Leí por primera vez Labyrinths de Jorge Luis Borges en una
butaca tapizada de un brocado suave, verde lechuga, estampada con hojas que no
eran ellas mismas distintas a la lechuga, aunque también fueran como nubes, o
tal vez conejos. La recuerdo como un ambiente en y de sí mismo, habiéndola
conocido desde mi primera infancia. Era el único lugar más o menos seguro en
una habitación que recuerdo como ominosamente formal y adulta, una habitación
dominada por grandes muebles oscuros que pertenecían a la familia de mi madre.
Uno de ésos era un escritorio demasiado alto, con una estantería encima que
tenía dos puertas largas y sólidas y la débil reputación de haber pertenecido
al héroe revolucionario Francis Marion. Sus cajones inferiores olían espantosa
y químicamente a tiempo, y dentro de ellos había, plegados, unos rollos de
papel con los muertos del condado en la Gran Guerra.
Ahora sé que yo creía, sin querer admitirlo demasiado, que
ese escritorio estaba embrujado.
Descubrí a Borges en una de las más liberales antologías de
ciencia ficción, que había incluido su cuento “Las ruinas circulares”. Eso me
intrigó lo suficiente y busqué Labyrinths, que, imagino, debió haber sido
bastante difícil de encontrar, aunque ya no recuerdo esas dificultades.
Recuerdo, sin embargo, la sensación, a la vez compleja y, de forma misteriosa,
simple, producida por mi primera lectura de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”,
sentado en aquella butaca verde.
Si el concepto de software hubiera estado a mi alcance,
imagino que me habría sentido como si estuviera instalando algo que aumentara
de manera exponencial lo que un día se llamaría ancho de banda, aunque ancho de
banda de qué me era imposible saberlo. Esta sublime y cósmicamente cómica
fábula sobre información pura (id est, lo ficticio puro) que gradual e
implacable se infiltra en lo cotidiano hasta consumirlo, abrió algo que nunca
ha sido cerrado dentro de mí.
O sin mí, tal vez, como entendí hambriento y deleitado,
mientras los borgianos corredores de espejos se abrían a mi alrededor en todas
direcciones. Décadas más tarde, ahora, entiendo la palabra meme, hasta donde
puedo entenderla, en términos del mensaje viral de Tlön, su vector inicial,
unas pocas páginas misteriosamente sobrantes en un volumen por demás ordinario
en apariencia de una enciclopedia para nada estelar.
Las obras que recordamos toda la vida haber leído por
primera vez son verdaderos hitos, pero Labyrinths fue uno profundamente
singular, para mí, y creo que lo sabía entonces, en mi primera adolescencia. Me
fue demostrado esa tarde. Probado. Porque, al tiempo en que había terminado con
“Tlön” (aunque uno nunca termina con “Tlön”, ni, de hecho, con ningún cuento de
Borges) y había atravesado “El jardín de senderos que se bifurcan” y me había
maravillado, con los ojos saltados, con “Pierre Menard, autor del Quijote”,
descubrí que había dejado de temer cualquier influencia que pudiera habitar en
el imponente escritorio de Francis Marion.
Borges, esta voz elegante y misteriosa, a quien desde el
primer instante había aceptado como el más bienvenido de los tíos; este
habitante de un lugar mítico llamado Buenos Aires, había de algún modo disuelto
en gran parte mi superstición infantil. Había estirado paradigmas básicos tan
sin esfuerzo, parecía, como otro caballero podría inclinar su sombrero y
guiñar, y yo había sentido una cierta crudeza, una cierta necedad caer.
Me senté, cambiado, en la silla verde, y contemplé un mundo
distinto, uno cuyos apuntalamientos me habían sido revelados de una vez
infinitamente más misteriosos e interesantes de lo que había podido imaginar.
Cuando dejé esa habitación, me llevé a Borges conmigo, y mi
vida ha sido mejor por eso, mucho mejor.
Si aún no has conocido al caballero, sólo puedo urgirte a
que lo hagas. Con humildad, no puedo tener otra función, aquí al frente de esta
ahora venerable colección de ficciones incomparables, que actuar, breve por
piedad, como una suerte de mayordomo. No soy un erudito en Borges, ni, en
verdad, ningún tipo de erudito, pero estoy honrado (aunque también avergonzado,
sintiéndome indigno) de invitarte.
Por favor.
Muchas tardes, décadas, después de mi propia introducción a
Borges, me encontré en Barcelona, a fines de un diciembre, en un festival que
celebraba su vida y su obra. Los eventos del festival tenían como escenario una
enorme fortaleza o castillo reutilizado, una estructura que imaginé había
descansado polvorienta y silenciosa durante los años que parecieron siglos de
mando terrible de Francisco Franco, pero que ahora, gracias al confiado y
enérgico resurgimiento de la cultura catalana y a las enormes sumas de capital
de la Unión Europea, zumbaba y brillaba como el tubo de una aspiradora dentro
de un relicario del siglo XIII.
Una tarde, solo, me fui a la busca de una rumoreada muestra
de manuscritos y otra miscelánea borgiana, en un hall de un piso superior.
Encontrando esto, descubrí que esos objetos eran mostrados tras un vidrio, pero
un vidrio tratado de tal forma que se acercara al efecto del comienzo de su
glaucoma. Estas reliquias eran visibles sólo estrechamente, y en una forma que
imponía una danza dolorosa y molesta en la cabeza si se debían estudiar de
cerca. Recuerdo la peculiar, infantil pendiente, de izquierda a derecha, de su
letra en una página manuscrita, y la delicadeza de una miniatura laqueada en
rojo de una jaula de pájaros china, regalo de un poeta amigo.
Salí caminando, entonces, después de haber sido invitado
para encontrarme más tarde en un bar en La Rambla con Alberto Manguel, la única
persona a mi alcance que había conocido a Borges. Manguel, cuando lo había
visto por primera vez, una década antes, me dijo que él mismo había hablado con
un hombre que había conocido a Franz Kafka. ¿Y qué tenía para decir esa persona
de Kafka?, pregunté. Que Kafka, me había contado Manguel, sabía todo lo que se
podía saber sobre el café. Pero no pude recordar entonces si Manguel tenía
alguna información de ese tipo para compartir sobre Borges, y me propuse
preguntarle cuando nos viéramos.
Caminando a través de la Plaça Catalunya descubrí un
reciente monumento a una figura catalana, mártir de la guerra civil. Este
monumento era grave y terrible, chocante. Un vuelo monolítico de escaleras de
granito inclinadas de manera poco natural, imposible, hacia delante sobre sí
mismas, sobre la horizontal. Una negación de lo que las escaleras y el vuelo y
una vida son aspiración. Me paré cerca, temblando, para intentar descifrar la
inscripción. Sin poder hacerlo, caminé hacia La Rambla. Allí me encontré con
Manguel y sus amigos. Y en el curso de una discusión sobre su nueva posición en
el país, en Francia, olvidé hablarle de Borges.
Unos días después, en mi casa en Vancouver, me senté a la
computadora y vi la transmisión en vivo de una cámara de video puesta en algún
sitio alto de un edificio, con vista a la Plaça Catalunya. Y en mi pantalla
estaba ese terrible monumento, las escaleras de granito, rotadas de manera
imposible, mudo símbolo de negación.
Y parado a su lado había un hombre vestido con un abrigo
marrón, no muy distinto al que yo había usado cuando intentaba descifrar la
inscripción.
Me estimulaban, en ese momento, tecnologías que Borges,
nuestro tío heresiarca, con sus doctrinas del tiempo circular, sus tigres
invisibles, sus paradojas, sus cuchilleros y espejos y ocasos, no había
necesitado. Y en ese momento, como sabrás pronto si sos lo suficientemente
venturoso como para ignorar la extrañeza de nuestro encuentro aquí y entrar a
lo que te espera, supe, una vez más, que estaba en el laberinto.
Traducción Francisco Alvez Francese [FB]
Jorge Luis Borges: Labyrinths Selected Stories Other
Writings
Donald A. Yates (Editor), James E. Irby (Editor),
William Gibson (Introduction), André Maurois (Contributor)
New Directions, 2007
Fuente: Borges Todo el Año
Fotos
William Gibson por Frederic Poirot
taken during the Spook Country promotional tour in San
Francisco, California, 2007
Monumento a Francesc Macià, Barcelona, España
Foto original color de Caio Graco Machado
Nota de Oye Borges
William Ford Gibson III, (Conway, Carolina del Sur; 17 de
marzo de 1948) es un escritor de ciencia ficción estadounidense-canadiense,
considerado el padre del cyberpunk.
Gibson es conocido sobre todo por su novela Neuromante
(1984), precursora del género cyberpunk y ganadora de los premios Hugo y
Nébula. También es el popularizador del término ciberespacio para denominar el
espacio virtual creado por las redes informáticas. Junto con sus continuaciones
Conde Cero (1986) y Mona Lisa acelerada (1988) forman lo que se ha denominado
la Trilogía del Sprawl (o del ensanche).
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