A 30 años de su
muerte, Borges puede ser recordado como el lector más influyente y activo del
siglo XX, que recreó los clásicos y dialogó con ellos
Carlos Gamerro
Sería temerario afirmar que Borges fue el escritor más
importante o influyente del siglo XX (tendría que vérselas, para empezar, con
la secularísima trinidad de Kafka, Joyce y Proust), pero creo que a esta altura
del partido puede decirse, sin temor a exagerar, que fue el más activo e
influyente de sus lectores. Borges tenía y tiene la rara capacidad de
contagiarnos sus lecturas: su biblioteca personal, convertida en Biblioteca
personal, se ha vuelto la de todos. ¿De cuántos autores puede decirse lo mismo?
Los argentinos nos referimos con la mayor familiaridad a Swedenborg, Blake y
Chesterton, autores que, de no ser por Borges, difícilmente leeríamos; y a los
que leeríamos de todos modos, como Cervantes, Stevenson y Dante, los leemos con
sus ojos. Paralelamente, el resto del mundo lee a José Hernández, Leopoldo
Lugones, Macedonio Fernández o Evaristo Carriego, sólo porque Borges lo hizo.
Toda lectura activa modifica el libro leído. Ningún texto lo
explica mejor que "Pierre Menard, autor del Quijote", cuento en el
cual Borges coteja dos versiones del Quijote, una escrita por Cervantes; otra,
por el francés Menard a principios del siglo XX: las dos son verbalmente
idénticas, pero se entienden, viven, interpretan, sienten (es decir, leen) de
modos radicalmente diferentes. "Una literatura difiere de otra, ulterior o
anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída; si me fuera
otorgado leer cualquier página actual -ésta por ejemplo- como la leerán en el
año dos mil, yo sabría cómo será la literatura en el año dos mil" asegura
Borges en "Nota sobre (hacia) Bernard Shaw". La lectura, al menos
como la practicamos en la actualidad, suele ser un acto íntimo, solitario.
¿Cómo se transmiten a los demás nuestras lecturas? En el caso de Borges, de
múltiples modos: en las conversaciones cotidianas; en sus clases, sus
traducciones, los ensayos, artículos y prólogos que escribió; y
fundamentalmente, en los cuentos y poemas en los que las reescribe.
En algunos textos Borges contrasta la eternidad que es mera
duración, como la de la materia inerte, con la inmortalidad de lo que vive, y
por lo tanto, puede morir y renacer. "Las ideas no son eternas como el
mármol, sino inmortales como un bosque o un río" propone en "La noche
que en el sur lo velaron"; en "La escritura del dios" el
sacerdote maya Tzinacán descubre que su dios ha confiado una sentencia mágica
no a las cordilleras ni a los astros, que el tiempo borrará, sino a la piel
viva de los jaguares, que mueren y renacen para que perduren sus manchas. En
"La supersticiosa ética del lector" aplica esa distinción a la
literatura: los textos que mejor resistirán el paso del tiempo no son esos
sonetos perfectos de los que ninguna palabra puede alterarse, sino obras
?imperfectas' como el Quijote, que "gana póstumas batallas contra sus
traductores y sobrevive a toda descuidada versión".
Los clásicos no perduran sino que renacen: la Odisea, en
Ulises de James Joyce, en "El hacedor" y "El inmortal"; la
Divina comedia, en Bajo el volcán de Malcolm Lowry, en Adán Buenosayres de
Leopoldo Marechal, en "El Aleph"; las obras de Shakespeare, en
incontables puestas en todo el mundo, en "Everything and Nothing" y
"Tema del traidor y del héroe"; el Quijote en Madame Bovary, en el
Quijote de Pierre Menard; todas ellas, en las traducciones siempre renovadas, en
las que Borges ve la prueba definitiva de esta "vocación de
inmortalidad"; la obra que no resiste ser traducida morirá, porque la
buena literatura dura más que la lengua en la que fue escrita: seguirán
leyéndose Hamlet y el Quijote mucho después de que hayan dejado de hablarse en
la Tierra el inglés y el español.
Además de revitalizar esos clásicos, Borges vuelve a la vida
a sus autores. Su método está denunciado en "El hacedor", cuento en
el cual imagina un momento decisivo en la vida de Homero, cuando empieza a
quedarse ciego y descubre su destino de poeta. Entonces, Homero desciende a su
memoria personal, insufla esas vivencias en el acerbo de leyendas de su pueblo
y escribe (reescribe) la Ilíada y la Odisea. No de otro modo procede Borges: da
vida a estos grandes autores a partir de sus propias vivencias y las historias
de su propio mundo: "El hacedor" convierte al Homero joven en un
cuchillero de Quíos, e imagina la ceguera del maduro a partir de la suya
propia; "El inmortal" lo convierte en viajero a través de la vasta geografía
del globo, y de la historia y la literatura de tres milenios, como lo fue, en
su imaginación y sus lecturas, el propio Borges; en "El Aleph", las
desdichas amorosas de Dante y la transformación de esas penas en motor de la
creación reviven en el Borges que protagoniza el cuento; el Shakespeare capaz
de crear "personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los
soñó" se espeja en el Borges que creó múltiples mundos sin salir de la
biblioteca paterna.
Podríamos decir que una nueva literatura se define en buena
medida por su capacidad de reescribir los clásicos; si no es capaz de hacerlo,
es que no se trata de una nueva literatura. En ese sentido, la literatura
argentina existe porque, gracias a Borges sobre todo, ha sido capaz de
reescribir y redefinir la literatura mundial.
El autor de la nota escribió Borges y los clásicos (Eterna
Cadencia), que se publicará el mes próximo
Fuente : La Nación -
Domingo 29 de mayo de 2016
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