Este tinteadero era el de más pedigrí en Bogotá. 70 años después, sigue dando que hablar.
En el local donde funcionó el café El Automático se
encuentra hoy el restaurante Amarillo.
Foto :Abel Cárdenas / EL TIEMPO
Por: Óscar Domínguez
Giraldo
Dicho sin mucha originalidad, el hombre es él y los cafés
que frecuenta para darle de comer a la palabra. En el ADN de todo café está la
institución colombiana del tinto. El hombre de la calle ha tenido desde siempre
el café por escenario, “ágora o garito”.
Alrededor del bebestible originario de Etiopía que llegó al
país por la vía de las parsimoniosas carabelas, ha transcurrido buena parte de
la historia de la parroquia. Más de una conspiración tuvo origen en sus
relajados predios. Entre los de su especie, El Automático bogotano, una
nostalgia con olor a café, es el que tiene más pedigrí. Sigue dando que hablar
a los setenta años de vida y leyenda que cumple en 2018. Cuando nació no se
conocía “coca ni morfina”. La gente se miraba a la cara, no a la pantalla de su
iPhone.
Echar paja, despotricar, comer prójimo es uno de los grandes
rituales nacionales que se practican en el café, para muchos el mejor cuarto de
la casa. En su interior sucede todo lo que no pasa tejas adentro. “Van al café
para estar en el café”, sintetizó el cronista Julio Camba, al escribir sobre
los sitios que frecuentaba en España. A la historia le gusta repetirse en otras
latitudes.
Sobre la metafísica de esos sitios de encuentro, el escritor
Jorge Regueros Peralta dejó dicho que en los cafés “se analizaban las nuevas
obras, los poemas nuevos, las obras de arte novísimas y se establecía una
frontera crítica, un cambio de criterios sincero”.
Para la poeta manizaleña —nada de poetisa, exige ella—
Marujita Vieira, quien sigue cumpliendo años el 24 de diciembre, los cafés
fueron espacios para “el intercambio y la comunicación de figuras literarias
del siglo XX”. La esposa del poeta Vivas, otro habitué de El Automático, fue
una de las que pasaron por encima de la norma dictada a las mujeres por la
escritora venezolana Teresa de la Parra sobre la forma de conducirse entre los
hombres: “Ser bella y callar”.
La primera en desobedecer fue la escritora Emilia Pardo
Umaña. Lucy Tejada, Cecilia de Gómez, Cecilia de Ibáñez, Sofía Imber, también
venezolana, fueron otras audacias femeninas que se instalaron en ese sancta
sanctorum del macho alfa que fue durante años el legendario Automático.
Vivir en el café
“Duermen en su casa pero viven en el café”, decía una de las
meseras al biografiar al cliente VIP del celebérrimo parche por el que pasó el
matutino, el vespertino y el nocturno de la palabrería criolla. La frase la
puede haber dicho Pina, o Carmen, o Edelmira o la ‘Negra’, para mencionar solo
cuatro de las famosas meseras que atendían a una variopinta bohemia intelectual
de tinto y/o aguardiente en el local de la avenida Jiménez n.° 5-28. Las
meseras eran tan necesarias como el agua y la luz. En ese lugar funciona hoy el
restaurante Amarillo. Nada en su escenografía recuerda al viejo café. Revistas
de moda que airean las vanidades de la gente del gajo de arriba les alborotan
la libido a los comensales con los pectorales de Sofía Vergara. Otros pechos
inspiraron estos versos de León de Greiff, el cliente más famoso de El
Automático: “Esa mujer es una urna, llena de místico perfume...”.
Curioso el fenómeno: De Greiff y El Automático han terminado
siendo sinónimos, van de la mano como los puntos de la diéresis. Hasta el Nobel
Gabriel García Márquez recuerda en sus memorias su paso por el café cuando
Bogotá era un aguacero perpetuo y la gente vivía debajo de un paraguas.
El fabulista se había conocido con el panida en el café El
Molino, cuando empezaba a figurar duro como narrador. El Espectador se encargó
de darlo a conocer. Al principio, el futuro Nobel, tímido de profesión, se
hacía lejos de sus colegas de letras. No se sentía con ropita para hablarles de
tú a tú.
El Bogotazo del 9 de abril lo alejó a sombrerazos de la
nevera (el célebre café es posterior al Bogotazo). Cuando regresó, cuenta Gabo
que “el maestro se había mudado con sus bártulos y su corte de amigos al café
El Automático, donde nos hicimos amigos de libros, y me enseñó a mover sin arte
ni fortuna las piezas del ajedrez”. Cierto, los dos, estuvieron lejos de ser
virtuosos en el juego que protege Caissa.
Entre sus múltiples características, El Automático fue sitio
de encuentro de ajedrecistas desde 1972. Su dueño más famoso, el paisa Fernando
Jaramillo Botero, era presidente de la liga de Cundinamarca a pesar de que no
distinguía entre un haikú y un alfil. Fotos hay que muestran al maestro Boris
de Greiff enfrentado a Daniel Arango, con el tiempo y algunos mates ministro de
Educación. En la foto publicada en Jaque al olvido, uno de los tantos libros
que nos dejó Boris, su taita sigue atento la partida, “la alta pipa” en su
boca, como una prótesis. (También reproduce una partida del fundador de EL
TIEMPO, Alfonso Villegas Restrepo).
El Automático
Sus principales clientes eran personajes de la cultura. En
la foto, Boris de Greiff juega contra Daniel Arango. Observan León de Greiff y
Hjalmar, otro de sus hijos.
Foto:
Tomada del libro 'Jaque al olvido'
Ducho en cafés
El histórico café era una especie de ONU en la que estaba
representado el país. Empezando por su propietario en épocas de vacas gordas,
Jaramillo Botero, uno de los quince hijos de Raimundo y Evelia, de La Ceja,
Antioquia, quien antes de recalar en Bogotá hizo escalas en Medellín y
Manizales. Terminó su andadura en 1971 en Girardot, adonde se retiró enfermo al
final de sus días. Antes de coleccionar cafés, Jaramillo Botero —lo cuenta el
cronista mayor Felipe González— se había dedicado en Manizales a otros
menesteres menos poéticos, como fabricar fulminantes para escopetas de cacería,
palillos de dientes, muebles...
Todo pasaba en el Centro
Jaramillo Botero desembarcó en la plaza bogotana en 1938.
Tenía 25 años. “En la carrera Séptima todos nos encontrábamos con todos...
transitaban las gentes humildes y las gentes importantes”, diría el poeta
Fernando Arbeláez, uno de la logia automática. Jaramillo, insigne todero, sacó
tiempo para enamorarse de Lina Botero, tolimense. El tsunami de amor fue tal
que a los siete días se casaron.
Amigo de la cháchara, pronto se volvió parroquiano del café
El Félixerre. Terminó comprándolo. Lo mismo hizo con el Mahoma, el Polo, el
Luis XV, el Gato Negro.
Al insólito coleccionista de cafés lo esperaba El
Automático, antes restaurante La Fortaleza, fundado por el piloto Benjamín
Méndez Rey. En un primer cambio de propietarios fue rebautizado El Automático,
porque la nueva administración, un matrimonio belga, tenía en mente convertirlo
en una especie de autoservicio.
La importancia de un veto
El panida León de Greiff era cliente de El Automático, pero
no gozaba de la simpatía del matrimonio que lo había comprado. Jaramillo Botero
conoció del veto y lo compró con todo y su famoso mezanine habilitado en 1952
como galería de arte para que conocidos y anónimos colgaran sus cuadros y donde
los nadaístas dieron una conferencia en cabeza de Gonzalo Arango, su creador y
descreador, quien llegó con una caja de embolar de la que sacó el texto escrito
en papel higiénico.
Conocidos pintores eran Marco Ospina, Ignacio Gómez
Jaramillo, los Tejada, Obregón, Grau, Ramírez Villamizar, Fernando Botero. El
joven Ómar Rayo (importado de Roldanillo, Valle) debutó con su “bejuquismo”. Y,
como para todos había, los anónimos pintores que no contaban con el aval de
Marta Traba se peleaban las paredes: Marco Ospina, Montaña, Sabogal, Rojas
Herazo, Alfredo Soto.
El amigo de Gabo, el barranquillero Orlando Rivera,
Figurita, fue el que puso la primera piedra a la naciente galería. Jaramillo lo
rescató del vecindario, en el parque Santander. En reciprocidad, Rivera
rebautizó a su mecenas como “Fernando-Automático”.
El galerista por accidente nunca se dio ínfulas de crítico.
Los cuadros le gustaban porque sí. O no le gustaban. La crítica rebuscada se la
dejaba a los intelectuales puros o impuros, que mojaban el ego con aguardiente
del Estado, como escribió Pedro Restrepo Peláez, otro parroquiano cuando no
andaba por México o los Estados Unidos.
Las grandes ligas
En Colombia todo está segmentado por estratos (hoy numerados
en 1, 2. 3...), hasta los cafés. No todo el mundo podía sentarse a la mesa de
mimados por las musas, como Jorge Zalamea, recién desempacado de Europa, De
Greiff, Alberto Ángel Montoya, Guillermo Payán Archer, Gómez Jaramillo, Gaitán
Durán, el capitán Juan Lozano (sí, el del soneto a la catedral de Colonia),
Hernando Téllez. ¡Ah! Y había dos Téllez: el gran escritor, autor del tal vez mejor
cuento colombiano, Espuma y nada más, y Hernando Téllez Blanco, lagarto que
asistía a los cocteles como si fuera el otro.
Luis Vidales, el comunista de Suenan timbres, tío del poeta
Roca, llegó de Calarcá a tirar línea marxista en su mesa. El periodista Juan
Roca Lemus, Rubayata, taita de Juan Manuel, apacentaba su propio rebaño.
Periodistas de EL TIEMPO y El Espectador, diarios vecinos de El Automático,
caían como golondrinas a airear la lengua y a pescar alguna chiva suelta. El
fallecido Rogelio Echavarría, de Santa Rosa “sobre oro edificada”, como la
llamaba su paisano Barba Jacob, pulía los versos de El transeúnte.
El Loco Gonzalo Castellanos, venido de Málaga, Santander,
intentaba entrevistar a la estrella del establecimiento. El nonagenario
preguntaba, De Greiff callaba. El ‘Gorila’ Iáder Giraldo entapetaba el negocio
con los vales que firmaba como si fuera una de sus famosas crónicas políticas
en El Espectador.
La secta de los piedracielistas, liderada por Carranza y
Carlos Martín (profesor de Gabo), tenía su república independiente en una de
las mesas. Los “Nuevos” decían presente con los mencionados Zalamea y Vidales.
Que no falten los “cuadernícolas”. El entonces tímido poeta Fernando Arbeláez,
de esta corriente, le cazaba peleas con seudónimo al dueño del patio, León de
Greiff. Luego, en reconocimiento a su talento, sería admitido en el festín de
los hermanos mayores.
Anónimos con mesa propia
En uno de sus libros, editado por la Universidad Jorge Tadeo
Lozano, cuenta el periodista Carlos J. Villar Borda, otro asiduo, que “al
maestro León lo trataba todo el mundo con enorme respeto. Era silencioso y
abstraído, fumaba cigarrillos prendidos de una larga boquilla y prefería las
mesas en donde no había intelectuales, porque odiaba las conversaciones
presuntuosas de estos últimos”.
Concurrían otros asistentes sin mayores nexos con las musas:
“Al café, sigue Villar, hermano de Leopoldo, columnista de EL TIEMPO, asistían
personas que tenían oficios menores, como el de vender libros, o estanterías o
pólizas de seguros, o simplemente que estaban sin empleo y de alguna manera se
sentían atraídos o hacían amistad con los contertulios intelectuales”. Costeños
y cachacos hacían rancho aparte para desatrasarse de nostalgias y sentirse como
en casa.
La cofradía de los hípicos tenía gurú propio: ‘el Mago’
Guillermo Dávila. El viernes, Dávila y su tribu hípica vivían su warholiano
cuarto de hora de fama. Era explicable: a dos días de las carreras en el
hipódromo de Techo, los parroquianos de El Automático tentaban la suerte, que
se expresaba a través del 5 y 6.
El bumangués Dávila —linotipista y colega de García Márquez
en la fugaz empresa de fundar en Cartagena el periódico más pequeño del mundo,
Comprimido— y su séquito de locutores, comentaristas, preparadores y jinetes
compartían sus conocimientos con quienes soñaban con ponerle fin a su “flaca
bolsa de irónica aritmética”, dicha en la jerga del panida León.
Entre los vinculados a la hípica estaban Germán García y
García, Jorge Torres Lozano, Manuel Escobar, Santiago Munévar, Alfonso Zuluaga,
Francelino Murcia.
Donde hay poesía hay emboladores y, desde luego, loteros.
También ellos formaban parte del paisaje con el mensaje de la buena fortuna
escrito en quinticos de lotería.
Los estudiantes tenían nicho propio. García Márquez lo
cuenta: “Al mediodía regresábamos al centro de la ciudad y nos íbamos a los
cafés, donde todos estudiábamos. Si vivías en una pensión, no había lugar para
trabajar. Los dueños de los cafés dejaban a los estudiantes apoderarse de un
rincón, igual que a los clientes asiduos”.
Poco gastaban. El dueño, el paisa Jaramillo, se iba haciendo
rico en vales de los intelectuales que finalmente no pagaban la cuenta. De
todas formas, no tenía problemas de chequera. Era generoso por amor al arte.
Los cafés no mueren
Como todo tiene su tiempo bajo el sol, al mecenas Jaramillo
Botero le fue llegando el ocaso. Una enfermedad lo obligó a retirarse a
Girardot, en busca de mejores aires. Hizo valer el paisanaje y le vendió la
niña de sus ojos a otro paisa de Jericó, coterráneo de la madre Laura, Enrique
Sánchez, diminuto, imaginativo. Le tocó el trasteo de El Automático a un local
cercano al parque Santander, donde funciona actualmente la cafetería Glück.
Ningún cachivache recuerda tampoco la célebre cofradía de los automáticos.
Sánchez había hecho su primaria en cafés del centro donde
despachaba como empleado en la Droguería Granada, recuerda Daniel Samper
Pizano. Recetaba y les recitaba poemas a los achacosos. Un método curativo tan
infalible. Uno de sus
clientes fugaces fue un tal Jorge Luis Borges. De regreso a su Buenos Aires
querido, Borges, eterno candidato al Nobel de literatura, cliente fugaz de El
Automático por invitación de Sánchez, elogió a Bogotá, “en donde hasta los
boticarios recitan poesía o hablan de Quevedo”. Sánchez, además del remedio,
alivió a Borges con un extenso poema de Francisco Luis Bernárdez. El asesinato
de Sánchez selló la suerte de El Automático.
Sobrevive con el mismo nombre un lánguido café en la calle
18 n.° 7-41. La tarde que visité el local, su dueño, Hernando Betancur, admitió
que aparte de la reproducción de una foto de De Greiff con el fondo de una
caricatura que le hizo Merino, no quedan huellas del viejo plante. Pero la
leyenda continúa.
ÓSCAR DOMÍNGUEZ GIRALDO
Especial para EL TIEMPO
Exdirector de Colprensa
Fuente: El Tiempo
- Bogota
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