por Dubler R Vázquez
Colomé
El 2 de junio de 1978, a las 7:15 de la tarde bonaerense,
exactamente a la misma hora y a escasas cuadras del estadio Monumental, donde
la selección argentina de fútbol jugaba su primer partido de la Copa del Mundo, el poeta
Jorge Luis Borges comenzaba a dictar una conferencia sobre la inmortalidad. Era
su muy particular manera de boicotear lo que calificaría como "la misa
enloquecida del balompié".
La reticencia del autor de El Aleph de reconocer cualquier
virtud en el juego más seguido por las multitudes no era nueva entre los
círculos literarios. Para Borges, el fútbol era "estéticamente feo",
una expresión vulgar de los rasgos menos civilizados de la humanidad. Para el
mundo de la cultura, se reducía a una condición de anestesia social; era y
sigue siendo el opio de los pueblos. De hecho, cuenta Eduardo Galeano que ya en
el Londres de 1880 Rudyard Kipling se burlaba del entonces naciente deporte y
de "las almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas
que lo juegan".
La ancestral beligerancia del universo del pensamiento hacia
una actividad meramente física, pero con una increíble capacidad para exceder
exponencialmente el poder de convocatoria de la literatura, aun de la más
encumbrada, parte de lo que el exjugador del Real Madrid y la selección
argentina, Jorge Valdano, ha denominado como desconfianza de los intelectuales
hacia la masa. "En el fútbol la masa es muy sectaria, porque existe una
polarización de los sentimientos: para disfrutar este juego es necesario que
uno ame a un equipo y hacer posible el odio a otro. Eso espanta a los
intelectuales, porque en esa división maniquea se acaban los matices y
desaparece el pensamiento", afirma el campeón del mundo en 1986.
Siguiendo a Galeano en su maravilloso texto El fútbol a sol
y sombra, el desprecio de muchos letrados conservadores se funda "en la
certeza de que la idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo
merece. Poseída por el fútbol, la plebe piensa con los pies, que es lo suyo, y
en ese goce subalterno se realiza. En cambio –matiza-, muchos intelectuales de
izquierda descalifican al fútbol porque castra a las masas y desvía su energía
revolucionaria".
Sin embargo, recuerda el autor de Las venas abiertas de
América Latina, el club Argentinos Juniors nació llamándose Mártires de
Chicago, en homenaje a los obreros anarquistas ahorcados un primero de mayo; y
fue precisamente un primero de mayo el día elegido para fundar el club
Chacarita, bautizado en una biblioteca anarquista de Buenos Aires. En aquellos
primeros años del siglo XX, no faltaron intelectuales de izquierda que incluso
celebraron al fútbol, en lugar de repudiarlo como anestesia de la conciencia.
Entre ellos, el marxista italiano Antonio Gramsci, quien elogió "este
reino de la lealtad humana ejercida al aire libre".
Pero más allá de reticencias, suspicacias y resentimientos,
no son pocos los que sucumben al embrujo de la pelota. Más de dos décadas
después de su muerte, en 1986, vale la pena cuestionarse si Borges habría
cambiado de parecer después de los dos inolvidables goles de Maradona ante
Inglaterra, el país que había ocupado las Malvinas. La muerte lo sorprendió a
los 87 años y le impidió escuchar la inmortal descripción de Víctor Hugo
Morales, cuando el Diez marcó el primero con "la mano de Dios", antes
de hacer el tanto más espectacular de la historia, partiendo de cancha propia y
dejando en el camino hasta a siete jugadores ingleses.
De hecho, el último capítulo de la tormentosa relación del
poeta con el deporte más popular es una inverosímil leyenda, algo así como un
mito urbano, según el cual el escritor argentino le debió su ceguera al fútbol.
De acuerdo con la polémica biografía no autorizada que circula por la red de
redes, Borges era en realidad un apasionado del balón, hasta el día en que en
un partido entre amigos sufrió un fuerte golpe que le habría desprendido ambas
retinas y que, con el tiempo, lo condenaría a quedar ciego. Y aunque la
historia parece más una especie de homenaje borgiano, o probablemente una broma
postrera al hombre que hizo de la solemnidad su bandera, lo cierto es que
recoge el espíritu de hostilidad y, al mismo tiempo de seducción, que ha
mediado por décadas entre los mundos de la literatura y el fútbol.
La desaparición del ambiente romántico que envolvía al juego
de potrero, de las canchas de barrio, ha hecho mayor esta brecha. "La
historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el
deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la
alegría de jugar porque sí", asegura Galeano, para quien "la
tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura
velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y
prohíbe la osadía. Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de
vez en cuando, algún descarado carasucia que sale del libreto y comete el
disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las
tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de
la libertad".
La reflexión del nacido en Montevideo, Uruguay, no puede
menos que conducir hasta la pista de un ilustre compatriota suyo, a quien los
cubanos (y su propia voluntad de vivir, crear y trascender desde esta Isla)
hemos convertido en nuestro. Y es que Daniel Chavarría, el célebre autor de El
ojo de Cibeles y Adiós muchachos, se ha declarado incapaz de perdurar en su
particular destierro del fútbol moderno, derrotado por el genio de uno de esos
"carasucias" que todavía redime el goce dentro de las canchas.
Lionel Messi con sus cuatro balones de oro. El volumen
Cuentos clásicos, publicado por la editorial tunera Sanlope y disponible aún en
las librerías por estos días de Feria, recoge un relato en el que el escritor
apenas si se distancia del personaje, para dar pública cuenta de su
claudicación ante la maravilla del fútbol practicado por el Barcelona de Lionel
Messi. Bajo el enigmático título de Por culpa del botafumeiro, el único
latinoamericano que ostenta el premio Edgar Allan Poe narra la experiencia de
su reencuentro con el espectacular pasatiempo, tras décadas de autoexilio,
desde que "el fútbol se convirtió en negocio millonario, supeditado al
mandato de las grandes satrapías corruptoras del deporte."
Con constantes referencias a la narrativa de Carpentier en
su obra El camino de Santiago, Chavarría establece un interesante paralelismo
entre el humo purificador el botafumeiro, una especie de incensario utilizado
en las iglesias de la Galicia
medieval, y el impacto hipnotizador del fútbol coral practicado por el Barça de
Pep Guardiola. "Nunca imaginé que el juego de mi adolescencia se hubiera
convertido en coreografía. Quedé deslumbrado. Lo miré tres veces y cada una me
pareció mejor. Luego vi por TV una tanda de los goles de Messi durante los
últimos años y en verdad que es un genio. No se lo dije a nadie, pero no he
podido privarme de seguirlo junto a sus compañeros", cuenta el personaje y
el lector puede descubrir en su piel al propio autor, al niño que con solo 8
años era ya un apasionado hincha del Nacional de Montevideo.
"Pero aparte de mi pasional interés por el genio de
Messi, me ratifico en la convicción de que un deporte tan metalizado es
inmoral. Ergo: soy un admirador vergonzante", confiesa sobre el final,
solo para apuntalar la complejidad de un escenario en el que el lucrativo
negocio del fútbol es capaz de hacer felices a millones de personas. Ante esta
paradójica realidad, la literatura y sus hacedores permanecen mayormente
reticentes, si bien son incapaces de evitar un constante coqueteo con el mundo
esencialmente hermoso que hay dentro de una cancha, donde 22 artistas se las
arreglan para reducir miles de metáforas, siglos de incesante desvelo literario
por tocar el alma humana, a la belleza simple y categórica de la palabra gol.
Fuente : Periodico 26
–Cuba
06 Marzo 2014
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