Pablo R. Bedrossian
“Los católicos (léase los católicos argentinos) creen en un
mundo ultraterreno, pero he notado que no se interesan en él. Conmigo ocurre lo
contrario: me interesa y no creo”
Jorge Luis Borges
10 de septiembre de 1984.
– ¡Hola! Con Jorge
Luis Borges, por favor.
– Borges habla.
– Mucho gusto. Soy un
joven lector que desea conocerlo.
– ¿Tendría Ud.
Inconveniente en acompañarme a dar un
paseo? El médico me recomendó caminar treinta cuadras por día.
– Cómo no.
– Véngase que lo
espero.
De inmediato me dirigí a su departamento ubicado en la
calle Maipú 994, 6o piso, departamento
B, a pocos metros de la plaza San Martín, en el corazón de Buenos Aires.
Cuando llegué estaba desayunando. En el saludo reconocí
la voz trémula y pausada que tantas veces
había oído por radio o por televisión, y que aquella mañana me había respondido
por teléfono.
Frente a mí estaba un anciano ciego sumamente cortés y de
gestos sencillos. Las arrugas sobre la frente rosada delataban el paso de
los años. No sin asombro advertí que ese
hombre era parte de la historia del país,
que era el símbolo por excelencia de las Letras argentinas y que,
además, era el creador de una obra tan
sublime que ya no le pertenecía: se había hecho
universal y, en consecuencia, pertenecía a todos los hombres.
Un corresponsal de la
agencia de noticias ANSA lo entrevistaba debido a la proximidad de un viaje a
Italia. Aproveché para observar la apacible habitación. Había una vasta
biblioteca ocupada por los voluminosos tomos de una antigua
enciclopedia en castellano, otras cuyos anaqueles estaban poblados por obras en
inglés, francés y alemán, y en un rincón, una tercera, con títulos en los
mismos idiomas. El cuarto no presentaba una ornamentación excesiva; sólo
algunos cuadros con imágenes de sus antepasados o de contenido fantástico y
unos pocos de los premios recibidos.
El periodista al despedirse dijo:
– En Roma nos vemos
con el “Polaco” (en alusión a Karol
Wojtyla, el papa Juan Pablo II).
– Está equivocado. No
pienso ir a verlo… Debo ser
el único.
– Yo tampoco iría a
verlo.
Mi intervención los sorprendió. Borges preguntó:
– ¿Por qué?
– No soy católico.
Soy cristiano y asisto a una iglesia evangélica.
– ¿A cuál?
– A una bautista.
– ¿Ud. sabe? Tenía
una abuela protestante. Un bisabuelo mío era pastor metodista. Además
-refiriéndose a la iglesia católica-,
eso de la salvación por las obras nunca lo entendí.
Luego entró una mujer de aspecto europeo y le entregó la traducción de uno de sus
libros a una lengua nórdica. Finalmente iniciamos la
caminata.
Con Borges por la calle
Florida
Una mañana luminosa nos encontró caminando por la calle Florida. Mientras con su mano derecha se
aferraba a un pintoresco bastón que le
habían regalado en la provincia de Misiones, con su brazo izquierdo se
tomó fuertemente de mi brazo derecho.
– Téngame fuerte –me
dijo- que ando medio “tembleque”.
– Don Jorge…
– Por favor, llámeme Borges.
– Borges, cuántos
personajes vivirán dentro suyo.
– Se equivoca. Soy yo
en diversos estados de ánimo. Pero,
joven, hábleme de su iglesia.
Aunque sabía de su
dilatado interés en todo lo atinente al terreno teológico, la
insistencia me sorprendió. Más aún cuando recién iniciábamos
el diálogo.
– Mire, nosotros no
creemos en una religión sino en una persona: Jesucristo.
Allí mismo le hablé del amor de Dios, del arrepentimiento y
la fe.
– Y Ud., Borges, ¿en
qué cree?
– Bueno, yo soy ateo.
– Déjeme preguntarle
de otro modo. ¿Cree en una vida eterna?
– No.
– ¿Cree en la
resurrección de Jesucristo?
– Tampoco
– ¿Y en Jesucristo
como ser histórico?
– Desde luego. Si no,
tendría que pensar que los cuatro más grandes escritores de la antigüedad
fueron cuatro novelistas.
Conocía muy bien su obra y jamás había leído o escuchado de
él esta sentencia. Ambos sonreímos. Obviamente la novela era un género
desconocido en dicha época.
Entre tanto la gente se detenía para mirarnos o saludarlo.
Un joven fotógrafo comenzó a disparar su cámara insistentemente. Borges le
preguntó a qué medio pertenecía. Cuando respondió “Editorial Atlántida”, el
anciano comenzó a lanzar furibundos bastonazos ante
el asombro del fotógrafo que huyó raudamente. No sin
amargura declaró.
– Son unos
estafadores.
La charla fue progresando por diversos caminos. Hablamos de
los pueblos: La cortesía de los japoneses, el sufrimiento de los armenios y los
problemas argentinos, abordando, por supuesto, la cuestión política. Cuestionó
fuertemente a Ernesto Sábato por integrar la CONADEP.
– ¿No es revulsivo
meterse en algo así?
Pero una y otra vez volvíamos al tema del evangelio.
Allí mismo le relaté mi experiencia de
fe.
– Pero, Ud., joven,
no se convirtió en ese momento.
– ¿Cómo?
– Pienso que en
realidad fue un proceso.
– Sin embargo -le
aclaré-, lo esencial es que en ese
momento tuve conciencia: En ese instante comprendí lo que Cristo había hecho por mí.
Nuestra conversación iba adquiriendo un sentido trascendente.
– ¿Sabe, Borges?
Platón dijo: “Fácilmente perdonamos a un niño que le teme a la oscuridad. La
gran tragedia de la vida es que los
hombres le temen a la luz”.
– ¡Qué lindo!
– Pero Schweitzer
dice algo más terrible al respecto: “La gran tragedia de la vida es lo que
muere dentro del hombre mientras él vive todavía”.
– Es cierto. ¿Sabe?
Yo ahora hago todas las cosas como si
fueran la última vez. Cada acto es una despedida.
Hombres y mujeres que se acercaban para expresarle su cariño
interrumpieron nuestro diálogo infinidad de veces. Una señora mayora exclamó
emocionada:
– ¡Maestro! ¡Maestro!
– No me llame
maestro. Maestros son los clásicos. A mí
llámeme simplemente Borges.
Al mencionarle el alto afecto de la gente, y en tono de
confidencia para exagerar el sarcasmo dijo:
– Es un secreto.
Contraté a una agencia de publicidad. Por favor, no se lo cuente a nadie.
– ¿No se cansa de
atender a tanta gente?
– Me parece -confesó
en con resignación- que a la agencia de
publicidad le pagué demasiado…
Los libros y la memoria
Llegamos a “El Ateneo”. En la distinguida librería
recibieron a Borges como un prócer o mito viviente. Nos rodeó una veintena de
empleados que lo saludaron con esmerado respeto. Borges quería un libro de
sonetos de Enrique Banchs para una antología que estaba preparando. Aproveché para regalárselo y, con una
desvergüenza propia de un alucinado, le escribí una dedicatoria.
Emprendimos el regreso subiendo por la avenida Corrientes y
luego por la calle Maipú. Los temas de conversación eran variados y sus
opiniones los hacían interesantes. Hablamos de Emerson y Withman, de la cultura
universal y la nacional, de libros y editores, del Buenos Aires antiguo, de
algunos de sus cuentos. Al pasar por la esquina de Maipú y Tucumán dijo:
– Yo nací a dos
cuadras de aquí. En ese entonces no había casa de altos.
– En sus libros, Ud.
manifiesta un amor muy grande por la vieja ciudad y un conocimiento profundo de
la vida en las orillas y en los
arrabales.
– Sí. La secta del
coraje. Eso era anterior a la Ley Sáenz Peña. Los cuchilleros que nombro eran
hombres de caudillos conservadores. Entre la ex Penitenciería de la avenida Las
Heras, la Recoleta y el río había una zona brava denominada Tierra del Fuego.
También del otro lado del arroyo Maldonado, a la altura de Coghlan y Saavedra,
había otro territorio que los malevos llamaban la Siberia.
– Recién nombró la
Recoleta. La menciona frecuentemente en
sus poemas. ¿Tanto le gusta?
– No crea. El otro
día fui a caminar por el cementerio. Allí descansan los restos de mis padres.
En ese momento pensé: ‘si mis padres están en algún lugar seguro que no es en
este sitio donde todo es polvo y corrupción’.
– Borges, Ud. cree en
Dios.
– No, yo soy ateo.
– Sin embargo, Ud.
vive perseguido por la idea de Dios. Es una obsesión que revela en casi todos
sus cuentos. La cuestión es que no basta con creer. Eso no le sirve de nada si
no hay una experiencia de fe, una entrega,
Llegamos a su casa. Me hizo pasar nuevamente antes de la
despedida.
– Cuando quiera, vuelva a llamarme.
Lo miré por última vez como quien mira un recuerdo antiguo,
próximo y querido. Me fui pensando en aquel escriba del que Jesús dijo que no
estaba lejos del reino de Dios, y me pregunté si, aún en el ocaso de su vida,
Borges se animaría a entrar.
Epílogo
Publiqué este diálogo en El Expositor Bautista de agosto de
1986. Borges había muerto en Ginebra en junio de ese año. Cuando nos
encontramos él tenía 85 años, y yo apenas 25.
En esta edición 2011 agregué al texto original algunas notas
que recuperé de mi diario, sabiendo que otras que se habrán perdido para
siempre. Sin embargo, quiero rescatar algunos detalles. Omití mencionar, por
ejemplo, que antes de salir a caminar Borges desayunó, luego se fue afeitar, y
que inició nuestro diálogo sentado en su sillón. También que cada vez le hablaba de su obra se mostraba esquivo,
pero cuando mencionaba la de otros se conmovía.
La frase más extraordinaria, y que no he encontrado en
ninguna de sus obras ni en sus declaraciones, es la referida a los evangelistas
(los autores de los evangelios).
Lo que presento es la
médula del encuentro y el epígrafe con que la encabezo se encuentra en
su ensayo “Leslie D. Weatherhead: After Death”, en su libro “Discusión”,
incluido en las “Obras Completas 1923-1972″, 1974, 13ª impresión (1983),
pg.282.
Adición del 4 de diciembre de 2011
En el relato omití una sabrosa observación de Jorge Luis
Borges.
– ¡Qué pobreza la de esos escritores que usan malas palabras
como “boludo” o “mierda” para llamar la atención!
Nunca leí de Borges una palabra vulgar, aunque sea en tono
de crítica. Obviamente las conocía y las despreciaba.
Fuente : Pablo Bedrossian
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