Por Benito Taibo
Me parece que el Festival Internacional de Poesía de Morelia
en 1981, ha sido uno de los eventos más deslumbrantes (en todos los sentidos)
que a nivel cultural se hayan realizado en este país, y tal vez en el mundo
entero. Jamás se ha reunido una pléyade de poetas de tal categoría desde
entonces.
Durante unos cuantos
días, la capital michoacana, hoy cercada y temblorosa, se iluminó de inmensa
(como diría Ungaretti) con la presencia de un centenar de personajes del mundo
entero.
No lo sabíamos
entonces, pero cuatro de esos poetas, recibirían después el premio Nobel: el
irlandés Seamus Heaney, el sueco Tomas Transtörmer, el alemán Günther Grass y
el mexicano Octavio Paz.
Pero entonces, en aquel agosto de 1981, caminaban como
simples mortales por las calles morelianas, brindaban con charanda con todo el
mundo, felices y relajados, e incluso daban consejos que muchos no escucharon,
por el alto nivel etílico al que estaban (estábamos) sometidos.
Yo iba como
periodista. A cubrir el evento. Y entrevisté a tres de cuatro.
Pero también escuché al mítico Allen Ginsberg (—“He visto a
las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura…”), al rumano
Marín Sorescu, al maravilloso Elías Nandino, al espectacular Wole Soyinka y a
otros muchos que recuerdo como sí hubiera sido ayer.
Fueron días espectaculares y emocionantes. Contaré que mi
carnal Federico Engels (escritor, locutor, hombre de bien, voz insigne de Radio
Universidad, al que extraño tanto) y un servidor, muy borrachos después de una
comida larga y llena de poetas, nos tuvimos que quedar en Pátzcuaro, porque no
podíamos, ninguno, manejar. En un hotelito nos registramos como Federico Engels
(él, cierto) y Carlos Marx (yo, no tan cierto). Hace un par de años pasé por
allí, y vi que tienen enmarcado ese registro y lo ostentan orgullosamente en la
recepción. Lloré de la nostalgia.
Todo esto viene a
cuento, porque, una de esas tardes asombrosas, mi amiga Maricarmen (relaciones
públicas del Festival) me pidió que la acompañara, sin decir más.
Me subí en la
camioneta y avanzamos a un hotel en la montaña.
Allí recogimos a
Jorge Luis Borges y a María Kodama.
Y los llevamos al
otro extremo de la ciudad (me parece que a una recepción, la memoria me falla).
Yo iba en el asiento del copiloto, mudo, empequeñecido, muerto del susto.
Atardecía. El viejo poeta ciego me pidió que le fuera describiendo lo que había
alrededor mientras viajábamos.
-Un acueducto
virreinal, de cantera, inmenso y precioso. Una fuente labrada, con tres mujeres
al centro que llevan sobre sus cabezas una ofrenda de flores, se llama “De las
Tarascas”. Un montón de pájaros negros que revolotean en el aire buscando
insectos para comer…- Iba yo diciendo y conforme avanzábamos, intentaba con
todas mis fuerzas hacerlo bien. –Tres autos llenos de chicas que van a una
fiesta de quince años vestidas para la ocasión…
Borges iba sonriendo
y asintiendo con la cabeza. Su mujer era de piedra, como las tarascas de la
fuente.
Yo seguía con mi interminable cháchara descriptiva, como un
guía de turistas enloquecido que descubría, los insondables misterios de una
ciudad que había visto muchas veces.
-Un vendedor de
charamuscas. Las charamuscas son…
Y en ese momento la
vi, por sobre un muro, observándonos atentamente mientras el semáforo cambiaba
de color.
-¡Una jirafa!
Borges comenzó a
reírse. Estábamos pasando enfrente del zoológico de Morelia.
-¿Hay muchas por
aquí?- Me preguntó.
Y respondí, con un
hilo de voz:
-No, es la única.
Pero se asoma cuando vienen los grandes poetas.
-Salúdela de mi
parte.- Dijo.
Y yo, saqué medio
cuerpo por la ventana de la camioneta y saludé, agitando la mano, a la jirafa
que rumiaba sin cesar, hojas de un árbol por sobre la barda que la encerraba.
Seguimos nuestro
camino.
Oí, como en susurros,
el poeta le preguntaba a su acompañante sí había una jirafa de verdad. Ella no
le contestó.
Tengo El Aleph
firmado por Borges, aquí a mi lado. Con letra diminuta que parece caca de mosca
sobre el papel, creo que dice: “A Benito y la jirafa”. Y su firma.
Yo la vi. Puedo dejar
testimonio frente a un notario.
Hay gente que no puede ver a las jirafas aunque crucen por
debajo de sus largas, esbeltas piernas morelianas.
Lo siento por ellas.
Fuente : Sinembargo -
México
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