Osiris Vallejo
Piense en un ser horrible. Haga el intento de
transfigurarse, de convertirse en otro. Suponga que más allá del rostro, más
allá de esa máscara con que nació y que el espejo recuerda y reconstruye cada
día, se oculta un demonio. Pero no un ser víctima de los azotes continuos de su
propia conciencia, sino un demonio que asume su condición con toda la
naturalidad del mundo; que justifica cada acto, por horrible que parezca, como
si fuera el único acto posible. ¿Qué le parece el ejercicio? ¿Difícil,
espantoso, horrible?
Al realizar el ejercicio anterior, cabría preguntarle qué le
ha quedado: ¿el horror de quien se acerca a un abismo profundo o la curiosidad
de quien se ve al espejo? La respuesta depende de su habilidad para colocarse
más allá del bien y del mal o de su inexorable claudicación ante la imponente
intensidad de las imágenes que perciba. Pocos son capaces de, a la hora de
juzgar, colocarse en una posición de absoluta frialdad analítica. Muy pocos,
repito, son capaces de tan saludable tarea.
Uno de esos pocos es Jorge Luis Borges. Con gran agudeza,
utilizando la razón como principal recurso, Borges hurga sigilosamente, muy a
su manera, por entre laberínticas existencias de personajes representativos de
la esencia humana.
Fijémonos en uno de los relatos más característicos de
Borges con el objeto de acompañarlo a una de esas aproximaciones al laberinto
de la conciencia humana. Deutsches Requiem es el relato al que me refiero. Es
esta una de las piezas literarias en que este escritor universal penetra con
más agudeza por entre los laberínticos rincones del alma humana. El relato está
narrado en primera persona. Otto Dietrich zur Linde es el narrador-personaje.
Soldado defensor de la causa nazi, hecho prisionero tras el fracaso alemán en
la segunda guerra mundial, es condenado a muerte “por torturador y asesino”,1
según lo manifiesta él mismo. Ya al umbral de la muerte, zur Linde enjuicia su
vida, tomando como epicentro su participación en la guerra y, más importante
aun, su adhesión absoluta al sueño nazi.
El lector poco avisado corre el riesgo de dejarse confundir
por este relato de Borges. El título mismo está concebido para despertar
suspicacias. Habrá quien piense que el autor de este texto toma partido por la
causa nazi. Pero no. La mayor virtud del Borges escritor consiste precisamente
en plantear posibilidades; inducir al lector a un gesto de interrogante
perpetua, o circular, para usar un término borgiano. Borges pone a Dietrich zur
Linde a defenderse con buenas razones... y, claro, no podría ser de otro modo.
Sería una patente falta de honestidad intelectual hacerle trampas a los
personajes por el solo hecho de que no comulguemos con sus posiciones o ideas.
He aquí una de las pruebas de fuego de todo escritor, y Borges sale de ella
invicto. Se sabe que existe una vasta literatura en que Borges se convierte en
defensor del pueblo judío. Sin embargo, en el relato al que aludimos parece
convertirse en cómplice del torturador y asesino zur Linde. La explicación a
dicha discrepancia hay que buscarla, insisto, en la honestidad intelectual de
Borges.
En Deutsches Requiem, a través de Otto Dietrich zur Linde,
Borges se ve al espejo y contempla de aquel lado el trágico destino, no ya del
hombre alemán, sino del hombre en sí. Se pregunta a través de la literatura qué
parte del mundo murió con el fracaso alemán. Yo no condeno a Borges por esa
pregunta, así como no lo condeno por ninguna otra. Este relato no es otra cosa
que una interrogante visceral, un intento (y claramente un acierto) de penetrar
un laberinto donde copulan dragones y palomas. Dietrich zur Linde traza las
líneas argumentales de su tragedia personal (símbolo indudable de una tragedia
mayor) con tal profundidad que ningún lector imparcial (ave rarísima) la tomará
por superflua o poco fundamentada.
Cuenta el personaje sus antecedentes familiares, es decir,
una muy comprometedora genealogía, que es ya, en cierto modo, sin que por esto
adoptemos una actitud determinista, presagio de su ulterior destino. A esto se
suma una sucesión de elementos acumulativos en la conciencia de zur Linde que
constituyen, en cierto modo, una parábola sobre el surgimiento del nazismo.
“Durante el juicio (que afortunadamente duró poco) no hablé; justificarme,
entonces, hubiera entorpecido el dictamen y hubiera parecido una cobardía”,
dice zur Linde. De esa manera retrata lo que es, sin duda, una obsesión
alemana: la adhesión espiritual a un ideal de fuerza o poder y el rechazo casi
patológico a la debilidad. Más adelante, zur Linde repetirá esta misma idea,
aunque con otras palabras.
Otro elemento de la sucesión antes mencionada que hemos de
tomar en cuenta (pensando siempre en Alemania como trasfondo) es el contacto de
zur Linde con lo más esencial de la filosofía alemana. He aquí su testimonio:
“Hacia 1927 entraron en mi vida Nietzsche y Spengler”. Nótese que dice
“entraron en mi vida”, apuntando así a la influencia decisiva que ambos
tuvieron en él. Para nadie es un secreto que Nietzsche, especialmente, fue, si
no un arquitecto, al menos un factor catalizador del delirio de grandeza
alemán.
En este relato, como en tantos otros de Borges, cada frase,
cada palabra es fundamental. Cada concepto, cada acto es una pieza decisiva.
Ninguna hoja de otoño desciende del árbol en vano. La alusión a Nietzsche y a
Spengler no es casual. La aparente sugerencia de Borges es que debe tomarse con
seriedad la influencia histórica de la filosofía alemana en el papel jugado por
el pueblo alemán en tiempos modernos. Aunque, por supuesto, no vamos a cometer
la idiotez, que tampoco incurrió en ella Borges, de supeditar la violencia o
las ansias de gloria del alemán a la literatura de Nietzsche. Lo que sí debe
subrayarse es el insoslayable vínculo entre ambas cosas. En este relato abundan
los ejemplos que atan, irremediablemente, la vida de zur Linde con la
concepción nietzscheana del superhombre.2
“No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí”,
declara zur Linde. Cómo no pensar aquí en el muy conocido concepto de Nietzsche
del criminal que no está a la altura de su acto. Para este filósofo alemán (y
esto se desprende de su entera filosofía), zur Linde sería el criminal ideal,
que sí está a la altura de su crimen. Éste que hemos citado es el vínculo más
estrecho entre la filosofía y el surgimiento del torturador y asesino zur Linde
o, lo que es lo mismo, entre filosofía alemana e historia alemana. De manera
que este relato genial nos proporciona una especie de macro-visión histórica
que nos hace comprender mejor el drama de Alemania.
Otro acierto de Borges en su tránsito por el laberinto de la
conciencia de su narrador-personaje es la relación alemano-judía, vista a
través del encuentro entre zur Linde y el personaje David Jerusalén. Si zur
Linde representa al pueblo alemán, el poeta Jerusalén encarna al pueblo judío.
Pero, ¿por qué escoge Borges la figura de un poeta para representar al pueblo
hebreo? Dos posibles respuestas, que se contraponen entre sí, pudiéramos citar.
La primera tiene que ver con la imagen del poeta ante el poder. Es decir, la
condición de poeta como encarnación de la debilidad, de enfermedad del
espíritu. La segunda apunta a algo absolutamente distinto, como ya he indicado:
la poesía o el poeta como ente de fuerza y, por lógica consecuencia, como
peligro amenazante. Aunque el contexto del relato señala a la primera de las
posibilidades como la más factible, veo en la segunda cierto fundamento, o casi
tanto fundamento como en la primera. Me parece que a esto alude también Borges
cuando presenta a David Jerusalén como poeta. La verosimilitud que le atribuyo
a lo antedicho tiene su raíz en otros relatos de Borges. Bastaría con valernos
de la brevísima Parábola del Palacio,3 en la que se plantea la posibilidad de
que la poesía (y en general la palabra) sea capaz, incluso, de borrar el
universo y transfigurar su esencia, convirtiéndolo en un mero (¿?) símbolo.
Es también seductora otra conclusión de Borges. Esta
conclusión se refiere al asunto de la relación que el alemán zur Linde tuvo con
el judío David Jerusalén, a quien el primero tenía órdenes de destruir y, en
efecto, destruyó.
“Ignoro si Jerusalén comprendió que si yo lo destruí fue
para destruir mi piedad. Ante mis ojos no era un hombre, ni siquiera un judío;
se había convertido en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé
con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso fui
implacable”, afirma zur Linde. Aquí Borges nos toma del cabello y parece
decirnos: “Miren allá abajo; observen con minucioso rigor la génesis del
espanto”. Esta cita ahonda más que cualquier otra por entre los escondrijos del
alma de zur Linde, o sea del alma nazi. Es, quién lo duda, minucioso retrato de
la esencia de este alegórico narrador personaje.
A través de todo el relato se halla presente una constante
discursiva que se parece mucho al determinismo, pero que no lo es realmente. Se
trata de la concepción borgiana de que cada cosa es lo que es porque no puede
ser otra cosa. Fíjese el lector en esta cita en que Borges pone en boca de zur
Linde varios ensayos explicativos sobre por qué el personaje ve su derrota, el
fin, el ocaso de la pesadilla nazi, como algo casi deseable. “...me satisface
la derrota, porque me sé culpable y sólo puede redimirme el castigo... me
satisface la derrota, porque es un fin y estoy muy cansado... me satisface la
derrota porque ha ocurrido, porque está innumerablemente unida a todos los
hechos que son, que fueron, que serán, porque censurar o deplorar un solo hecho
real es blasfemar del universo”. A la luz de esas aseveraciones, surge de entre
las brumas de la conciencia de zur Linde y, claramente, del ingenio de Borges,
una conclusión terrible: en un entramado psicológico como el que plantea
Borges, el verdugo es tan inocente de su crimen como lo es la víctima. Cada
personaje es lo que es porque no puede ser otra cosa. Estos juegos de Borges
tienen como raíz explicativa la clara intención de hurgar minuciosamente en el
laberinto de la conciencia humana.
De manera que, planteadas las cosas del modo antedicho e
insistiendo, naturalmente, en que esta pasión de Borges por el laberinto es en
él casi una obsesión, queda, en consecuencia, casi establecido que Borges el
narrador, el intelectual, el filósofo, el artista, no toma partido más que por
el proceso creativo, por el arte, por la honestidad intelectual, por las ansias
incontenibles y desesperadas de entender al Otro.
Notas
Jorge Luis Borges,
El Aleph, Alianza Editorial, España, 1999, pp. 93-103. Todas las alusiones al
relato Deutches Requiem remiten a la misma fuente.
Fuente : Letralia 122
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