Rogelio Ramos Signes
- Escritor.
Como es ampliamente sabido, Jorge Luis Borges falleció el 14
de junio de 1986 en Suiza, en la ciudad de Ginebra. Pero el periodismo
(verdadero periodismo de anticipación) registró una muerte anterior, que data
de fines de 1957.
Estando en Nueva York, Ulyses Petit de Murat se enteró de
que en París había muerto su querido amigo Jorge Luis Borges. La noticia,
difundida por Le Figaro y luego reproducida por Time, no pareció inquietarlo;
algo le decía que allí había un error, y decidió escribirle.
La carta de Petit, sumamente sarcástica, expresaba su
perplejidad. La elección de las palabras resultaba llamativa, pero escondía el
deseo de que la noticia fuese falsa:
“Fui de México a Nueva York y allí -mi muy querido Georgie-
me enteré, por un telegrama de Francia que publicó Time, de tu muerte. Como sé
lo exagerada que es la gente, no lo creí; de lo contrario no te hubiera
escrito, porque no mantengo, por lo general, correspondencia con los
ectoplasmas. Lo hago en primer término para desearte lo mejor del mundo a ti y
a Leonorcita en el año que se aproxima, y en segundo término para que unas
líneas tuyas me ratifiquen la seguridad de tu permanencia en forma rotunda. Un
abrazo de Ulyses Petit de Murat. México, 1957.”
No menos sarcástica fue la carta que pocos días después
recibió Petit:
“Querido Ulyses: Aquí estoy vivito y coleando a pesar de Le
Figaro. La noticia no era falsa, sino (como siempre ocurre en tales casos)
prematura y profética. Mientras tanto mis mejores deseos y los de mi madre por
un gran 1958 para ti y los tuyos. Un abrazo de Jorge Luis Borges.”
Por entonces Borges ya estaba casi ciego, y había dictado la
breve carta a su madre, doña Leonor Acevedo, manteniendo todo su corrosivo
humor.
Esta imaginativa broma en dos tiempos (y los dos igualmente
brillantes) forma parte del extenso anecdotario sobre Borges. La situación tal
vez fue real y, si lo fue, las cartas pueden conservarse, revoloteando
irreverentemente sobre un tema tan solemne como es la muerte.
En 1915, con la Primera Guerra Mundial asolando Europa,
escribió Sigmund Freud: “Mostramos una patente inclinación a prescindir de la
muerte, a eliminarla de la vida; en el fondo, nadie cree en su propia muerte.
En lo inconsciente todos nosotros estamos convencidos de nuestra inmortalidad”.
Pensar en la muerte (particularmente en la nuestra) nos
rodea de un cierto desgano; los proyectos que nos movilizaban terminan
perdiendo sentido; tememos por nosotros y nos tornamos abruptamente creyentes;
tememos por los demás y sólo se nos ocurre pensar en un seguro de vida (en un
“seguro de muerte”, según Gómez de la Serna); pretendemos “limpiar” nuestra
biografía, lo que nos sume en la duda de si hay un más allá y nos confirma en
la creencia de un estricto acá. Es que la muerte es cosa irreversible, sucede
una sola vez en la vida (hacia el final, exactamente) y si queremos prepararnos
para recibirla, sólo nos cabe vivir la vida y hacernos a la idea de que algo
vendrá a cerrarla, que la atará y que la envolverá como para regalo; en un
estuche diferente. Así de vulgar y así de simple.
La muerte es algo tan unificante que esa promiscuidad nos
asusta. Allí es donde toma mayor sentido el ajedrecístico proverbio italiano
que dice que “una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma
caja”. Todo se nivela y ese triunfo pleno de la democracia nos aterroriza y
conmueve.
“Ante el muerto mismo adoptamos una actitud singular
-escribió Freud- como de admiración a alguien que ha llevado a cabo algo muy
difícil. Le eximimos de toda crítica; le perdonamos, eventualmente, todas sus
faltas. La consideración al muerto está para nosotros por encima de la verdad.”
Ya Platón señaló que la filosofía es una meditación de la
muerte. Estudiar la muerte, como problema, es estudiar la realidad de todo lo
que cesa; eso involucra, irremediablemente, la pena. La relación entre el ser y
la muerte mueve hilos importantes en un análisis descarnado sobre el sentido de
la vida.
Vida vivida
Santayana dijo que “una buena manera de probar el calibre de
una filosofía es preguntar lo que piensa acerca de la muerte”. Y sabemos que,
sea cual sea la respuesta de la filosofía analizada, la muerte es el final, es
el no va más, y su idea sólo tolera la solemnidad, a veces la tristeza. Por eso
sigue siendo llamativa a través de los años la correspondencia que sobre el
tema se enviaron Petit de Murat y Borges.
Y pertenece a Borges, justamente, aquello repetido tantas
veces de “La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”;
aunque no sabemos si pensaba así en 1957 cuando Le Figaro predijo su partida
con veintinueve años de anticipación.
Si la muerte es algo inevitable, si cuando alguien muere
siempre hay otro alguien que dice “así es la vida”, una vez superada la
angustia a la que llevan los recuerdos deberíamos tomarla con naturalidad.
Porque la muerte es eso: ir perdiendo la vieja costumbre de vivir.
Siempre me pareció particularmente imaginativa una notita
publicada en un periódico francés en 1954. Ésta expresaba: “Se ruega a los
lectores que no dirijan más cartas a la sección titulada La vida es bella, sin
duda. Su autor ha muerto”. Pero siempre hubo alguien que trató de convencerme
de que el humor que encerraba esa frase era totalmente involuntario.
Fuente: La Gaceta
- Tucumán
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