedía un médico dejé a un Borges
mudo e inmóvil sobre un sillón de la sala. Un grupo de turistas alemanes se
interesó por el estado del anciano y al decirles que se trataba de un escritor
argentino y escuchar dos de ellos el nombre, pegaron un grito, alertaron al
resto y en un minuto el exánime Borges en camisa y tendido quedó bajo los
flashes de una docena de Leikas invasivas. Fue una estampa tan bizarra que cada
vez que la recuerdo me remite, por la similitud de la posición de los cuerpos
en la escena, a La lección de anatomía, de Rembrandt.
Como éstas, son muchas las anécdotas borgianas que pulsan
este mes en mi memoria y en la de todos los lectores que habitan la fantástica
cueva del mago Borges. Ese Borges, vasto sustantivo, al que Sábato reconoció
gran poeta y fijó con los siguientes quince adjetivos: arbitrario, genial,
tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado,
magnífico, infeliz, limitado, infantil e inmortal.
Y si es así (y es así) ¿Cómo no seguir recordando sus
anécdotas en alguna próxima columna?
Fuente : Perfil.com
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