Por Carlos Gamerro.
Es posible que Borges no haya sido el escritor más
importante del siglo xx. Hay candidatos más fuertes, como Joyce, Kafka o
Proust, por mencionar apenas a las tres personas de la Trinidad. Sin embargo,
pocos se atreverían a discutir que Borges fue el lector más intenso e
interesante del siglo xx. Ahora, ¿qué queremos decir cuando decimos ‘un gran
lector’?
En primer lugar, un gran lector es quien logra transformar
nuestra experiencia de los libros que ha leído y que nosotros leemos después de
él. Es bastante evidente, a esta altura del partido, que Borges ha cambiado la
manera en que nosotros podemos leer a Homero, a Dante, a Shakespeare o a
Cervantes, para mencionar solamente a cuatro de los autores que trataremos.
Pero en el caso de Borges ese ‘nosotros’ va más allá de los argentinos o
sudamericanos. Que Borges modifique la lectura de Homero o de Dante para los
lectores argentinos no es una hazaña tan, por lo menos, inédita. Sí lo es que
Borges haya modificado la tradición literaria italiana de los italianos, como
ha hecho con sus lecturas del Dante y como han reconocido, entre otros, Ítalo
Calvino (1) o que haya cambiado la relación de los ingleses con su propia
literatura, notablemente en sus reescrituras de la antigua literatura
anglosajona. Y esto tiene una decidida importancia no solo estética sino
también política: la teoría de la dependencia, hoy bastante desvirtuada en el
terreno económico, sigue teniendo vigencia en el cultural: si un profesor
inglés o estadounidense escribe sobre nuestra literatura o nuestra historia,
nos sentimos obligados a leerlo, consideramos su saber no solo válido sino
imprescindible. Ahora, si un profesor argentino escribe sobre historia inglesa
o literatura inglesa, no genera ninguna obligación condigna –salvo si se trata
de Borges–. Borges es un autor sudamericano que ningún escritor, crítico,
profesor o lector culto del país que sea puede ignorar, no solo cuando habla de
la gauchesca, el tango o el peronismo, sino cuando se ocupa de Homero, la
Biblia o el gnosticismo.
Un gran lector no se agota en los placeres de la lectura
solitaria; debe comunicar sus lecturas. Y esto es algo que hace de diversas
maneras: escribiéndolas, sea en ensayos críticos, sea en la creación literaria;
enseñándolas, como puede hacer un profesor, o traduciéndolas. Borges descolló
en todos estos campos. Un gran lector no solo cambia nuestra manera de leer y
de entender a los clásicos ya establecidos; también reorganiza y reestructura
el canon literario, sacando y poniendo: el prestigio de autores como R. L.
Stevenson o G. K. Chesterton entre nosotros, y también en Inglaterra, le debe
mucho a las lecturas y reescrituras que Borges hizo de sus obras; la influencia
de Las palmeras salvajes de Faulkner en la literatura del boom latinoamericano
se debió en gran medida a su traducción. El crítico estadounidense Harold Bloom
define al canon literario de manera muy sencilla en su libro El canon
occidental (2) son los libros que todo lector culto debería leer en el
transcurso de su vida. La medida del canon, la cantidad de libros que pueden
entrar en él, está determinada por la extensión de la vida lectora, que es algo
más breve que la ya de por sí breve vida humana. Y si bien este tiempo se ha
ido extendiendo –gracias a los avances de la medicina, no de las técnicas de
lectura, por cierto, ya que seguimos leyendo ahora con tanta rapidez o lentitud
que cuando se inventó el alfabeto– sigue siendo un tiempo acotado, y el canon
acumula clásicos a mayor ritmo que nosotros acumulamos años. En una imagen a la
vez sugerente y precisa, Bloom imagina el canon como un barco en el cual los
libros viajan hacia la inmortalidad; como el tamaño de ese barco es limitado, a
medida que se agregan libros nuevos, clásicos modernos, otros deben ser
arrojados por la borda.
Porque el canon no es algo que nos llegue ya prefijado, y
que debamos aceptar sin más. Se define siempre en el presente. Que un libro se
haya convertido en clásico en un determinado momento, y lo haya sido a lo largo
de varios siglos, no garantiza que lo siga siendo para siempre. Pareciera que
algunos están para quedarse: la Ilíada, la Odisea, la Divina comedia, la
Eneida. Pero otros con parecida vocación de inmortalidad, como el Orlando
furioso, y a pesar de los denodados esfuerzos del mismo Borges por salvarlo, ya
viajan rumbo al olvido, salvo quizás en su país de origen. El canon no es algo
que el pasado nos lega y nos impone, sino todo lo contrario: es lo que
nosotros, en el presente, decidimos que vale la pena leer. El canon es, de
alguna manera, la memoria de la literatura. Y la memoria, tengamos en cuenta,
transcurre en tiempo presente. El acto de recordar es un acto que sucede ahora.
La pregunta del millón, cuando de cánones y canonizaciones
se trata, es la de quién decide o fija qué libros componen el canon. Harold
Bloom, al final de El canon occidental, tuvo el atrevimiento de proponer una
lista de libros canónicos y casi al punto el mundo puso el grito en el cielo,
porque había incluido a tal y había dejado afuera a cual, o viceversa. Merecido
castigo por no haber seguido sus propias reglas: tanto en La angustia de las
influencias como en El canon occidental Bloom afirma que quienes deciden, en
cada momento, y revisan constantemente, la composición del canon no son ni los
profesores, ni los críticos, ni los lectores, sino los escritores decisivos del
presente; y que no lo hacen dando su opinión o haciendo sus propias listas,
sino simplemente escribiendo. Es en su propia escritura y reescrituras que mantienen
con vida a estos textos del pasado, o les dan vida nueva.
Cuando Joyce, por dar un ejemplo, decide basar su Ulises,
episodio por episodio, en los de la Odisea, no solo está diciendo que la Odisea
sigue siendo un texto que está vivo, que debemos leer: está haciendo que lo
sea. No porque la Odisea esté viva yo escribo Ulises, sino más bien al revés:
porque yo escribo mi Ulises, la Odisea está viva. Está viva porque yo estoy
dándole vida nueva. Y lo mismo puede pensarse en relación a las puestas teatrales.
Shakespeare está más vivo que Lope de Vega porque todo el tiempo lo estamos
actualizando en versiones nuevas, en escrituras nuevas, en nuevas traducciones
y puestas teatrales. Es en este sentido que vamos a leer estos ensayos, estos
poemas y estos cuentos de Borges que toman como base, como punto de partida,
como tema, los textos de Homero, de Dante, de Shakespeare y de Cervantes, y los
convierten en textos actuales en lugar de exhibirlos como monumentos del
pasado.
En “Kafka y sus precursores”, un ensayo de Otras
inquisiciones, Borges toma nota de una serie de autores anteriores a Kafka, de
distintas épocas, geografías y lenguas, en los cuales percibe cierto aire
kafkiano, todos ellos, aclara, autores que Kafka probablemente no leyó. Es
decir, no son precursores de Kafka en el sentido estricto del término. Y sin
embargo solo podemos asignarles esa cualidad de kafkianos una vez que Kafka
escribió su obra y que esa obra se convirtió en una obra profusamente leída,
fundamental, necesaria. Borges establece que no solo esos autores no se
parecían a Kafka antes de que Kafka escribiera (cosa obvia), sino que tampoco
se parecían entre sí. No es que Kafka descubrió el parecido o nosotros
descubrimos el parecido gracias a Kafka. Ese parecido no existía porque esos
textos, antes de que Kafka escribiera, eran distintos:
Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado
se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este
último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la
idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera
escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El hecho es que cada
escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del
pasado, como ha de modificar el futuro.
De manera análoga, nosotros leeremos a Borges y su trabajo
de modificación de estos grandes autores del pasado, comenzando por Homero.
(1) Dice Calvino sobre Nueve ensayos dantescos: “El estudio
asiduo y apasionado del texto capital de nuestra literatura, la participación
congenial conque ha sabido aprovechar el patrimonio dantesco para su meditación
crítica y su obra de creación, son una de las razones, aunque no la última, por
la que Borges es aquí celebrado y por eso le expresamos una vez más con emoción
y con afecto nuestro reconocimiento por el alimento que sigue dándonos” (Ítalo
Calvino, “Jorge Luis Borges”, en Por qué leer a los clásicos, Barcelona,
Tusquets, 1995).
(2) Harold Bloom, El canon occidental, Barcelona, Anagrama,
1995.
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Fuente : Eterna Cadencia
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