Por Pedro Delgado
Malagón
Para mis amigos Armando Colina y Víctor Acuña, propietarios
de la Galería Arvil de Ciudad México, quienes generosamente auspiciaron la
muestra en Santo Domingo del bestiario de Francisco Toledo.Como paradigma, el
animal ocupa en todas las civilizaciones los más profundos estratos de lo
inconsciente y del instinto. El culto a los animales es atávico. Las bestias
deben cuidarse y adorarse, porque son el receptáculo mismo de las formas, buenas
o temibles, de la potencia divina.
La mitología de los mayas nos muestra un cocodrilo que abre
su boca monstruosa para devorar el sol en el crepúsculo. Mientras una mujer
daba a luz, el indio zapoteco del sur de México dibujaba en el suelo la figura
de un animal; que luego borraba en cuanto estaba terminada e iniciaba un nuevo
esbozo, hasta que se producía el nacimiento. A la figura delineada en el
momento del parto se le llamaba el “tona” de la criatura o su “segundo yo”.
Cuando el niño maduraba, debía conseguir aquel animal que le representaba y lo
cuidaba, pues se creía que sus existencias estaban unidas, al punto que la
muerte de ambos sería simultánea.
(De bestia la huella del sueño que Borges deshace en
contorno de pez de tiniebla acuchillada en la hondura de cielo tras el ave de
brisa del abismo donde Tepeu y Gucumatz y Toledo alumbran la vida y los
silencios…)
Los delirios concurrentes de Francisco Toledo y Jorge Luis
Borges nos hunden en la tibieza de la arcilla original: en la gestación de las formas
y las esencias, en el nacimiento de todas las memorias.
Jorge Luis Borges publicó en 1957, con la colaboración de
Margarita Guerrero, su Manual de zoología fantástica. Diez años más tarde, bajo
el título de El libro de los seres imaginarios, se editó una versión ampliada
del Manual que añade treinta y cuatro nuevos textos. En el prólogo de esta
última publicación Borges dice: “Hemos compilado un manual de los extraños
seres que ha engendrado, a lo largo del tiempo y del espacio, la fantasía de
los hombres”.
Borges recoge unos seres que vienen de la mitología
oriental, del Islam y de la Cábala, de la literatura china y de la epopeya
babilónica, de los clásicos griegos y latinos, de la Edad Media y del
Renacimiento (aunque, curiosamente, fueran excluidos los Cronistas de Indias),
del sueño Joungiano de Kakfa y C. S. Lewis y Edgard Allan Poe. En esta
detallada caminata por el bestiario que congrega al Minotauro, la Anfisbena, la
Sirena, la Quimera, el Dragón, las Arpías, el Basilisco, el Cancerbero, el
Mirmecoleón, el Ave Fénix, el Grifo, el Golem, la Óctuple Serpiente… el Simurg,
Borges desea que pasemos “del jardín zoológico de la realidad al jardín
zoológico de las mitologías”.
En El libro de los seres imaginarios hay una voz que se
arrima a los límites del sueño y que propone una realidad sin tiempo, acaso
como la metáfora del mundo superior de Parménides, donde el universo es
producto de un espejismo y en el que lo deífico, los tropos de la imaginación
ancestral, lo religioso y lo mágico conforman el desarrollo del texto.
Al universo zoológico borgiano se entra y se sale por los
espejos. Allí habita el Simurg, “pájaro inmortal que anida en las ramas del
Árbol de la Ciencia”; y el A-Bao-A-Qu, que mira con todo el cuerpo y al tacto
recuerda la piel del durazno.
Deambulan en este recinto el ave Roc, que alimenta sus crías
con elefantes; y el Mirmecoleón: “león por delante, hormiga por detrás, y con
las pudendas al revés”, como lo explicara Gustave Flaubert. Y merodea el
Bahamut, que “de hipopótamo o elefante (los hombres) lo hicieron pez que se
mantiene sobre un agua sin fondo y sobre el pez imaginaron un toro y sobre el
toro una montaña hecha de rubí y sobre la montaña un ángel y sobre el ángel
seis infiernos y sobre los infiernos la tierra y sobre la tierra siete cielos”.
Al coleccionar esta fauna de seres excepcionales y pasmosos,
Borges transita un camino que empieza en los orígenes del tiempo. Tradiciones y
supersticiones populares, más que observaciones científicas, conviven en los
bestiarios medievales y renacentistas.
Escrito en griego durante el siglo II, El Fisiólogo
constituye el primer bestiario conocido. Su influencia fue enorme en la Edad
Media, sólo comparable con La Biblia. Se le atribuye a Pedro de Alejandría, a
San Epifanio, a San Basilio, a San Juan Crisóstomo, a Atanasio, a San Ambrosio,
a San Jerónimo…
Por encargo del Fondo de Cultura Económica, el pintor
mexicano Francisco Toledo (Oaxaca, México, 1940) ilustró en 1983 la publicación
del compendio de animales quiméricos de Borges. Con raíces que viajan hasta
Hieronimus Bosch y Brueghel el Viejo, y que se adentran en la imaginería
ancestral y en la religiosidad popular indígena, Toledo propone un catálogo de
cuarenta y seis acuarelas y tintas que desatan la furia y la ironía, la voluptuosidad
y el sarcasmo. En estas imágenes hay rastros que congregan mitología y pintura,
arte y desvarío, humor e impudicia, reminiscencia colectiva y deslumbramiento.
Alguien afirmó que Toledo es un artista que ve “en las
humedades del cemento de su casa, lagartijas que, al intentar morderse la cola,
sus patas se extienden como tentáculos”. Al interpretar los textos de Borges,
el artista se reafirma en sus orígenes, en el amor a su Oaxaca arrinconada, en
su devoto apunte de trazos embrujados, en la gracia persistente de sus acechos
coloreados.
Julio Cortázar escribió: “Es bueno seguir multiplicando los
polvorines mentales, el humor que busca y favorece las mutaciones más
descabelladas [...] es bueno que existan los bestiarios colmados de
transgresiones, de patas donde debería haber alas y de ojos puestos en el lugar
de los dientes”.
Claro que sí: Borges y Toledo, en estas afinidades
insólitas, en este juego incesante de alucinación y color, en este trayecto a
las profundidades del espejismo, escarban en el sueño de todos los hombres en
todos los tiempos.
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Del catálogo de la exposición ‘Zoología Fantástica’ de
Francisco Toledo, en el
Museo de Arte Moderno de Santo Domingo, República
Dominicana.
Fuente : El Caribe
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