El 14 de junio se
cumplen 30 años de la muerte del genial escritor. Viva recorrió lugares que él
menciona en su obra con una gigantografía de su imagen: ¿qué encontró?
Miguel Frías
La idea es sencilla y (esperemos que) más o menos original.
El 14 de junio se cumplirán 30 años de la muerte de Borges y, antes del tsunami
de notas evocativas, muchas de ellas imitando su estilo, estamos por salir con
una gigantografía a hacer fotos en zonas de Buenos Aires centrales en su obra.
Una elección arbitraria, como cualquier otra: más pintoresca que abarcadora,
libre de rigor académico y catastral. Sitios a los que les dedicó poemas.
Lugares transformados por el tiempo, como aquella cartelera de Constitución
que, a partir de una nueva publicidad de cigarrillos, le hace sentir a Borges
–en El Aleph– el alejamiento definitivo de Beatriz Viterbo, ya muerta. Pero
basta de digresiones metafísicas: intentemos ubicar la maqueta del escritor
(réplica de una foto de la colección Bioy Casares) en el taxi.
Plaza San Martín: viento y belleza. A Borges le fascinaba
caminar por Buenos Aires. De joven “buscaba los atardeceres, los arrabales y la
desdicha”; en su madurez, “las mañanas, el centro y la serenidad”. Llegamos a
Plaza San Martín, uno de sus sitios preferidos. Está casi desierta: la tarde es
gris, ventosa, fría. Ventaja: no hay curiosos. Problema: la gigantografía,
liviana, se vuela. Hasta que una tregua eólica permite hacer la foto que abre
esta nota. Borges publicó La plaza San Martín en su primer libro, Fervor de
Buenos Aires (1923). En el poema menciona “zaguanes entorpecidos de sombras” y
el modo en que “todo sentir se aquieta/bajo la absolución de los árboles”:
jacarandás y acacias. “Qué bien se ve la tarde/desde el fácil sosiego de los
bancos./Abajo/ el puerto anhela latitudes lejanas/ y la honda plaza igualadora
de almas/se abre como la muerte, como el sueño”. Aquel puerto que veía en los
años 20 del siglo XX, desde la elevación de la Plaza San Martín, ahora es
invisible.
Barrio Norte, Cinco Esquinas: entre la multitud. Se atenuó
el viento pero se acabó la tranquilidad. Estamos en Barrio Norte, parados en
las Cinco Esquinas: confluencia de Libertad, Juncal y Av. Quintana. Gentío.
Mientras intentamos tomar imágenes, unas chicas de 16 o 17 años, jumpers de
colegio privado, se preguntan “quién será el tipo de la foto”. Candidatas al
aplazo recién reflotado. En Cuaderno San Martín, título que alude a una marca
de cuadernos, Borges publicó Barrio Norte (1929): “Alguna vez era una amistad
este barrio,/un argumento de aversiones y afectos, como las otras cosas del
amor;/ apenas si persiste esa fe/en unos hechos distanciados que morirán:/en la
milonga que de las Cinco Esquinas se acuerda,/en el patio como una firme rosa
bajo las paredes crecientes,/en el despintado letrero que dice todavía La Flor
del Norte,/en los muchachos de guitarra y baraja del almacén,/en la memoria
detenida del ciego./Ese disperso amor es nuestro desanimado secreto”.
Recordamos que su magnífica erudición prescindía de la
solemnidad. Los que duden pueden buscar en internet, ese Aleph moderno, la
grabación en la queBorges cita cuartetas de milongas que le gustaban: “Parado
en las Cinco Esquinas/ con toda mi contingencia/ por ver si te rompo el culo/
ando haciendo diligencias”. Epa.
Borges está enterrado en Ginebra, Suiza, pero en el
cementerio de la Recoleta está el panteón familiar / Ariel Grinberg.
Cementerio de la Recoleta: furor turístico. Intentamos
entrar en el Cementerio de Recoleta, silbando bajito y con la gigantografía
bajo el brazo, como una tabla de surf. Un guardia insobornable nos chista y
detiene. Pero, tras remontar barreras burocráticas, logramos el objetivo.
Adentro, la imagen de Borges hace furor entre los turistas, que piden sacarse
fotos junto a ella: con el sueldo en baja, pensamos, no sería mal rebusque. Ahí
está el panteón familiar de los Borges. Leemos en el frente: “Sepulcro del
coronel Dr. Isidoro Suárez”, bisabuelo materno de Jorge Luis y vencedor en
Junín. También están los restos de Francisco Borges (abuelo del escritor, otro
militar), Jorge Guillermo Borges (el padre), Leonor Acevedo (la madre) y Norah
(la hermana). En Fervor de Buenos Aires, Borges publicó su primer poema a la
Recoleta. El final era: “Estas cosas pensé en la Recoleta/ en el lugar de mi
ceniza”. En la anterior versión, en cambio de “el lugar de mi ceniza” decía “el
lugar donde han de enterrarme”. Lo sabemos: terminó enterrado en Plainpalais,
Ginebra, un cementerio –que parece un bosque– con reyes y genios, como él.
Antes de irnos de Recoleta, notamos que en el panteón de la familia de Diego de
Alvear brilla en bronce el poema de Borges a Elvira de Alvear, según muchos, la
inspiradora de Beatriz Viterbo. “Todas las cosas la dejaron, menos / Una. La
generosa cortesía/ La acompañó hasta el fin de su jornada,/Más allá del delirio
y del eclipse, /De un modo casi angélico. De Elvira/Lo primero que vi, hace tantos
años,/Fue la sonrisa y es también lo último”.
Este puente aparece en "Mateo XXV, 30". Fue
construido en Liverpool, Inglaterra / Ariel Grinberg.
Puente de Constitución: el sur. A Borges le encantaba
recorrer San Telmo (dirigió la Biblioteca Nacional cuando funcionaba en México
564), Barracas, Constitución y La Boca. Ubicó a El Aleph en una casa ficcional
de la calle Garay. Estela Canto, a la que le dedicó el cuento y le regaló el
manuscrito, narró la pasión de él por el Parque Lezama, donde se quedaban hasta
la madrugada. Susana Ganora, profesora de literatura que estudió con Borges, lo
recuerda aun más al sur: “Le gustaba recorrer la calle Suárez; me decía que le
hacía evocar a su bisabuelo materno”. Estamos muy cerca de ahí, luchando otra
vez contra el viento: en la calle Ituzaingó, detrás de la estación
Constitución, sobre un puente que cruza, a gran altura, las vías del Roca. Fue
construido en Liverpool, está venido a menos, conserva los rieles del tranvía
que empezó a recorrerlo en 1925. Sí, borgeanos, acertaron: es el de Mateo XXV,
30 (1953). “El primer puente de Constitución y a mis pies/ Fragor de trenes que
tejían laberintos de hierro/ Humos y silbatos escalaban la noche”. Paul Auster,
en un viaje a Buenos Aires, pidió conocer algún lugar que le gustara a Borges.
Terminó en este puente –por el que ahora se nos acerca un fantasma en harapos–
con un ejemplar de Ficciones en inglés en sus manos. Volvemos al taxi.
En el Zoo: ya no hay tigres sino yaguaretes de plástico /
Ariel Grinberg.
El jardín zoológico: tigres y yaguaretés. Garúa y nos
quedamos, como en la Recoleta, con el muñeco de Borges en las gateras. Hasta
que Ana María Pirra, directora de comunicación del Zoológico, nos hace entrar
y, cortés y didáctica, nos acompaña. Los tigres hipnotizaban a Borges; de
chico, los buscaba en las enciclopedias paternas y los dibujaba. Después, se
detenía a mirarlos en el zoológico. Hoy, en esa jaula ya no están esos animales
que Chesterton definía como “símbolos de terrible elegancia” sino yaguaretés...
de plástico. “Son para concientizar. Quedan apenas 200 en el país –explica
Pirra–. En el Zoológico sólo tenemos tigres blancos, en un ambiente más moderno
y grande”.
Sobre la jaula, un cartel anuncia: “Unos pocos metros detrás
de donde usted está, se sentaba J.L.Borges, ya avanzada la pérdida de su
visión, para deleitarse con los colores de los tigres, que agitaron su
imaginación y habitaron su obra”. Y el comienzo de El oro de los tigres( 1972):
“Hasta la hora del ocaso amarillo/ cuántas veces habré mirado/ al poderoso
tigre de Bengala/ detrás de los barrotes de hierro” (N del R: el verso se
completa con “sin saber que eran su cárcel”).
Un atardecer en Villa Ortúzar / Ariel Grinberg.
Villa Ortúzar: crepúsculo. Había que llegar acá en pleno
atardecer. Borges publicó Ultimo sol en Villa Ortúzar en Luna de enfrente,
1929. A contraluz, con las últimas horas del día, la gigantografía cobra una
belleza melancólica. Imaginamos cómo sería este lugar a comienzos del siglo XX.
Al parecer, más que suburbano, campestre. “Tarde como de Juicio Final./La calle
es como una herida abierta en el cielo./ Yo no sé si fue un Angel o un ocaso la
claridad que ardió en la hondura. /Insistente, como una pesadilla, carga sobre
mí la distancia./ Al horizonte un alambrado le duele. /El mundo está como
inservible y tirado./ En el cielo es de día, pero la noche es traicionera en
las zanjas./Toda la luz está en las tapias azules y en ese alboroto de chicas”.
Aquí vivió Borges entre 1901 y 1914. Hoy hay una peluquería
/ Ariel Grinberg.
Palermo: refundación. Imposible abarcar el vasto vínculo de
Borges con Palermo. Hablemos de Fundación mítica de Buenos Aires, que fue
Fundación mitológica, hasta que el autor cambió esta palabra porque “sugería
macizas divinidades de mármol”. Ahí menciona: “Una manzana entera pero en mitá
del campo /expuesta a las auroras y lluvias y suestadas./ La manzana pareja que
persiste en mi barrio:/ Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga”. Hoy Serrano
se llama Jorge Luis Borges y en la zona no hay cuchilleros sino bares cool y
tiendas de diseño. En Borges 2135, una placa anuncia que en ese lugar vivió el
escritor entre 1901 y 1914. ¿Qué hay? Una peluquería, Maldito Frizz, con
señoras que buscan un shock de keratina y turistas que preguntan por Borges.
Nada es igual. Entonces, pensamos en el final del poema Buenos Aires, de El
otro, el mismo (1964): “Ahora estás en mí. Eres mi vaga/ Suerte, esas cosas que
la muerte apaga”.
Fuente : Revista Viva – Clarín
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