martes, 18 de agosto de 2020

Dos Cartas sobre «El Desafío» de Jorge Luis Borges


Diario La Nación

(La publicación de uno de los capítulos [El Desafío]
que integran la «Historia del tango» valió
a su autor estas dos cartas, que ahora enriquecen el libro)

C. del Uruguay (E. R.),
27 de enero de 1953

Señor   Jorge Luis Borges

He leído en La Nación del 28 de diciembre «El Desafío».

Dado el interés que usted manifiesta por hechos de la naturaleza del que narra, pienso que le será grato conocer uno que contaba mi padre, fallecido hace muchos años, diciéndose testigo presencial del mismo.
Lugar: el saladero «San José» de Puerto Ruiz, próximo a Gualeguay, que giraba bajo la firma Laurencena, Parachú y Marcó.
Época: Allá por los 60.

Entre el personal del saladero, casi exclusivamente de vascos, figuraba un negro de nombre Fustel, cuya fama como diestro en el manejo del facón había trascendido los límites de la provincia, como usted verá.

Un buen día llegó a Puerto Ruiz un paisano lujosamente vestido al estilo de la época: chiripá de merino negro, calzoncillo cribado, pañuelo de seda al cuello, cinto cubierto de monedas de plata, en buen caballo aperado regiamente: freno, pretal, estribos y cabezada de plata con adornos de oro y facón haciendo juego.

Se dio a conocer diciendo que venía del saladero «Fray Bentos», donde se había enterado de la fama de Fustel, y que, considerándose muy hombre, deseaba probarse con él.
Fue fácil ponerles en contacto, y no habiendo motivos de ninguna clase de malquerencia, se concertó el lance para el día y hora determinados, en el mismo lugar.

En el centro de una gran rueda formada por todo el personal del saladero y vecinos, comenzó la pelea, en la que ambos hombres demostraban admirable destreza.

Después de largo rato de lucha, el negro Fustel consiguió alcanzar a su rival con la punta del facón en la frente, haciéndole una herida que aunque pequeña empezó a manar bastante sangre.

Al verse herido, el forastero tiró el facón y, tendiéndole la mano a su contrincante, le dijo: «Usted es más hombre, amigo».

Se hicieron muy buenos amigos, y al despedirse se cambiaron los facones en prueba de amistad.

Se me ocurre que manejado por su prestigiosa pluma, este hecho, que creo histórico (mi padre nunca mintió), podría servirle para rehacer el libreto de su film, cambiando el nombre de «Los orilleros» por «Nobleza Gaucha», o algo parecido.

Lo saluda con especial consideración

Ernesto T. Marcó


Chivilcoy,
diciembre 28 de 1952
Señor Jorge Luis Borges, en La Nación

De mi distinguida consideración:

Ref.: Comentarios a «El Desafío» (28/12/52)

Escribo esto con un propósito de información y no de rectificación, por cuanto lo esencial no sufre alteración alguna, variando sólo algunas formas del hecho.

Muchas veces escuché a mi padre detalles del duelo que sirve a la sustancia de El Desafío aparecido en La Nación de hoy, quien a la sazón habitaba en un campo de su propiedad sito en las proximidades de la «Pulpería de Doña Hipólita», cuya playa aledaña fue el escenario en que se desarrolló el terrible duelo entre Wenceslao y el paisano azuleño —el mismo visitante se lo dijo a Wenceslao que procedía del Azul, hasta donde llegaran las mentas de la destreza de éste— que vino a dirimir posiciones.

Cerca de una parva de pasto seco comieron los rivales, seguramente estudiándose, y cuando tal vez los ánimos se acaloraron, vino la invitación a un visteo hecha por el sureño y aceptada en el acto por el nuestro.

Saltarín como era el azuleño, resultaba inalcanzable para el facón de su rival, prolongándose la lucha en perjuicio de Wenceslao. Desde arriba de la parva un peón de Doña Hipólita, que había cerrado la puerta de su pulpería en vista del cariz de la cuestión, presenciaba atemorizado las alternativas de la pelea. Resuelto Wenceslao a obtener una decisión, descubrió su guardia ofreciendo su brazo izquierdo protegido por el poncho que tenía arrollado. Cayó como el rayo el del Azul con un terrible hachazo descargado sobre la muñeca de su contrincante al tiempo que la punta aguzada del facón de Wenceslao lo alcanzaba en un ojo. Un alarido salvaje rasgó el silencio de la pampa, y el azuleño puesto en fuga se refugió tras la sólida puerta de la pulpería mientras Wenceslao pisaba su mano izquierda sostenida por una tira de piel y de un tajo la separaba del brazo, metía el muñón en la pechera de su blusa y corría tras del fugitivo, rugiendo como un león y reclamando su presencia para continuar la lucha.

Desde ese entonces a Wenceslao se le conocía por el manco Wenceslao. Vivía de su trabajo en tientos. Nunca provocaba. Su presencia en las pulperías fue prenda de paz, pues bastaba su enérgica advertencia proferida calmosamente, con su voz varonil, para desalentar a los pendencieros. Dentro de esa pobreza fue un señor. Su vida sencilla tuvo trascendencia, porque su orgullosa personalidad no toleró el insulto y ni siquiera el desdén, y su profundo conocimiento de las debilidades humanas le hizo dudar de la imparcialidad de la justicia de aquel entonces y por eso acostumbróse a hacérsela por sí mismo. Ahí estuvo su error, en cuanto a su propia conservación.

La trastada de un gringo lo obligó a proceder, y de allí partió su desgracia. Una numerosa comisión policial integrada por civiles lo acorraló en una pulpería adonde fuera en busca de los vicios. La lucha a arma blanca, de 5 a 1, se resolvía ventajosamente para Wenceslao cuando el certero disparo de un civil tendió para siempre al héroe del cuartel 13.

Lo demás es exacto. Vivía en un rancho con la madre. Los vecinos, entre ellos mi padre, lo ayudaron para construirlo. Nunca robó.

Hago propicia la oportunidad para saludar al talentoso escritor con expresiones de mi admiración y simpatía.

Juan B. Lauhirat


Fuente: Borges Todo el Año


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