sábado, 4 de junio de 2016

Borges, el lector que armó nuestra biblioteca



 
A 30 años de su muerte, Borges puede ser recordado como el lector más influyente y activo del siglo XX, que recreó los clásicos y dialogó con ellos

Carlos Gamerro

Sería temerario afirmar que Borges fue el escritor más importante o influyente del siglo XX (tendría que vérselas, para empezar, con la secularísima trinidad de Kafka, Joyce y Proust), pero creo que a esta altura del partido puede decirse, sin temor a exagerar, que fue el más activo e influyente de sus lectores. Borges tenía y tiene la rara capacidad de contagiarnos sus lecturas: su biblioteca personal, convertida en Biblioteca personal, se ha vuelto la de todos. ¿De cuántos autores puede decirse lo mismo? Los argentinos nos referimos con la mayor familiaridad a Swedenborg, Blake y Chesterton, autores que, de no ser por Borges, difícilmente leeríamos; y a los que leeríamos de todos modos, como Cervantes, Stevenson y Dante, los leemos con sus ojos. Paralelamente, el resto del mundo lee a José Hernández, Leopoldo Lugones, Macedonio Fernández o Evaristo Carriego, sólo porque Borges lo hizo.

Toda lectura activa modifica el libro leído. Ningún texto lo explica mejor que "Pierre Menard, autor del Quijote", cuento en el cual Borges coteja dos versiones del Quijote, una escrita por Cervantes; otra, por el francés Menard a principios del siglo XX: las dos son verbalmente idénticas, pero se entienden, viven, interpretan, sienten (es decir, leen) de modos radicalmente diferentes. "Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída; si me fuera otorgado leer cualquier página actual -ésta por ejemplo- como la leerán en el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura en el año dos mil" asegura Borges en "Nota sobre (hacia) Bernard Shaw". La lectura, al menos como la practicamos en la actualidad, suele ser un acto íntimo, solitario. ¿Cómo se transmiten a los demás nuestras lecturas? En el caso de Borges, de múltiples modos: en las conversaciones cotidianas; en sus clases, sus traducciones, los ensayos, artículos y prólogos que escribió; y fundamentalmente, en los cuentos y poemas en los que las reescribe.

En algunos textos Borges contrasta la eternidad que es mera duración, como la de la materia inerte, con la inmortalidad de lo que vive, y por lo tanto, puede morir y renacer. "Las ideas no son eternas como el mármol, sino inmortales como un bosque o un río" propone en "La noche que en el sur lo velaron"; en "La escritura del dios" el sacerdote maya Tzinacán descubre que su dios ha confiado una sentencia mágica no a las cordilleras ni a los astros, que el tiempo borrará, sino a la piel viva de los jaguares, que mueren y renacen para que perduren sus manchas. En "La supersticiosa ética del lector" aplica esa distinción a la literatura: los textos que mejor resistirán el paso del tiempo no son esos sonetos perfectos de los que ninguna palabra puede alterarse, sino obras ?imperfectas' como el Quijote, que "gana póstumas batallas contra sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión".

Los clásicos no perduran sino que renacen: la Odisea, en Ulises de James Joyce, en "El hacedor" y "El inmortal"; la Divina comedia, en Bajo el volcán de Malcolm Lowry, en Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, en "El Aleph"; las obras de Shakespeare, en incontables puestas en todo el mundo, en "Everything and Nothing" y "Tema del traidor y del héroe"; el Quijote en Madame Bovary, en el Quijote de Pierre Menard; todas ellas, en las traducciones siempre renovadas, en las que Borges ve la prueba definitiva de esta "vocación de inmortalidad"; la obra que no resiste ser traducida morirá, porque la buena literatura dura más que la lengua en la que fue escrita: seguirán leyéndose Hamlet y el Quijote mucho después de que hayan dejado de hablarse en la Tierra el inglés y el español.

Además de revitalizar esos clásicos, Borges vuelve a la vida a sus autores. Su método está denunciado en "El hacedor", cuento en el cual imagina un momento decisivo en la vida de Homero, cuando empieza a quedarse ciego y descubre su destino de poeta. Entonces, Homero desciende a su memoria personal, insufla esas vivencias en el acerbo de leyendas de su pueblo y escribe (reescribe) la Ilíada y la Odisea. No de otro modo procede Borges: da vida a estos grandes autores a partir de sus propias vivencias y las historias de su propio mundo: "El hacedor" convierte al Homero joven en un cuchillero de Quíos, e imagina la ceguera del maduro a partir de la suya propia; "El inmortal" lo convierte en viajero a través de la vasta geografía del globo, y de la historia y la literatura de tres milenios, como lo fue, en su imaginación y sus lecturas, el propio Borges; en "El Aleph", las desdichas amorosas de Dante y la transformación de esas penas en motor de la creación reviven en el Borges que protagoniza el cuento; el Shakespeare capaz de crear "personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó" se espeja en el Borges que creó múltiples mundos sin salir de la biblioteca paterna.

Podríamos decir que una nueva literatura se define en buena medida por su capacidad de reescribir los clásicos; si no es capaz de hacerlo, es que no se trata de una nueva literatura. En ese sentido, la literatura argentina existe porque, gracias a Borges sobre todo, ha sido capaz de reescribir y redefinir la literatura mundial.

El autor de la nota escribió Borges y los clásicos (Eterna Cadencia), que se publicará el mes próximo

Fuente : La Nación -  Domingo 29 de mayo de 2016


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