El clásico de Florida reabrió como casa de deportes, pero
mantiene una zona de bar con ocho mesas para evitar la clausura. Pablo
Marchetti fue a tomar café y relata la experiencia.
Por Pablo Marchetti
Sólo. Marchetti toma café en la nueva Richmond, entre
zapatillas y ropa deportiva. El viernes a las cinco de la tarde era el único
cliente.
En la
Richmond uno se puede sentar a tomar un rico café. Sí, el
café es rico. Nespresso, para más datos. Esos de cápsula, con distintas
variedades. Sí, el que toma George Clooney. También se puede tomar un rico té
de la línea Pálpito. Que, por si no lo conocen, es un té premium con distintos
blends. También se puede tomar una gaseosa o un agua mineral. Y nada más.
Para comer no hay nada. Bueno, sí, los cafés y tés vienen
acompañados con un alfajorcito, cortesía de la casa, que puede ser negro o
blanco. Y ya; la carta termina ahí. Es cierto, ha habido una profunda merma en
la histórica carta de la
Richmond, que tenía 454 ítems entre bebidas y comidas. Pero
aún está el bar. Con sus mesas thonet con centro bordó, con sus sillas/sillones
estilo Chesterfield de madera tallada, con apoyabrazos y tapizado de cuero
bordó haciendo juego con las mesas, con sus arañas de bronce y opalina,
holandesas, señoriales, en los techos, alumbrando el sector. Sí, el sector.
Sucede que la confitería Richmond es ahora un apartado que
ocupa el 10 por ciento del local. El resto es territorio de Just for Sport, una
casa de venta de artículos deportivos. A diferencia de la Richmond, Just for Sport
está iluminado con lámparas de LED y sólo conserva de la antigua estructura las
paredes y los techos con revestimiento de madera.
En Just for Sport hay bastante gente mirando ropa deportiva.
La Richmond,
en cambio, está vacía. Los encargados juran que suelen venir muchas personas,
en especial ex parroquianos de la antigua Richmond. No quiero ser malpensado,
pero me da la sensación de que no me están diciendo la verdad. Un viernes,
entre las 5 y las 6 de la tarde, soy el único que está tomando un café, en la
única mesa ocupada de las ocho que tiene ahora la confitería.
Por otra parte, parece algo improbable que algún ex
parroquiano de la Richmond
se sienta a gusto con el constante beat en negra de la música electrónica
lounge que suena de manera machacosa y permanente en el local. La sensación es
similar a estar en el patio de comidas de un shopping. Pero sin comidas y con
poca bebida. Eso sí, con mucha historia.
La disposición de la Richmond (o Just for Sport, como prefieran) en la
actualidad es la siguiente: 50% Nike, 30% Adidas, 5% Skechers, 5% Under Armour
y 10% de confitería propiamente dicha. Hay algunos detalles curiosos, o más
bien desconcertantes. El primero es la calidad del café y el té, como se dijo:
a pesar de que el contexto llevaría a pensar en algo más parecido a la
cafetería de una estación de servicio, el menú es limitadísimo pero de
excelencia.
Es llamativa también la modalidad de pago: para tomar un café
hay que pagarlo primero, como ocurre en una estación de servicio o en una casa
de comidas rápidas. Y se paga en las mismas cajas donde se paga un par de
zapatillas o un jogging. Lo primero que me preguntó la cajera fue “¿llevás
estas Nike?”, señalando una caja que un encargado había llevado hasta allí.
“No, quiero un café”, fue mi respuesta, ante su sorpresa.
El pago se efectúa antes, pero en la mesa te sirve una moza.
Ella misma prepara el café tras la barra, frente a la boiserie de roble de
Eslavonia, todo patrimonio de la
Richmond original. Me siento a la mesa y abro la netbook. No,
en la Richmond
no hay wi-fi. Tal vez como un homenaje más a la antigua confitería, aquella
donde en la década del 20 se reunían los escritores del Grupo Florida, entre
otros Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Conrado Nalé Roxlo, Leopoldo
Marechal y Macedonio Fernández. Si ellos hicieron la revista Martín Fierro sin
conexión wi-fi, ¿por qué necesitaría yo wi-fi para escribir esta humilde
crónica?
Trato de escribir algo, pero no, el lugar no es nada
inspirador. Me encanta escribir en los bares, pero no. La Richmond actual no
resulta estimulante ni para escribir una canción tipo El pollito Pío. Además,
me estoy por quedar sin batería y no hay dónde enchufar. Voy al baño. El baño
de la Richmond:
cerámica lujosa, detalles dorados, amplio, limpio. Demasiado baño para una casa
de deportes. Demasiado baño para una confitería minúscula. Tal vez sirva como
anexo de los probadores, modernos, que están enfrente.
La
Richmond es, en realidad, un monumento a la hipocresía. La
“confitería” se mantiene porque en 2011 la Legislatura porteña la
declaró Patrimonio Histórico de la
Ciudad de Buenos Aires. O sea, la Richmond tiene que
existir. Pero nada dice esa resolución sobre el espacio que debe ocupar. De
modo que no debería llamarnos la atención que el Café Tortoni pronto sea una
concesionaria de autos, por ejemplo. Y que haya un par de mesas al costado.
Pero no se trata de indignarnos porque sí. Si la Richmond no funciona, no
funciona. Lo paradójico es otra cosa.
Desde la esquina de Corrientes y Florida hasta mitad de
cuadra de la peatonal, en esos 50 metros, hay cinco casas de venta de
artículos deportivos. No estamos hablando de pequeñas tiendas: se trata, en
todos los casos, de locales enormes. Pero en ese mismo espacio no hay ni un
solo café notable, exceptuando esa operación de taxidermia que hicieron con la Richmond.
Lo paradójico, pues, es la despersonalización de la ciudad.
Es cómo asumimos una Buenos Aires que se repite, cómo es que dejamos que se
diluya la identidad ciudadana (una identidad hecha de la convivencia de
múltiples identidades) en más y más locales idénticos, donde venden ropa
idéntica, con afiches idénticos y consignas idénticas.
Suena utópico, sí. Pero a veces no está mal intentar hacer
posible esa utopía. Simplemente hay que hacerlo. O, como se lee en las paredes
de la Richmond
hoy, lejos de Borges, lejos del Grupo Florida: Impossible is nothing, just do
it.
Fuente : Diario Perfil
- 31/08/2014
Ir a Confiteria Richmond antes del cambio :
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