La Opinión, 21 de septiembre de 1975
por Enrique Raab
Las mojadas baldosas de la Galería del Este de Buenos
Aires comenzaron a ensuciarse con el barro de la calle cuando, cerca de las 18
del jueves, unas doscientas personas confluyeron desde Maipú y desde Florida y
se ordenaron disciplinadamente frente a las vidrieras de la librería La Ciudad. Casi a las
18.30, el escritor Jorge Luis Borges avanzó por la galería, pálido, con los
labios musitando alguna inaudible plegaria y sostenido por su ocasional
cicerone y secretaria Anneliese von der Lippe. La pequeña multitud se abrió y
Borges, vacilante, fue empujado hacia una mesa. Sus manos se aferraron
intuitivamente a una forma discernible: un florero -que él no veía- lleno de
rosas rojas. Iba a comenzar la firma de ejemplares de su último libro de
poemas, La rosa profunda.
La ceremonia no transcurrió sin incidentes. Por razones
desconocidas, la disquería El Agujerito, ubicada frente a la librería,
interrumpió sus emisiones de Pink Floyd y de Mae MacGraw y esperó la entrada de
Borges a La Ciudad
para colocar en el plato del tocadiscos la versión de La marcha peronista
cantada por Hugo del Carril. Borges decidió no darse cuenta, aunque luego, ya
en pleno trámite de firmas, demostró poseer un oído finísimo al alabar cinco
compases de Claude Debussy, provenientes de otro parlante. “Me gusta Debussy”,
acotó, “y también Stravinsky… Hay una gran felicidad en esa música…” La
servicial señora von der Lippe, ajetreada con el trámite del recambio de
volúmenes bajo las manos del escritor, consintió: “Sí, Borges… claro… Pero yo soy
muy anticuada… Prefiero a Haydn, Mozart, Bach…”.
Esta polémica musical no fue la única: minutos después de su
entrada, Borges utilizó el inglés para protestar contra esa rutina mercantil
que la fama le estaba imponiendo. Al firmar el tercer volumen, levantó su
rostro inquisitivo hacia la señora von der Lippe y estimó: “This will last for
ever…” Y luego, más enfáticamente, con cierta desesperación: “For ever and a
day…” . El idioma de los británicos no tiene término más vasto para definir la
eternidad, pero allí estaba, tranquilizadora, la señora von der Lippe: “Don’t
worry, Borges… It will be short…”.
Fue una mentira piadosa: a las 20.15, Borges seguía
estampando, maquinalmente, firmas sobre libros que no veía. Un señor depositó
sobre la mesa con el florero la edición alemana de sus poemas. Advertido sobre
la variante lingüística, Borges chanceó: “¿Debo firmar en letra gótica?”. Y
aprovechó la pausa para acotar: “Los alemanes… Un pueblo equivocado… Pero no es
el único… Hay otro, que emitió siete millones de votos…”.
Un filólogo japonés, una alumna del colegio Champagnat y
señoras de variada índole intentaron entablar diálogos. Borges se excusó
siempre, aduciendo estar resfriado. Diligente, la señora von der Lippe hizo
traer una naranjada y ofreció: “¿Un Desenfriol, Borges?”, a lo que Borges
contestó con una sonrisa cansada.
La misma sonrisa cansada con la que contestaba a quienes,
aparte de la firma, querían una dedicatoria. “No puedo… Estoy ciego”, repitió
una y otra vez. Hasta que, en medio de los fotógrafos, un joven intimó con voz
arrogante: “Una dedicatoria… Para Sánchez Sañudo… Sobrino del almirante…”.
Borges inclinó la cabeza y preguntó: “¿Para quién?”. “Sánchez Sañudo”, repitió
el muchacho. “Sobrino del almirante.” Borges esperó un momento, estampó su
firma, apartó el libro con cierto fastidio y repitió: “No puedo… Estoy ciego”.
Fuente : Cuadernos del inadi
No hay comentarios:
Publicar un comentario