Toda mención a Edgar Allan Poe es una evocación que tiene
que ver con el sentido del romanticismo oscuro y la muerte. Por eso, todo viaje
cuyo destino es Baltimore implica, inevitablemente, una visita a la tumba del
hombre que escribió ‘El cuervo’.
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Para Poe, Baltimore era el ancla en donde algunos de los
sucesos fundamentales de su vida tuvieron lugar, incluso su muerte. Quizá el
más significativo fue su matrimonio, acontecido en 1835, con su prima Virginia
Clemm. La legendaria Virginia de Poe cuya muerte, a causa de la tuberculosis,
impregnó la obra de uno de los genios de la narrativa norteamericana de todos
los tiempos.
Para llegar a ese puerto de Meryland tomamos el tren desde
Union Station, en el centro de Washington D.C. Una hora después estamos en
Baltimore: parece un pueblo abandonado o fantasma o simplemente el más digno
para ser la última y solitaria morada de Edgar Allan Poe. La ciudad moderna, de
calles desiertas, quizá es un homenaje al escritor de ‘Corazón delator’ y ‘La
caída de la casa Usher’.
Pero es extraño. Incluso resulta inadmisible ver a tan poca
gente en las aceras. Quizá se debe a que es domingo de resurrección. Pero,
¿desde cuando hay tanta religiosidad en una ciudad como esta? Caminamos, quizá
durante dos horas, hasta llegar a la bahía. Hace más de un siglo, tal vez, Poe
hacía ese mismo recorrido y mientras caminaba pensaba en cuervos o en Virginia
o en un gato enterrado vivo que todavía puede atormentar a su asesino, como lo
entendió Alfred Hitchcok.
El río Patapsco luce tranquilo y en sus aguas se reflejan
las sombras de la ciudad y quizá del mundo. Es la inmensidad de la Bahía Chesapeake.
A kilómetros se encuentra la ciudad de Boston. Es importante la relación que
existe entre estas dos ciudades: Boston, ciudad en que nació Poe. Baltimore, su
última estancia. Aquí, en este puerto de Maryland, se cerró uno de los ciclos
creativos más grandiosos de la literatura Occidental. Y eso es irrefutable: ahí
está la obra de Julio Cortázar para ratificarlo.
Los minutos pasan: intentamos retardar, sin razón
explicable, el momento decisivo del encuentro con el poeta. Hay que almorzar y
tomar valor. Hay que pensar que no todos los días se está cerca de las cenizas
de aquello que en otros tiempos fue un genio y un creador de mundos poderosos.
Y hay que hacerle, sobre todo, un digno homenaje: a falta de whisky, una
gigante copa de Margaritas para evocar al cuervo: “Then the bird said,
Nevermore.”
Desde la bahía, una caminata de 20 minutos nos traslada,
acompañados por la brisa del Patapsco, al cementerio. En la entrada se
encuentra el monumento con el que la ciudad de Baltimore homenajea al más
ilustre de sus muertos. Sobre la piedra hay monedas de un centavo. Dejamos dos
y pedimos cada uno un deseo. Junto a ese monumento décadas atrás Borges fue
fotografiado en posición reflexiva, quizá abatido ante el hecho cierto de que
Poe, en otros tiempos, era un hombre y no una leyenda.
A veces
el estilo narrativo puede revelar la forma de la muerte. Jorge Luis Borges
murió en Ginebra, fundido con el silencio, lejos del ruido y del furor de
Buenos Aires, lejos de la patria y del sur, lejos de los gauchos y de esa
tradición argentina de la cual él se convirtió en su columna vertebral. Murió
estudiando, como Sócrates, porque la muerte se vuelve irrelevante para todo
ciego iluminado que alcanza la amorosa anticipación de la memoria.
Poe, delirante como su prosa, fue encontrado el 3 de octubre
de 1849 en las calles de Baltimore. Estaba acabado y en el fondo de esa
cordura, que ya no tenía, sabía que tenía las horas contadas. Dicen que en su
estado de angustia invocaba, como un loco, el nombre de Reynolds. ¿Quizá su
último amor? ¿Quién era Reynolds, qué tenía el honor de ser la última imagen en
la mente caudalosa de ese genio oscuro? El último suspiro de su cuerpo llegó el
7 de octubre de ese año fatal y su última frase, según la leyenda, fue: “¡Que
Dios ayude a mi pobre alma!”.
La lápida de Poe evoca su oscuridad. Entre las ramas de los
árboles hay cuervos o sombras de cuervos o recuerdos de cuervos. Flores oscuras
lo acompañan. En Baltimore Poe encontró algo más que una última morada,
descubrió el punto final a una obra que, como los más grandes artistas de la
humanidad, lograba transformar el dolor y el tormento en belleza e imágenes
genuinas. A diferencia de la tumba en donde yacía su gato negro, en esta no
había ese “largo, agudo y continuo alarido”. Había paz.
Fuente : La Republica
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