Diario La Nación
(La publicación de uno de los capítulos [El Desafío]
que integran la «Historia del tango» valió
a su autor estas dos cartas, que ahora enriquecen el libro)
C. del Uruguay (E. R.),
27 de enero de 1953
Señor Jorge Luis
Borges
He leído en La Nación del 28 de diciembre «El Desafío».
Dado el interés que usted manifiesta por hechos de la
naturaleza del que narra, pienso que le será grato conocer uno que contaba mi
padre, fallecido hace muchos años, diciéndose testigo presencial del mismo.
Lugar: el saladero «San José» de Puerto Ruiz, próximo a
Gualeguay, que giraba bajo la firma Laurencena, Parachú y Marcó.
Época: Allá por los 60.
Entre el personal del saladero, casi exclusivamente de
vascos, figuraba un negro de nombre Fustel, cuya fama como diestro en el manejo
del facón había trascendido los límites de la provincia, como usted verá.
Un buen día llegó a Puerto Ruiz un paisano lujosamente
vestido al estilo de la época: chiripá de merino negro, calzoncillo cribado,
pañuelo de seda al cuello, cinto cubierto de monedas de plata, en buen caballo
aperado regiamente: freno, pretal, estribos y cabezada de plata con adornos de
oro y facón haciendo juego.
Se dio a conocer diciendo que venía del saladero «Fray
Bentos», donde se había enterado de la fama de Fustel, y que, considerándose
muy hombre, deseaba probarse con él.
Fue fácil ponerles en contacto, y no habiendo motivos de
ninguna clase de malquerencia, se concertó el lance para el día y hora determinados,
en el mismo lugar.
En el centro de una gran rueda formada por todo el personal
del saladero y vecinos, comenzó la pelea, en la que ambos hombres demostraban
admirable destreza.
Después de largo rato de lucha, el negro Fustel consiguió
alcanzar a su rival con la punta del facón en la frente, haciéndole una herida
que aunque pequeña empezó a manar bastante sangre.
Al verse herido, el forastero tiró el facón y, tendiéndole
la mano a su contrincante, le dijo: «Usted es más hombre, amigo».
Se hicieron muy buenos amigos, y al despedirse se cambiaron
los facones en prueba de amistad.
Se me ocurre que manejado por su prestigiosa pluma, este
hecho, que creo histórico (mi padre nunca mintió), podría servirle para rehacer
el libreto de su film, cambiando el nombre de «Los orilleros» por «Nobleza
Gaucha», o algo parecido.
Lo saluda con especial consideración
Ernesto T. Marcó
Chivilcoy,
diciembre 28 de 1952
Señor Jorge Luis Borges, en La Nación
De mi distinguida consideración:
Ref.: Comentarios a «El Desafío» (28/12/52)
Escribo esto con un propósito de información y no de
rectificación, por cuanto lo esencial no sufre alteración alguna, variando sólo
algunas formas del hecho.
Muchas veces escuché a mi padre detalles del duelo que sirve
a la sustancia de El Desafío aparecido en La Nación de hoy, quien a la sazón
habitaba en un campo de su propiedad sito en las proximidades de la «Pulpería
de Doña Hipólita», cuya playa aledaña fue el escenario en que se desarrolló el
terrible duelo entre Wenceslao y el paisano azuleño —el mismo visitante se lo
dijo a Wenceslao que procedía del Azul, hasta donde llegaran las mentas de la
destreza de éste— que vino a dirimir posiciones.
Cerca de una parva de pasto seco comieron los rivales,
seguramente estudiándose, y cuando tal vez los ánimos se acaloraron, vino la
invitación a un visteo hecha por el sureño y aceptada en el acto por el
nuestro.
Saltarín como era el azuleño, resultaba inalcanzable para el
facón de su rival, prolongándose la lucha en perjuicio de Wenceslao. Desde arriba
de la parva un peón de Doña Hipólita, que había cerrado la puerta de su
pulpería en vista del cariz de la cuestión, presenciaba atemorizado las
alternativas de la pelea. Resuelto Wenceslao a obtener una decisión, descubrió
su guardia ofreciendo su brazo izquierdo protegido por el poncho que tenía
arrollado. Cayó como el rayo el del Azul con un terrible hachazo descargado
sobre la muñeca de su contrincante al tiempo que la punta aguzada del facón de
Wenceslao lo alcanzaba en un ojo. Un alarido salvaje rasgó el silencio de la
pampa, y el azuleño puesto en fuga se refugió tras la sólida puerta de la
pulpería mientras Wenceslao pisaba su mano izquierda sostenida por una tira de
piel y de un tajo la separaba del brazo, metía el muñón en la pechera de su
blusa y corría tras del fugitivo, rugiendo como un león y reclamando su
presencia para continuar la lucha.
Desde ese entonces a Wenceslao se le conocía por el manco
Wenceslao. Vivía de su trabajo en tientos. Nunca provocaba. Su presencia en las
pulperías fue prenda de paz, pues bastaba su enérgica advertencia proferida
calmosamente, con su voz varonil, para desalentar a los pendencieros. Dentro de
esa pobreza fue un señor. Su vida sencilla tuvo trascendencia, porque su
orgullosa personalidad no toleró el insulto y ni siquiera el desdén, y su
profundo conocimiento de las debilidades humanas le hizo dudar de la
imparcialidad de la justicia de aquel entonces y por eso acostumbróse a
hacérsela por sí mismo. Ahí estuvo su error, en cuanto a su propia
conservación.
La trastada de un gringo lo obligó a proceder, y de allí
partió su desgracia. Una numerosa comisión policial integrada por civiles lo
acorraló en una pulpería adonde fuera en busca de los vicios. La lucha a arma
blanca, de 5 a 1, se resolvía ventajosamente para Wenceslao cuando el certero
disparo de un civil tendió para siempre al héroe del cuartel 13.
Lo demás es exacto. Vivía en un rancho con la madre. Los
vecinos, entre ellos mi padre, lo ayudaron para construirlo. Nunca robó.
Hago propicia la oportunidad para saludar al talentoso
escritor con expresiones de mi admiración y simpatía.
Juan B. Lauhirat
Fuente: Borges Todo el Año
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