Santiago, el director de fotografía Ricardo Aronovich, Borges
y Lautaro Murúa, durante el rodajeSantiago, el director de fotografía Ricardo
Aronovich, Borges y Lautaro Murúa, durante el rodaje Crédito: Gza. Museo del
Cine
A 50 años del estreno de la única colaboración en cine de
Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares con un veinteañero Hugo Santiago, la
película sigue provocando lecturas, teorías y conspiraciones
Hernán Ferreirós
A 50 años de su estreno, el 16 de octubre de 1969, en el desaparecido cine Hindú de Buenos Aires, Invasión, el debut en el largometraje de Hugo Santiago (1939-2018), rodada cuando solo tenía 29 años sobre un guion coescrito con Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, es ampliamente reconocida como una de las obras maestras del cine nacional. Pero esta no siempre fue la opinión más frecuente.
Bioy Casares describe la noche de la première en el diario
de 1700 páginas en el que registró minuciosamente (y con una irreverente y
elevada dosis de malicia) cuatro décadas de amistad con Borges: "El film
no llega a los espectadores; estos ríen en los momentos trágicos y largamente
se aburren. Nos vamos con precipitación, pero la gente (alguna famosa por la impertinencia
agresiva) me detiene para felicitarme. Manucho (Manuel Mujica Lainez), tan
cáustico; Dalmiro Sáenz, tan acometedor; ambos elogiosos y cordiales. A
Mastronardi lo interrumpo: 'Entre bueyes no hay cornadas' (enseguida dudo del
acierto de la frase). 'El bodrio del año', afirma tristemente un
desconocido".
La película fue un fracaso y no es difícil entender la
razón. Borges lo atribuía a que el argumento resultaba incomprensible; Bioy, a
los "parlamentos demasiado concluidos, correctos y sentenciosos". Si
bien ambas objeciones pueden ser ciertas, el mayor obstáculo que presenta
Invasión a su público es que se trata de un objeto puramente cinematográfico
que corta cualquier vínculo no solo con el mundo real, sino también con el
mundo que los espectadores esperan del cine comercial. No pertenece a ningún
género establecido (no es exactamente fantástico, tampoco un thriller). No
milita en el realismo psicológico ni en ningún tipo de realismo. Borra
cualquier referente (la muy protagónica ciudad, Aquilea, no existe fuera de la
pantalla; no es Buenos Aires, aunque está compuesta por algunas de sus partes).
No ofrece sentidos transparentes ni mucho menos un significado alegórico o
político.
Tiene una trama fuerte y clara, aunque reducida a su menor
expresión: un choque de fuerzas antagónicas. La sinopsis de Borges es célebre:
"La leyenda de una ciudad, imaginaria o real, sitiada por fuertes enemigos
y defendida por unos pocos hombres, que acaso no son héroes. Lucharán hasta el
fin, sin sospechar que su batalla es infinita". Jamás se revela quiénes
son esos invasores ni cuál es el objetivo de su ataque, ni se sabe demasiado de
los que resisten. Las actuaciones son asordinadas, deliberadamente
inexpresivas. Tantas sustracciones, sin embargo, no la vuelven una película
minimalista; en muchos aspectos, es todo lo contrario. Como observa Bioy, los
diálogos (de Borges) son imposiblemente estilizados para la oralidad (así se
habla de fútbol: "Don Porfirio, usted, con su criterio anticuado, ¿qué
pálpito formula para el partido del domingo?"). Lo mismo puede decirse de
la puesta en escena: imposiblemente estilizada para que el artificio pase
inadvertido, para alcanzar ese grado cero de la enunciación que recibimos como
la corrección que nos permite entrar sin barreras al relato. Todos estos
desvíos tampoco dejan a la película en el lugar abstracto y solitario de la
experimentación pura. Invasión es cine narrativo e, incluso, de género (aunque
no está claro de cuál), solo que ubica su deslumbrante potencia formal en primer
lugar.
Mentores reales e
inventados
Tras un paso fugaz por la Facultad de Filosofía y Letras, donde Hugo Santiago conoció a Borges y hasta logró que recomendara a una editorial un libro de poemas que había compuesto, escribió y codirigió (junto a Lautaro Murúa), con apenas 19 años, una miniserie para televisión llamada De padres e hijos, por la que obtuvo una beca del Fondo Nacional de las Artes para viajar a París.
Su objetivo era conocer a Robert Bresson, el cineasta que
más admiraba (y de quien luego tomaría los personajes neutros, atonales,
vaciados de emoción). Resultaba completamente ilusorio que un joven de 20 años,
recién llegado de la Argentina y que casi no hablaba francés pudiera ponerse en
contacto con el más reclusivo de los realizadores franceses. Pero Santiago no
solo llegó a conocerlo, sino que además trabajó con él siete años y fue su
asistente de dirección en El proceso de Juana de Arco (1962). "Coincidí
con Bresson en casa de Jean Cocteau", recuerda en una entrevista compilada
en el volumen Generación 60 / Generación 90. Cine argentino independiente.
"Cocteau le dijo que un joven poeta había venido desde el otro lado del
mundo solo para conocerlo. Y Bresson, que, contra lo que dice la leyenda, era
extremadamente considerado, vino a verme... Mi francés en ese momento era aún
muy elemental, pero hablamos dos horas. Por supuesto, de cine y de su manera de
narrar estrictamente cinematográfica... Bresson no sabía qué hacer conmigo,
pero comprendió que no se libraría de mí fácilmente: terminó aceptándome como
uno de sus tres asistentes".
Santiago debió ser una persona de una determinación
extraordinaria, porque, tras cumplir su objetivo de trabajar con Bresson,
volvió al país y, cuando todavía era un desconocido, convenció no solo a Borges
y Bioy de que coescribieran el guion de su debut, sino también a Aníbal Troilo
de que compusiera el tema central de la película (una milonga con letra de
Borges) y al compositor y ensayista Juan Carlos Paz, quien introdujo la música
dodecafónica en América Latina (y alguien que nunca había actuado), para que
asumiera el rol protagónico de Don Porfirio (una especie de avatar de Macedonio
Fernández).
Una escena ditelliana del film Crédito: Gza. Museo del Cine
Una escena ditelliana del film Crédito: Gza. Museo del Cine
El vínculo con sus coguionistas no estuvo exento de contratiempos, el principal de los cuales fue que no se sentían a gusto trabajando por encargo. En su diario, Bioy se queja de la dificultad de crear sobre ideas de otros, mientras que Borges propone no cobrar el adelanto y pasarle el trabajo a Ulyses Petit de Murat. Finalmente acuerdan renunciar: "Comen en casa Borges y Hugo Santiago Muchnik", escribe Bioy en la entrada del 8 de julio de 1967. "A Muchnik le digo: 'Tengo para usted una buena y una mala noticia. La buena es que hemos concluido el resumen del film y que se lo regalamos para que haga lo que quiera. La mala es que no haremos el libreto'. Como un caballero, como un buen perdedor, Muchnik acepta mis palabras. Dice que esas diez páginas que le hemos hecho son lo esencial y que gracias a ellas podrá seguir adelante con el film. Muchnik se declara satisfecho, feliz, conversa un rato sobre la película, sugiere detalles y modificaciones atinadas y hasta un posible título: Invasión. Comentará luego Borges: 'Es un caballero. No flaqueó en ningún momento. Cuando esté solo en su cuarto se pondrá a llorar. Nosotros le entregamos un argumento que parece de Nick Carter, pero la realidad nos ha regalado una escena que parece de Henry James: el fervoroso admirador que descubre que los ídolos tienen pies de barro; que los colosos son chiquititos'. La gente sobrevalúa nuestra capacidad literaria. Yo también creo que si un hombre sabe pintar puede pintar a pedido un gato... Quizá no tenga ganas o no pueda".
A pesar de todo, Santiago no se dejó doblegar y a los pocos
días ambos estaban trabajando de nuevo en el libreto. Finalmente, por un viaje
de Bioy a Europa, el director terminó escribiendo el guion con Borges:
"Trabajé espléndidamente con él", recuerda. "Borges había sido
un gran cinéfilo y pude transmitirle rigurosamente mi proyecto cinematográfico.
Como sabemos, era un mago de la palabra, pero también de la manipulación de los
acontecimientos. Era muy accesible a las objeciones y a las sugerencias. Es
más: exigía la crítica y la discusión, e inmediatamente se ponía sin esfuerzo
en condiciones de seguir trabajando sobre un esquema recién modificado. Fue una
larga tarea de ocho meses en Buenos Aires, más dos meses de sucesivos carteos
porque él estuvo en Norteamérica y yo, en Europa. Hay detalles que discutimos y
afinamos hasta poco antes de la filmación".
En el volumen Siete conversaciones con Borges, el escritor
evalúa su trabajo en la película: " Invasión es un film que me interesó
mucho y del que puedo hablar con toda libertad, ya que me cabe a mí (si es que
pueden medirse esas cosas) una tercera parte. Se trata de un film fantástico y
de un tipo de fantasía que puede calificarse de nueva. No se trata de una
ficción científica a la manera de Wells o de Bradbury. Tampoco hay elementos
sobrenaturales. Se trata de una situación fantástica: una ciudad que está
sitiada por invasores poderosos y defendida, no se sabe por qué, por un grupo
de civiles... Yo he querido que el film sea finalmente épico; es decir, lo que
los hombres hacen es épico, pero ellos no son héroes. Y creo que en esto
consiste la épica; porque si los personajes de la épica son personas dotadas de
fuerzas excepcionales o de virtudes mágicas, entonces lo que hacen no tiene
mayor valor. En cambio, aquí tenemos a un grupo de hombres, no todos jóvenes,
bastante banales algunos, hay alguno que es padre de familia, y esta gente está
a la altura de esa misión que han elegido".
La construcción de una épica es central en la película. Ya
el nombre de la ciudad, Aquilea, remite a la Ilíada y al sitio más famoso, el
de Troya. Esta referencia invoca una temporalidad mítica que nos despega de las
contingencias del presente. Aunque el paisaje es casi como el de Buenos Aires
de fines de los 60 (pero la ciudad tiene islas y una frontera montañosa y falta
el Obelisco), se nos dice que la acción transcurre en 1957. Borges explicó que
seleccionó ese año porque no reenviaba, para él, a ningún acontecimiento
histórico o político destacado. A dos años del golpe del 55 y en plena
presidencia de facto de Aramburu, muchos disentirán con esa evaluación. Sin
embargo, tal como Alphaville (la ciudad creada por Jean-Luc Godard para la
película homónima de 1965 y que luce exactamente como París en 1965, pero, se
nos dice, está ubicada en el futuro y en otro planeta) Aquilea no es parte de
nuestro mundo.
En este lugar y este tiempo míticos, los personajes aprenden
quiénes son a través del encuentro con el coraje: todos los protagonistas
mencionan el miedo, incluso Cachorro, el más fuerte de ellos, dice que les teme
a algunas mujeres. Este tema, el reconocimiento del propio coraje, es
recurrente en la literatura de Borges. Según escribió Ricardo Piglia en un
artículo definitorio, la ficción de Borges se construye en la articulación de
un linaje doble: el linaje materno, que porta la valentía de los hombres de
acción, y el paterno, que transmite los libros.
La anagnórisis, el momento central identificado por
Aristóteles en la tragedia griega en el que el protagonista se enfrenta a una
verdad acerca de sí mismo (el "Luke, soy tu padre", en la épica del
siglo XX), en la ficción de Borges se da, muchas veces, cuando un personaje
llega a su cita con la muerte y allí descubre si es parte o no de la estirpe de
los guerreros. Esta situación está planteada al pie de la letra en la película
cuando Lebendiger (Daniel Fernández), el seductor compulsivo del grupo, es llevado
a una emboscada por la modelo Claudia Sánchez.
Es posible rastrear en Invasión los dos linajes que
identificó Piglia porque la película enfrenta a un grupo de compadritos
porteños transportados de otra era con un grupo de villanos sin nombre salidos
de la ficción moderna, es decir, combina una estirpe antigua de acción, duelos
y sangre con una de pura invención literaria. "Su máquina narrativa es un
compuesto de criollismo y fantástico", dice David Oubiña en un excelente
artículo sobre el film llamado "La máquina de pensar".
Las marcas de la
historia
Hacia fuera de la ficción, Invasión tiene su propia historia mítica. En 1978, en plena dictadura militar, se perdieron ocho bobinas del negativo original, que permanecía en el laboratorio Alex. Algunas historias insólitas circularon en torno a este incidente: que era común robar los negativos para revender las sales del plata o que el celuloide se fundía para fabricar peines. Hugo Santiago consideró que se trató de un operativo: "Vinieron y los robaron". Recién 21 años después el negativo pudo ser reconstruido en Francia, mediante el costoso procedimiento de crear uno nuevo a partir de las copias existentes. Esta desaparición durante el Proceso pareció avalar la idea de que este film era un artefacto peligroso para la dictadura y, en consecuencia, reforzaba la lectura política que tiene a flor de piel.
Durante la escritura y la filmación de la película
permaneció en el poder Juan Carlos Onganía, quien derrocó al presidente Arturo
Illia y orquestó una política de represión. Entre otras medidas, la dictadura
terminó con las restricciones a compañías de hidrocarburos impuestas por Illia,
revocó el control de capitales y abrió la economía para favorecer la inversión
extranjera. En la visión de la izquierda de la época, inequívocamente implicaba
una claudicación de los intereses nacionales y una entrega al capital
depredador. En este contexto, los invasores del film no pueden ser sino las
fuerzas imperialistas, en complicidad con la clase privilegiada que impone por
la violencia lo que no consigue por los votos.
La contraofensiva a este poder colonizador está en ese grupo
de arquetipos porteños que visten traje oscuro (todos los invasores llevan el
mismo traje claro, como si el enfrentamiento fuera una partida de ajedrez).
Cuando esta primera célula fracasa, se activa una segunda, más numerosa y de
integrantes más jóvenes: "Ahora nos toca a nosotros", dice uno de
ellos (Lito Cruz), al tiempo que recibe un revólver: "Pero tendrá que ser
de otra manera", señala, lo que sugiere, sin muchos matices, el paso a la
lucha armada. Todo parece bastante claro: Invasión es una película que aboga
por una resistencia radicalizada ante las políticas entreguistas de un gobierno
al servicio de intereses transnacionales (no necesariamente el de Onganía, sino
cualquiera de las dictaduras argentinas: Oubiña, jugando con la idea de
"cine de anticipación", dice que la película anticipó al Proceso).
Y, sin embargo, para la militancia más dura, una película
con semejante grado de elitismo (muchos de los colaboradores del film eran
artistas del Instituto Di Tella), de esteticismo y una sospechosa ausencia de
obreros e integrantes de las clases populares en el relato no podía ser vista
sino como un estertor de la cultura dominante y, por lo tanto,
irremediablemente reaccionaria. La colaboración de dos conservadores como
Borges y Bioy no haría más que confirmar su carácter colonial y antipopular.
Desde una perspectiva similar, la película puede ser entendida como una
derivación más del conjunto de metáforas en torno a la "invasión" que
produjo la llegada de trabajadores rurales en busca de empleo a la capital en
la década del 40, en relatos como "Las puertas del cielo" o (según la
exitosa lectura de Juan José Sebreli) "Casa tomada", de Julio Cortázar;
incluso "La fiesta del monstruo", de los propios Borges y Bioy, que
narra un 17 de octubre en la Plaza de Mayo como una parodia de "El
matadero". No es descabellado incorporar la película a esta tradición.
Es posible imaginar también una tercera posición: en los
años 50 y 60, en plena Guerra Fría, el tópico de la invasión se vuelve una
metáfora paranoica sobre la captación ideológica. En películas como La invasión
de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) o series como Los invasores
(Larry Cohen, 1967), los agentes de la invasión son extraterrestres que lucen
virtualmente idénticos a los humanos, aunque, como representan al enemigo
soviético, eventualmente revelan alguna diferencia que se vincula con la idea
de colectivización: no tienen pensamientos individuales, reaccionan siempre del
mismo modo estandarizado, tienen características físicas que los unifican e
identifican. Cada uno de estos rasgos puede aplicarse a los invasores de la
película de Santiago. Salvo que, más que la avanzada de un régimen socialista,
parecen ser agentes de la modernización.
Borges, que nació en el siglo XIX y suscribe estrictamente a
valores de la Ilustración, encontró que el siglo XX solo aportó innovaciones
como el fascismo o el comunismo, que ofrecían lo contrario: desorden,
colectivismo, autoritarismo e irracionalidad. Por eso mantiene una relación
ambigua con la noción de modernidad. Así como el espacio literario de Roberto
Arlt es una ciudad con arcos voltaicos a la vuelta de cada esquina, el espacio
que prefiere Borges es el de las orillas, donde la ciudad se disuelve en el
campo, y el presente, en el pasado.
Estos no son los únicos sentidos que se pueden imponer como
un molde sobre la materia maleable del film. Como señala Oubiña en su artículo,
Invasión "es una película en estado de disponibilidad. Un film público que
se ofrece a todas las versiones y las acepta impávido, con una imparcial
displicencia o apatía". Así como la lucha de los defensores de Aquilea es
infinita, el juego del sentido también lo es y no se agota en unas pocas
interpretaciones parciales y contingentes. Una obra maestra siempre es más que
la suma de sus partes, aun cuando algunas de esas partes sean Borges, Bioy y
Santiago.
Tras las huellas de
invasión
En el Museo del Cine (Caffarena 51, junto a la Usina del Arte) se pueden descubrir fotografías, documentos, cartas y paisajes sonoros del film de Hugo Santiago. La muestra "Invasión, la batalla infinita" está abierta de lunes a viernes, de 11 a 18, y sábados, domingos y feriados, de 10 a 19. Entrada: 50 pesos (jubilados y estudiantes, gratis; los miércoles, entrada libre).
Fuente: La Nación
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