A los 22 años, Borges, ávido lector de filosofía,
había intuido que el yo es una ilusión, un constructo de los hábitos
perceptuales
En un
ensayo poco conocido titulado "La nadería de la personalidad", Borges
ataca uno de los temas más profundos y difíciles de la historia de la
filosofía, que es hoy tema de la neurociencia y que ha sido la gran disputa
entre el budismo y el hinduismo: la existencia de un yo fijo y duradero. Borges
escribe esto a los 22 años, lo cual nos permite atisbar la enorme inteligencia
de este escritor argentino, uno de los más grandes del siglo XX.
Al
principio de su ensayo Borges explica, con una prosa un tanto barroca llena de
palabras complicadas (aún no había logrado la lúcida precisión de su prosa
madura, lo que consiguiría años después): "Pienso probar que la
personalidad es una transoñación, consentida por el engreimiento y el hábito,
mas sin estribaderos metafísicos ni realidad entrañal". Este Borges precoz
había leído a Schopenhauer (quien tenía fuentes indias) y probablemente a Hume,
y no aún los sutras budistas, que en la última parte de su vida le fueron
entrañables. Parece coincidir con Hume en que el yo no es una entidad fija sino
que es algo que emerge con cada sensación; la noción de un yo fijo es sólo el
hábito o incluso la alcucinación de la persistencia de las sensaciones o
impresiones que dejan los fenómenos.
Yo, al
escribirlas, sólo soy una certidumbre que inquiere las palabras más aptas para
persuadir tu atención. Ese propósito y algunas sensaciones musculares y la
visión de límpida enramada que ponen frente a mi ventana los árboles,
construyen mi yo actual.
Fuera
vanidad supone: que ese agregado psíquico ha menester asirse a un yo para gozar
de validez absoluta, a ese conjetural Jorge Luis Borges en cuya lengua cupo
tanto sofisma y en cuyos solitarios paseos los atardeceres del suburbio son
gratos.
No hay
tal yo de conjunto. Equivócase quien define la identidad personal como la
posesión privativa de algún erario de recuerdos. Quien tal afirma, abusa del
símbolo que plasma la memoria en figura de duradera y palpable troj o almacén,
cuando no es sino el nombre mediante el cual indicamos que entre la
innumerabilidad de todos los estados de conciencia, muchos acontecen de nuevo
en forma borrosa. Además, si arraiga la personalidad en el recuerdo, ¿a qué
tenencia pretender sobre los instantes cumplidos que, por cotidianos o añejos,
no estamparon en nosotros una grabazón perdurable? Apilados en años, yacen
inaccesibles a nuestra anhelante codicia. Y esa decantada memoria a cuyo fallo
hacéis apelación, ¿evidencia alguna vez toda su plenitud de pasado? ¿Vive acaso
en verdad? Engáñanse también quienes como los sensualistas, conciben tu
personalidad como adición de tus estados de ánimo enfilados. Bien examinada, su
fórmula no es más que un vergonzante rodeo que socava el propio basamento que
construye; ácido apurador de sí mismo; palabrero embeleco y contradicción
trabajosa.
Este
sería un tema que siempre acompañaría a Borges, quien lo llevaría a la ficción
y a la poesía como disociación y como multitud (al igual que su querido
Whitman), una personalidad ficticia y fluida que se confunde y a veces impone:
"Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas".
Borges se
acera de alguna manera en este ensayo a exponer la filosofía budista de los
cinco agregados o skhandas que componen la personalidad, los cuales si se
investiga, uno se dará cuenta de que ninguno constituye el yo; uno no es ni la
forma, ni las sensaciones, ni las percepciones, ni la actividad mental, ni la
conciencia (esto es, la conciencia en su aspecto diferenciado de la cognición
pura que para algunos vehículos budistas tiene una existencia primordial), ni
siquiera los cinco agregados como una supuesta metaentidad. El yo, según el
budismo theravada, surge de la adherencia a estos agregados y la liberación del
sufrimiento se origina del desapego a ellos. El mahayana considerará luego que
ni los agregados ni los fenómenos externos tienen realidad inherente, ya que
existen de manera interdependiente, y por lo tanto se dice que están vacíos.
Citamos ahora extensamente a Borges, quien poéticamente describe su propio
proceso de indagación con el cual llega a una conclusión similar al Buda 2 mil
400 años después, o a David Hume poco menos de 200 años antes. Borges se acerca
por momentos al existencialismo y a la fenomenología y en otros, con cierta
promiscuidad literaria, coquetea con un monismo:
No hay
tal yo de conjunto. Basta caminar algún trecho por la implacable rigidez que
los espejos del pasado nos abren, para sentimos forasteros y azoramos
cándidamente de nuestras jornadas antiguas. No hay en ellas comunidad de
intenciones, ni un mismo viento las empuja. Lo han declarado así aquellos
hombres que escudriñaron con verdad los calendarios de que fue descartándolos
el tiempo. Unos, botarates como cohetes, se vanaglorian de tan entreverada
confusión y dicen que la disparidad es riqueza; otros, lejos de encaramar el
desorden, deploran lo desigual de sus días y anhelan la popular lisura. Copiaré
dos ejemplos. El primero lleva por fecha el año 1531 y es el epígrafe del libro
De Incertitudine et Vanitate Scientiarum que en las desengañadas postrimerías
de su vida compuso el cabalista y astrólogo Agrippa de Nettesheim. Dice de esta
manera:
Entre los
dioses, sacuden a todos las befas de Momo.
Entre los
héroes, Hércules da caza a todos los monstruos.
Entre los
demonios, el Rey del Infierno, Plutón, oprime todas las sombras.
Mientras
Heráclito ante todo llora.
Nada sabe
de nada Pirrón.
Y de
saberlo todo se glorifica Aristóteles.
Despreciador
de lo mundanal es Diógenes.
A nada de
esto, yo Agrippa, soy ajeno.
Desprecio,
sé, no sé, persigo, río, tiranizo, me quejo.
Soy
filósofo, dios, héroe, demonio y el universo entero
...
Pero
encima de cualquier alarde egoísta, voceaba en mi pecho la voluntad de mostrar
por entero mi alma al amigo. Hubiera querido desnudarme de ella y dejada allí
palpitante. Seguimos conversando y discutiendo, al borde del adiós, hasta que
de golpe, con una insospechada firmeza de certidumbre, entendí ser nada esa
personalidad que solemos tasar con tan incompatible exorbitancia. Ocurrióseme
que nunca justificaría mi vida un instante pleno, absoluto, contenedor de los
demás, que todos ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras del pasado y
encaradas al porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo presente, de lo
circunstancial, no éramos nadie. Y abominé de todo misteriosismo.
El yo no
existe. Schopenhauer, que parece arrimarse muchas veces a esa opinión la
desmiente tácitamente, otras tantas, no sé si adrede o si forzado a ello por
esa basta y zafia metafísica --o más bien ametafísica--, que acecha en los
principios mismos del lenguaje. Empero, y pese a tal disparidad, hay un lugar
en su obra que a semejanza de una brusca y eficaz lumbrerada, ilumina la
alternativa. Traslado el tal lugar que, castellanizado, dice así:
Un tiempo
infinito ha precedido a mi nacimiento; ¿qué fui yo mientras tanto?
Metafísicamente podría quizá contestarme: Yo siempre fui yo; es decir, todos
aquellos que dijeron yo durante ese tiempo, fueron yo en hecho de verdad.
La
realidad no ha menester que la apuntalen otras realidades. No hay en los
árboles divinidades ocultas, ni una inagarrable cosa en sí detrás de las
apariencias, ni un yo mitológico que ordena nuestras acciones. La vida es
apariencia verdadera. No engañan los sentidos, engaña el entendimiento, que
dijo Goethe: sentencia que podemos comparar con este verso de Macedonio
Fernández:
La
realidad trabaja en abierto misterio.
No hay
tal yo de conjunto. Grimm, en una excelente declaración del budismo (Die Lehre
des Buddba, München, 1917), narra el procedimiento eliminador mediante el cual
los indios alcanzaron esa certeza. He aquí su canon milenariamente eficaz:
Aquellas cosas de las cuales puedo advertir los principios y la postrimería, no
son mi yo. Esa norma es verídica y basta ejemplificarla para persuadimos de su
virtud. Yo, por ejemplo, no soy la realidad visual que mis ojos abarcan, pues
de serlo me mataría toda oscuridad y no quedaría nada en mí para desear el
espectáculo del mundo ni siquiera para olvidado. Tampoco soy las audiciones que
escucho pues en tal caso debería borrarme el silencio y pasaría de sonido en
sonido, sin memoria del anterior. Idéntica argumentación se endereza después a
lo olfativo, lo gustable y lo táctil y se prueba con ello, no solamente que no
soy el mundo aparencial --cosa notoria y sin disputa-- sino que las
apercepciones que lo señalan tampoco son mi yo. Esto es, no soy mi actividad de
ver, de oír, de oler, de gustar, de palpar. Tampoco soy mi cuerpo, que es
fenómeno entre los otros. Hasta ese punto el argumento es baladí, siendo lo
insigne su aplicación a lo espiritual. ¿Son el deseo, el pensamiento, la dicha
y la congoja mi verdadero yo? La respuesta, de acuerdo con el canon, es
claramente negativa, ya que estas afecciones caducan sin anonadarme con ellas.
La conciencia --último escondrijo posible para el emplazamiento del yo-- se
manifiesta inhábil. Ya descartados los afectos, las percepciones forasteras y
hasta el cambiadizo pensar, la conciencia es cosa baldía, sin apariencia alguna
que la exista reflejándose en ella.
Observa
Grimm que este prolijo averiguamiento dialéctico nos deja un resultado que se
acuerda con la opinión de Schopenhauer, según la cual el yo es un punto cuya
inmovilidad es eficaz para determinar por contraste la cargada fuga del tiempo.
Esta opinión traduce el yo en una mera urgencia lógica, sin cualidades propias
ni distinciones de individuo a individuo.
Fuente :
Pijamasurf
No hay comentarios:
Publicar un comentario