jueves, 18 de enero de 2018

Borges en laberintos cubanos



Jesús Mira

Fue en el primaveral 16 de setiembre de 1985, es decir, veinticinco años atrás, cuando Buenos Aires recibió al genial escritor cubano Roberto Fernández Retamar, quien era portador de una delicada misión: entrevistar a Jorge Luis Borges para ponerlo en conocimiento de que en Cuba habían decidido editar una antología con parte de su producción (poemas, cuentos y ensayos). Se necesitaba el acuerdo del escritor argentino, sobre todo porque algunas de las creaciones que los cubanos querían incorporar al futuro volumen no figuraban en sus Obras completas, dado que el autor no había autorizado su inclusión en estas últimas.

Como era de dominio público, Borges no manifestaba simpatía alguna por la Revolución Cubana y… finalmente, Fernández Retamar venía con el encargo de hacerle un sensible pedido: que cediera sus derechos de autor en esa puntual edición, porque como consecuencia del bloqueo norteamericano, la editora cubana no disponía de suficientes divisas, por lo que no estaba en condiciones de abonar los honorarios que legalmente le correspondían.

El caso es que Retamar llegó a la Editorial Hyspamérica, donde lo aguardaba su director, el generoso e inteligente Jorge Lebedev, quien había dirigido la colección personal de Borges con la colaboración de María Kodama. Ambos se habían comprometido a gestionar la entrevista.

Retamar y Lebedev toman entonces contacto telefónico con Kodama, y momentos después llegaba la voz de ella con la tan ansiada respuesta:

–Sí… dice Borges que puede venir ahora.

Posteriormente escribiría Fernández Retamar:

    El viaje demandó sólo algunos minutos, que me parecieron demasiados. Hasta que al fin me encontré frente al número 994 de la calle Maipú. En el sexto piso, la propia María Kodama me abrió la puerta. Me sentí impresionado por su belleza y la austeridad del piso.

Al entrar, Borges le pregunta:

    – ¿Qué edad tiene?

    – Cincuenta y cinco años –responde Retamar.

    –Pero si es un pibe, che… Yo tengo ochenta y seis.

    –Sí, pero yo vivo en el tiempo y usted ya está en la eternidad, que ha historiado, así como también ha refutado al tiempo –puntualiza Retamar.

    –Tampoco Borges es sucesivo.

    –En todo caso, de mis cincuenta y cinco años, he pasado unos cuarenta leyéndolo a usted.

    –Me excuso… –dice Borges.

Los dos intercambian opiniones sobre el Martín Fierro, sobre su autor y otros escritores latinoamericanos.

Retamar le comenta que en su juventud ya lo leía en un barrio orillero llamado La Víbora, y ante la pregunta de Borges: ¿Dónde está ese barrio?, Retamar contesta:

    –Queda en La Habana, capital de un país llamado Cuba, cuyo régimen político yo sé que usted no aprecia demasiado… Pero ni siquiera eso puede impedir que usted tenga allí millares de lectores, millares de admiradores.

Borges le hace un reclamo:

    –Hay textos que usted no puede poner en su selección –y menciona tres títulos, uno de ellos, “El hombre de la esquina rosada”.

Pero el autor cede al fin, y ese cuento estará en el volumen cubano.

Y así se llega al momento más espinoso de la entrevista, cuando Retamar le plantea el tema de los derechos de autor:

    –Lo que no podemos es enviarle dólares.

El escritor argentino acepta las condiciones con una definición muy borgeana:

    –A mí no me interesa el dinero.

Breve, contundente y satisfactoria contestación.

La tarde se había hecho noche y cubría con su oscuro manto a la Reina del Plata. Roberto Fernández Retamar se despedía con el compromiso de entregarle a Borges en persona varios ejemplares de la antología cubana de sus obras.

Poco tiempo después, fallecía en Ginebra Jorge Luis Borges, y aquel volumen se publicaba en Cuba con un éxito inusitado. La destacada pintora argentina Hilda Heller, que en aquel momento vivía en la isla, me relató a su regreso que “en sólo tres días se agotó la antología de Borges en las múltiples librerías cubanas”.

Fernández Retamar no pudo cumplir con la promesa de entregar el libro en manos de su autor. Él mismo había escrito el prólogo (lo que enriqueció la antología), en el que incluyó este final:

    Cuando falleció Miguel de Unamuno, Borges redacta una sentencia con la que quiero terminar por parecerme justa en ambos casos: “El primer escritor de nuestro idioma acaba de morir”.
Fuente: Centro Cultural de la Cooperación

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