Beatriz Pereira y
Carlos Fernández
Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que
su nombre verdadero era otro, secreto. Sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Yo
entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comala.
J.L.BORGES
Así ya puedo morir en serio.
J. RULFO
Han transcurrido veinte años desde la muerte de Juan Rulfo y
de Jorge Luis Borges. El primero falleció en enero de 1986, en México DF, a
donde había llegado siendo un adolescente. El segundo murió en junio de ese
mismo año, en Ginebra, la que entre sus íntimas patrias “me parece la más
propicia a la felicidad” [1]. México y Ginebra, ciudades-metáfora de sus
respectivas literaturas: a Rulfo hemos de considerarlo sin duda como el más
universal de los escritores mejicanos; Borges es el más argentino de los
escritores universales. Junto con el peruano César Vallejo, poeta universal
entre los universales, forman la gran tríada de la literatura en lengua
castellana del siglo XX.
El ruido acompañó los últimos años de la vida de ambos
escritores: los premios concedidos, los nunca alcanzados, las herencias, los
litigios, etc. Hoy ese ruido ha casi desaparecido: ambos han dejado de ser
fenómenos y merecen, veinte años después, la consideración de clásicos. Los dos
son maestros en el texto breve, autores insuperables en el género del cuento.
Este es el rasgo que más comparten sus literaturas, sin duda el que más los
acerca. Para ellos la relación con el lector se materializa en pocas páginas, a
veces tan sólo en una. Borges no escribió ninguna novela; Rulfo, una, y muy
breve: apenas supera las cien páginas. En ambos la palabra se libera de todo
barroquismo, de todo ornato, para rodear las personas y las cosas con líneas
precisas, expresar los sentimientos con intensidad pero sin énfasis. Literatura
que alcanza su condición de obra maestra al término de un arduo proceso de
depuración. Arte de autocensura y autoexigencia, que tiene en Kafka su
referente, su indudable maestro.
Basta leer el primer fragmento de Pedro Páramo, la primera
frase de ese fragmento: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi
padre, un tal Pedro Páramo”. Toda la novela, la literatura entera de Rulfo,
está en esa frase llena de misterio, de una belleza tan intensa, al tiempo
cautivadora y paralizante. Lo hizo notar Susan Sontag en el interesante prólogo
que escribió en 1994 para la edición inglesa de la novela, traducida por
Margaret Sayers Peden: “Con las oraciones iniciales de Pedro Páramo de Juan
Rulfo,... nos sabemos en manos de un narrador magistral” [2]. Magistral por su
poder de sugerencia, más allá del significado estricto de las palabras. Y por
la complicidad que logra establecer con un lector asombrado que ya nunca querrá
salir de la densa telaraña de esas páginas.
Esa misma concisión, similar capacidad de las palabras para
crear una atmósfera irrepetible, la encontramos en Borges. Emma Zunz es uno de
sus cuentos más perfectos: no sólo por su argumento espléndido sino por su
ejecución tan precisa y cuidada, por un uso del lenguaje capaz de crear un
marco de fascinadora violencia que cautiva al lector desde el comienzo mismo
del relato. También Borges, como Rulfo, aspira en cuanto al estilo a “aligerar
una oración pesada o mitigar un énfasis” [3]. Fue Adolfo Bioy Casares quien lo
guió por este camino: “Al contradecir mi gusto por lo patético, lo sentencioso
y lo barroco, Bioy me hizo sentir que la discreción y el control son más
convenientes. Si se me permite una afirmación tajante, diría que Bioy me fue
llevando poco a poco al clasicismo” [4]. La ceguera fue el otro cómplice en este
proceso hacia un estilo sin oropeles, como muy bien señaló Fernando Savater:
“La ceguera colabora en el acuñamiento de la obra tardía de Borges, acentuando
y simplificando sus perfiles al roerla, rotundizándola, homogeneizándola bajo
una pátina de suave emoción intelectual y permitiendo al cabo ciertas
monotonías que algunos estamos dispuestos a defender como variaciones
melancólicas y cada vez más despojadas hacia lo esencial” [5].
Borges cree que nada queda por escribir, que todo ha sido
dicho alguna vez: “La certidumbre de que todo está escrito nos anula y nos
afantasma”, nos dice en uno de sus cuentos [6]. Lo único que cabe es leer de
nuevo, releer: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me
enorgullecen las que he leído” [7]. Tiene razón Ricardo Piglia cuando afirma
que ese lector inventado por Borges -un lector que se despliega en el espacio
que hay entre la letra y la vida- “es uno de los personajes más memorables de
la literatura contemporánea. El lector más creativo, más arbitrario, más
imaginativo que haya existido desde don Quijote. Y el más trágico” [8]. Un
lector que en buena medida es trasunto del propio Borges, de aquel que decía de
sí mismo: “No sé si soy un buen escritor; creo ser un excelente lector o, en
todo caso, un sensible y agradecido lector” [9]. Borges fue un lector, como don
Quijote, trasgresor e impertinente. Su don es leer como nadie lo ha hecho
antes. Y su arte, contarlo por escrito. Su literatura aspira a contagiarnos esa
idea provocadora, quijotesca, de la lectura: todos los libros, los suyos
también, han de ser leídos de otra manera, pues “el que lee mis palabras está
inventándolas” [10].
También Rulfo, como Borges, fue un lector voraz -“cuando era
joven leía dos novelas diarias...”. Pero tras tantas lecturas llega a una
conclusión distinta, según declaró en una entrevista concedida a Fernando
Benítez y publicada en 1980: “Yo quería leer algo diferente, algo que no estaba
escrito y no lo encontraba. Desde luego no es porque no exista una inmensa
literatura, sino porque para mí sólo existía esa obra inexistente y pensé que
tal vez la única forma de leerla era que yo mismo la escribiera. Tú te pones a
leer y no hayas lo que buscas. Entonces tienes que inventar tu propio libro”.
El resultado: Pedro Páramo. Y después, el silencio. Porque, ahora sí, todo está
escrito. Rulfo se callará para siempre, dejando que sean los lectores los que,
tras una tarea interminable, den la versión definitiva a su novela. En esa
misma entrevista, confiesa: “Pedro Páramo es un ejercicio de eliminación.
Escribí 250 páginas donde otra vez el autor metía la cuchara. La práctica del
cuento me disciplinó, me hizo ver la necesidad de que el autor desapareciera y
dejara a sus personajes hablar libremente, lo que provocó, en apariencia, una falta
de estructura. Sí hay en Pedro Páramo una estructura, pero es una estructura
construida de silencios, de hilos colgantes, de escenas cortadas, donde todo
ocurre en un tiempo simultáneo que es un no tiempo. También perseguía el fin de
dejarle al lector la oportunidad de colaborar con el autor y que llenara él
mismo esos vacíos. En el mundo de los muertos el autor no podía intervenir”
[11].
Dos escritores como son Borges y Rulfo fueron antes, o al
tiempo que levantaban sus formidables edificios literarios, grandes lectores.
Logran dar un nuevo sentido a ese lector-creador que escribe literatura con
palabras prestadas. Como dice Borges: “Una literatura difiere de otra ulterior
o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída” [12]. Pero un gran
lector-creador es necesariamente un escritor heterodoxo, capaz de alterar en
sus textos las categorías establecidas de los géneros literarios. Esto es muy
evidente en Borges como lo señaló con gran acierto Fernando Savater: “Algunos
exégetas se atribulan intentando dirimir si fue ante todo poeta, narrador o
ensayista, y aportan irrefutables pruebas de maestría en cada uno de esos
órdenes. Pero la verdadera gracia de Borges cuando está en ‘estado de gracia’
resulta de que nunca es ‘ante todo’ sólo una de esas cosas, sino que sabe ser
narrativo en sus poemas, poético en sus ensayos y filosóficamente indagatorio
en sus cuentos. No es que su género sea la ficción sino que convierte en
ficciones los géneros literarios” [13]. El propio escritor había asumido sin
disgusto este papel heterodoxo: “Yo personalmente creo que soy un poeta, aunque
muchos tratan de disuadirme enérgicamente diciéndome que soy un cuentista
extraviado en la poesía...” [14].
Rulfo no ha escrito obra poética, sólo narrativa: un libro
de cuentos breves y una novela. Pero como ha dejado dicho con toda razón Sergio
Fernández, “El llano en llamas encuentra una nueva manera de hacer poesía en la
prosa...Poesía empapada de tristeza, solitaria, adusta....Visual, plástico las
más de las veces Rulfo nos da imágenes poéticas admirables” [15]. También en
Pedro Páramo hay párrafos extraordinarios por su valor poético y por su calidad
plástica; por ejemplo aquellos en los que Pedro Páramo evoca la figura de
Susana San Juan: “Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos
papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo
mientras estábamos encima de él, arriba en la loma, en tanto se nos iba el hilo
de cáñamo arrastrado por el viento...” Ha sido Eduardo Rivero el que ha hablado
de la transpoética de Rulfo, “suerte de rostros múltiples de una misma pulsión
creadora” [16], para referirse a su polifacético y complejísimo lenguaje
artístico.
Esta reinterpretación de los géneros se entiende y explica a
partir de esa gran libertad que ambos tenían como lectores y de la interacción
profunda entre lector y autor que los dos defienden. El primero no ha de
resignarse nunca a ser un espectador pasivo ante lo que lee; y el segundo debe
renunciar a ser considerado el creador único de su obra. La obra literaria
nunca está totalmente terminada y sus versiones, sus variaciones si queremos
utilizar un término musical, son infinitas. Una gran obra de arte acabará
siendo una obra colectiva, anónima. Sobre su novela dijo Rulfo en una
conferencia que dio en Caracas en 1974: “Fui dejando algunos hilos colgando
para que el lector cooperara con el autor en la lectura. Es un libro de
cooperación. Si el lector no coopera no lo entiende” [17]. No cabe duda de que
Borges sería el lector ideal imaginado por Rulfo, pues como escribe Savater, le
interesa no tanto lo que un escritor dice cuanto lo que nos dice: “pese a su
explícita y falsamente humilde preferencia por la lectura frente a la
escritura, nunca es tan enconadamente escritor como cuando consigna y subraya
lo que lee”[18].
Ambos escritores mostraron enorme curiosidad por el cine,
que en el caso de Rulfo hay que ampliar a la fotografía. Cine y fotografía,
arte de la luz, extraña ironía para un Borges que a los cuarenta años comienza
a quedarse ciego. Ese interés por un arte nuevo y por las posibilidades de su
lenguaje ha dejado huellas muy profundas, surcos indelebles, en la literatura
de uno y otro: la brevedad, el lenguaje elíptico, la discontinuidad del relato,
la multiplicidad de puntos de vista, etc.[19]. En Pedro Páramo, además de todo
lo anterior, es fundamental el recurso al “montaje” cinematográfico que acaba
teniendo la novela. Hay mucho de visual en la literatura de ambos, aunque con
un sentido notablemente distinto. En Borges esa visualidad tiene un componente
psicológico, mira hacia adentro, y sus descripciones tienen más que ver con lo
que les ocurre a los personajes. Rulfo, al modo del gran fotógrafo que fue,
dirige su mirada hacia fuera y nos deja instantáneas extraordinarias. Esta
doble perspectiva nos ofrece lo mejor de cada uno: de Borges, el laberinto; de
Rulfo, el paisaje.
En Emma Zunz encontramos un ejemplo de lo que acabamos de
decir: “El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y
después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una
vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un
pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del
tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del
porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman”. El
laberinto en el que se adentra la protagonista le da pie a Borges para formular
una teoría sobre la percepción que tenemos de las decisiones traumáticas de
nuestra vida. La visualidad borgeana es siempre trascendente; no es un mero
“ver” físico sino que adquiere, frecuentemente, una dimensión metafísica. En El
Aleph leemos: “Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres
de América, ...”. Hasta casi cuarenta veces emplea Borges el verbo “ver” en ese
párrafo memorable. Pero evidentemente no se trata de una visión física sino de
una enumeración que lo lleva a concluir: “...y sentí vértigo y lloré, porque
mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los
hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”. Este
final tan borgeano tiene, como acertadamente dice Savater, “el toque fantástico
que maravilla pero también sobrecoge” [20].
En Rulfo las cosas ocurren de muy otra manera. Anacleto
Morones es el cuento con el que se cierra El llano en llamas y es sin duda uno
de los mejores del autor. Su comienzo es buena prueba de esa condición visual
de la literatura de Rulfo: “¡Viejas, hijas del demonio! Las vi venir a todas
juntas, en procesión. Vestidas de negro, sudando como mulas bajo el mero rayo
del sol. Las vi desde lejos como si fuera una recua levantando polvo. Negras
todas ellas. Venían por el camino de Amula, cantando entre rezos, entre el
calor, con sus negros escapularios grandotes y renegridos sobre los que caía en
goterones el sudor de su cara. Las vi llegar y me escondí...”. Por tres veces
repite “las vi”, como si de tres fotografías correlativas de la misma acción o
de tres planos cinematográficos se tratase. El autor observa la acción y la
describe desde fuera. Se ha dicho de Rulfo que “sus fotos no cuentan nada. Sólo
muestran. Muestran a los hombres y su tierra” [21]. Algo similar ocurre en sus
relatos: el comienzo de Luvina es también paradigmático en este mismo sentido.
En Rulfo la visión es siempre física; la fuerza de su
literatura puede dar a sus descripciones paisajísticas un significado nuevo o
imprevisto, pero nunca extrasensorial, metafísico. Leemos de nuevo en Pedro
Páramo: “En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna
transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y
más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía”.
Encontramos en este párrafo sensaciones y sentimientos que emergen de las
propias palabras, pero el paisaje nunca deja de ser algo tangible, de tener una
dimensión orográfica expuesta en diversos planos, a la manera cinematográfica,
tal y como indicamos más arriba.
Susan Sontag ha escrito sobre la fotografía algunas
reflexiones que son de perfecta aplicación a la obra, fotográfica y literaria,
de Juan Rulfo: “Todas las fotografías son memento mori. Hacer una fotografía es
participar de la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona o
cosa” [22]. En efecto, algunas de las más hermosas fotografías de Rulfo son
ruinas: iglesias, conventos, mercados, tumbas. También Comala es un pueblo en
ruinas y sus habitantes, espectros. En el último párrafo de la novela Pedro
Páramo se viene abajo como uno de esos templos arruinados, también él es un
memento mori: “ Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de
caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin
decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue
desmoronando como si fuera un montón de piedras”. Pedro Páramo es una novela
hecha de recuerdos. Cada uno de sus fragmentos es una fotografía de la vida de
Comala, una imagen congelada que vemos a través de los recuerdos de los
personajes.
Rulfo, que en sus fotografías permanece tras la cámara, en
su extraordinaria novela se oculta y deja solos a los personajes. Este deseo de
desaparecer del texto narrativo forma parte esencial de la poética del autor
mejicano: “Una de las cosas más difíciles que me ha tocado hacer, precisamente,
es la eliminación del autor, eliminarme a mí mismo. Yo dejo que aquellos
personajes funcionen por sí y no con mi inclusión, porque entonces entro en la
divagación del ensayo, en la elucubración; llega uno hasta meter sus propias
ideas, se siente filósofo, en fin, y uno trata de hacer creer hasta en la
ideología que tiene uno, su manera de pensar sobre la vida, o sobre el mundo,
sobre los seres humanos, cuál es el principio que movía las acciones del
hombre. Cuando sucede esto, se vuelve uno ensayista” [23].
En Borges los recuerdos también son parte esencial de su
literatura. Pero, a la vez que dan cuenta del efecto que el paso del tiempo
tiene sobre las personas y las cosas, sirven al autor para elaborar una teoría
sobre la memoria. Funes el memorioso es quizá el mejor ejemplo de lo que
tratamos de expresar, pues “consigue el difícil triunfo de ser una parábola
inolvidable sobre la memoria y también el retrato de alguien que, como el rey
Midas, es privilegiado con un don aparentemente envidiable que le sume en una
inhumana desventura” [24]. Por esta razón, la narrativa de Borges deviene con
frecuencia en ensayo; recordemos las palabras de Savater citadas más arriba:
“...sabe ser narrativo en sus poemas, poético en sus ensayos y filosóficamente
indagatorio en sus cuentos”. Él siempre está presente en su obra, bien por vía
autobiográfica, bien por la manera que tiene de prestar sus opiniones y
reflexiones a los personajes de sus cuentos. En algunos de ellos, el propio
Borges es también un personaje: “Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo,
Beatriz querida, Beatriz pedida para siempre, soy yo, soy Borges”, podemos leer
en El Aleph.
La literatura de Borges es centrífuga; las inquietantes
historias de sus cuentos siempre nos envían hacia fuera, más allá de los
propios límites del cuento. Sus relatos provocan en el lector el deseo de ir
más allá, de llegar a esas fuentes que él ha leído del modo más imaginativo. La
gran aportación de Borges, su contribución mayor a la literatura, ha sido la
relectura de los grandes autores y libros de nuestro universo literario:
Homero, La Biblia,
Las mil y una noches, el Quijote, etc: “... tenemos estas historias y tenemos
el hecho de que los hombres no necesitan demasiadas historias” [25]. Uno de sus
personajes más trágicos -Baltasar Espinosa- se apropia de lo que sin duda es un
pensamiento del propio autor: “También se le ocurrió que los hombres, a lo
largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido
que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se
hace crucificar en el Gólgota” [26]. Para Borges la historia de la literatura
se sintetiza en unos pocos temas que son escritos y leídos una y otra vez por
las generaciones sucesivas. Se ha hablado más de una vez, y no sin razón, de
Borges como un escritor parásito, pero no todos los que han escrito al respecto
han sabido comprender el origen y justificación de ese parasitismo y la
dimensión artística que cobra en sus páginas. Alan Pauls y Enrique Vila-Matas
han hecho recientemente observaciones muy pertinentes acerca del Borges que
llega siempre después [27]. Vamos a ofrecer dos ejemplos.
Emma Zunz es, ya lo hemos dicho, uno de sus textos más
memorables: la historia de una venganza que se ejecuta como un crimen perfecto,
pero en el que la protagonista ha de someterse a una terrible vejación para
tener una coartada llegado el momento del crimen. Pero, insistimos, el relato
de Borges nos remite a otra historia que se oculta tras sus páginas: la de
Judith, la heroína bíblica, judía como Emma Zunz, que se arriesga a una
violación para salvar a su ciudad. Las diferencias entre ambas historias son
evidentes, pero tienen también muchos puntos comunes. La protagonista ejecuta
su plan, en ambos casos, con una frialdad y eficacia que nos trae a la memoria
las telas que a este tema dedicaron grandes pintores: por ejemplo el cuadro de
Artemisa Gentileschi que se conserva en el Museo de Capodimonte (Nápoles). Una
ejecución tan limpia, tan perfecta que a pesar de ser increíble se impuso como
cierta. Aquí radica la principal novedad frente a la historia bíblica: el
último párrafo del relato de Borges supone una propuesta de reflexión al lector
sobre las complejas relaciones entre “realidad” y “lenguaje”.
Otra muestra de ese parasitismo literario es El Sur,
formidable relato con el que se cierra Ficciones, que parte de datos
autobiográficos y que tiene uno de los finales más admirables de toda la
literatura borgeana. En ese final, donde se mezcla realidad y pesadilla,
creemos que late el canto 22 de la
Ilíada, el duelo entre Héctor y Aquiles. Homero relata con
todo detalle el final trágico de Héctor; Borges sólo insinúa la muerte heroica
deseada por el protagonista, que es un sueño del propio autor: “Dalhmann empuña
con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura”. Pero
es el heterodoxo Borges, el lector-creador, el que nos sugiere varias formas de
abordar ese cuento: “Yo diría que de tres modos. Pensar que es un relato
directo, que sería la primera lectura. La segunda lectura es la que yo
prefiero: es la de suponer que el personaje, que soy yo, ha muerto cuando lo
operaban y que todo lo demás corresponde al modo en que él hubiera querido
morir, ¿no? Con un arma blanca...Y, luego, habría otra lectura que nos es muy
buena, que sería lo contrario de lo que dice Watts, que dice que cada hombre
mata la cosa que quiere, y yo diría que a cada hombre lo mata la cosa que quiere
y eso sería el sur para el personaje Dahlmann: llega al sur y el sur lo
mata”[28].
Cabe decir que en Rulfo el proceso se invierte radicalmente:
sus historias, las historias de sus mejores cuentos, son como verdaderos
agujeros negros con una irresistible fuerza centrípeta. Elena Poniatowska ha
dicho con razón: ”Rulfo no crece hacia arriba sino hacia dentro” [29]. El
flash-wak es el recurso que utiliza Rulfo para lograr este objetivo, un rasgo
definitivo de su manera de relatar: contar hacia atrás de modo que la historia
se hunda en sí misma, arrastrando consigo al lector. Un ejemplo soberbio lo
tenemos en No oyes ladrar los perros. Mientras Ignacio, moribundo, es llevado a
hombros por su padre camino de Tonaya, mientras padre e hijo mantienen un
diálogo dramático, la historia se vuelve trágica cuando Rulfo, mediante una
analepsis tan propia de su estilo, introduce en el texto la figura de la madre:
“Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre”. Esa
figura materna, maternal, su ausencia, da sentido desde más allá de la vida a
toda la acción del relato.
Hay en Rulfo un concepto de la literatura como defensa, como
refugio, como parapeto desde el que el autor resiste todos los asedios. Es un
ejemplo eminente de esa “gloria solitaria” de la que recientemente ha hablado
Enrique Vila-Matas [30]. Rulfo publica en apenas dos años un libro de cuentos y
una novela corta. Y se calla ¿Por qué?. Sencillamente porque desea desaparecer
tras esa trinchera literaria que tras tantos esfuerzos ha logrado excavar. Deja
que la obra haga su labor. Rulfo abre claros en el texto, claros que cumple una
doble función: tras ellos se esconde el propio autor, al tiempo que sirve para
que el lector no se ahogue, se tome un respiro y escriba lo que falta. De nuevo
el autor busca la complicidad del lector que, muy borgeanamente, será coautor.
Porque fue precisamente Borges el que en un breve texto ha sabido captar la
grandeza de Pedro Páramo: “La historia, la geografía, la política, la técnica
de Faulkner y de ciertos escritores rusos y escandinavos, la sociología y el
simbolismo, han sido interrogados con afán, pero nadie ha logrado, hasta ahora,
destejer el arco iris, para usar la extraña metáfora de John Keats” [31]. Desde
este punto de vista, Rulfo va camino de convertirse en el escritor que mejor
encarna el ideal que Borges imaginó alguna vez: el que deja el texto entre los
lectores y desaparece tras él, poco a poco. Si creemos a Reinaldo Arenas: “En
México se habla de Pedro Páramo sin saber quién es Juan Rulfo, sin conocer la
novela. Pedro Páramo es más popular que su autor y que el libro de donde surge.
Y eso, quizás, sea la mejor recompensa a que puede aspirar un escritor”[32].
Rulfo, como Hamlet, se despide diciendo: el resto es silencio. A los lectores,
a nosotros, nos queda, como a Pierre Menard, la ingente tarea de “destejer el
arco iris”.
Jorge Luis Borges y Juan Rulfo, veinte años después de su
muerte. El uno, convertido en personaje de sí mismo, nos conduce por sus
laberintos, en los que nos perdemos para mejor encontrarnos; el otro,
voluntariamente ausente de sus narraciones, nos invita a sus paisajes, por los
que transitamos como en un sueño. En sus literaturas una veces se separan,
divergen, cada uno toma su camino en ese jardín de senderos que se bifurcan que
Borges imaginó como metáfora de la vida. En otros momentos esas literaturas
confluyen, caminan paralelamente, como lo hacen Juan Preciado y Abundio en el
segundo fragmento de Pedro Páramo. Nosotros, sus lectores, somos también sus
personajes, ellos nos han imaginado: hijos de Pedro Páramo, camino de Comala de
la mano de Juan Rulfo; criaturas que en su día emocionaron los ojos sin luz de
Jorge Luis Borges.
NOTAS
[1] BORGES,
J. L., Atlas.
[2] SONTAG, S., Se puede consultar, traducido por Aurelio
Major, en CAMPBELL, F., La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica.
Era, México, 2003, pp. 498-500.
[3] BORGES, J. L., “Prólogo” de Informe de Brodie.
[4] BORGES,
J. L., Autobiografía.
[5]
SAVATER, F., Jorge Luis Borges. Omega, Barcelona, 2002, p. 80.
[6] BORGES, J. L., “La biblioteca de Babel”, en Ficciones.
[7] Primeros versos del poema “Un lector”, en su libro
Elogio de la sombra.
[8] PIGLIA, R., El último lector. Anagrama, Barcelona, 2005,
p. 26.
[9] BORGES, J. L., “Prólogo” de Biblioteca personal.
[10] Último verso del poema “La dicha”, en su libro La
cifra.
[11] BENÍTEZ, F., “Conversaciones con Juan Rulfo”, en
CAMPBELL, F., La ficción de la memoria, pp. 541-550.
[12] BORGES, J. L., “Nota sobre (hacia) Bernard Shaw”, en
Otras inquisiciones.
[13]
SAVATER, F., Jorge Luis Borges, p.64.
[14] GARCÍA RAMOS, J. M., La metáfora de Borges. FCE,
Madrid, 2003, p. 77.
[15] FERNÁNDEZ, S., “Una nueva manera de hacer poesía”, en
MARTÍNEZ CARRIZALES, L., Juan Rulfo, los caminos de la fama pública. FCE,
México, 1998, pp. 45-58.
[16] RIVERO, F., “Juan Rulfo: escritura de la luz y
fotografía del verbo...”, en VV. AA., México: Juan Rulfo fotógrafo. Lunwerg,
Barcelona, 2001, pp. 27-32.
[17] CAMPBELL, F., “Prólogo” de La ficción de la memoria,
pp. 11-16.
[18]
SAVATER, F., Jorge Luis Borges, p. 72.
[19] Cfr. COZARINSKY, E., Borges y el cinematógrafo. Emecé,
Barcelona, 2002.
[20] SAVATER, F., Jorge Luis Borges, p. 67.
[21] BILLETER, E., “Juan Rulfo: imagines del recuerdo”, en
VV. AA., Juan Rulfo fotógrafo, pp. 39-43.
[22] SONTAG, S., Sobre la fotografía. Santillana, 2005, p.
32.
[23] RULFO, J., “El desafío de la creación”, en ZABALA, L.
(ed), Teorías del cuento, III. Poéticas de la brevedad. UNAM, México, 1997.
[24] SAVATER, F., Jorge Luis Borges, p. 69.
[25] BORGES, J. L., Ate poética. Crítica, Barcelona, 2001,
p. 66.
[26] BORGES, J. L., “El Evangelio según Marcos”, en El informe
de Brodie.
[27] Cfr.
PAULS, A., El factor Borges. Anagrama, Barcelona, 2002, cap. 7.
VILA-MATAS, E., El mal de Montano. Círculo de Lectores, Barcelona, 2003, pp.
117-123.
[28] GARCÍA RAMOS, J. M., La metáfora de Borges, p. 74.
[29] PONIATOWSKA, E., “El terrón de tepetate”, en MARTÍNEZ
CARRIZALES, L., Juan Rulfo, los caminos de la fama pública, pp. 113-114.
[30] VILA-MATAS, E., “La gloria solitaria”, en El País, 6 de
diciembre de 2005.
[31] BORGES, J. L., “Juan Rulfo: Pedro Páramo”, en
Biblioteca personal.
[32] ARENAS, R., “El páramo en llamas”, en VV. AA.,
Recopilación de textos sobre Juan Rulfo. Centro de Investigaciones Literarias
Casa de las Américas, Madrid, 1995, pp. 60-63.
Fuente : Espéculo. Revista de estudios literarios.
Universidad Complutense de Madrid
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