La primera figura de las letras argentinas ha recibido el
Premio Jerusalén, que la Municipalidad de esa ciudad le adjudica bianualmente
en ocasión de la Feria Internacional del Libro a un escritor destacado, por su
aporte a la libertad del individuo en la sociedad. En años anteriores
recibieron el mismo Premio Bertrand Russell, Ignazio Silone, André
Schwartz-Bart y Max Fritsch.
El rostro alargado, de pómulos altos, los ojos glaucos, uno
de ellos ligeramente entrecerrado, la piel extrañamente lisa y pálida, con un
rosa ligero que aparece de pronto: la conocida máscara espiritual de Borges. Al
principio, seria; después, animada por una pasión de la inteligencia, por un
verdadero ardor que lo rejuvenece, pero contenido dentro de fronteras precisas
y marcadas por la ironía, de manera que hablar con Borges es, lo mismo que
leer, dejarse llevar por el esplendor de una frase, hasta el límite donde la
elegancia lo permite.
¿Qué valor, qué significado tiene, para usted, su premio?
—Un significado íntimo —contesta— porque siempre me he
sentido ligado a Israel, desde la infancia. Tuve una abuela inglesa,
protestante, que sabía de memoria la Biblia. Después, en el año 16 ó 17,
resolví estudiar alemán y lo logré a través de Heine. Fui el primero en
traducir una selección de expresionistas alemanes, entre los que había muchos
judíos. La lectura de El Golem, de Gustav Meyrinck, me impresionó mucho y, a
partir de esa novela y de mi encuentro con Scholem (tengo un poema sobre el
tema, en el que rimo Golem con Scholem), intensifiqué mis estudios sobre la
Cábala. A Scholem lo conocí durante una visita a Israel, tan programada, que yo
sabía con horas y minutos lo que haría cuatro días más tarde. Sin embargo, con
Scholem no resultó; nos salimos del programa; teníamos tres cuartos de hora
para conversar y nos quedamos hasta el amanecer. Yo aprendí mucho. Espero
volverlo a ver cuando vaya a recibir mi premio. También fui amigo de Gerchunof,
soy amigo de Cansinos Assens, y he dado conferencias en la Hebraica sobre la
Cábala, Spinoza, Buber y soy amigo de León Dujovne. A propósito de Dujovne,
recuerdo que, cuando lo votamos para el premio Nacional, una señora de ilustre
apellido se opuso diciendo: "Yo no voy a caer en esa vulgaridad anticuado
del antisemitismo, pero a los judíos los fusilaría". Y, bueno, además he
dicho a menudo, en varias conferencias, que más allá de las vicisitudes de la
sangre (incognoscibles) todos pertenecemos a la mal llamada cultura occidental
(medio oriental, porque es medio hebrea), y todos, de alguna manera, somos
griegos y judíos.
¿Qué representa para usted el nombre Jerusalén,
históricamente y ahora?
—¿Ahora? Es estar en el sitio más antiguo del mundo y, a la
vez en el más nuevo y viviente. Un lugar tan abarrotado de tiempo, pasado y
actual, que al volver a Buenos Aires tuve la impresión de haber pasado de la
vigilia al sueño, no, al sueño es demasiado, a la siesta. Aquel país tan joven,
tratando de salvarse; tan vital, tan heroico; esa Guerra de los Cinco Días, y
todo ello basado en un tradición antiquísima... Estoy deseando volver. Es
inútil decir que me siento honrado y feliz por el premio, pero lo digo lo
mismo: no por inútil resulta menos veraz.
(Ni resulta menos claro, a los ojos del periodista, un rasgo
curioso: Borges dice Guerra de los Cinco Días para marcarse, tal vez
inconscientemente, un límite; para no incurrir en una participación total,
desenfrenada. Una necesidad de apartarse, de ausentarse, que jamás le ha
impedido, en los hechos, demostrarse abierto partidario de las causas justas, y
que, sin buscar más lejos el ejemplo, no le impidió ser, junto a Bioy Casares,
el primer escritor argentino que se pronunció públicamente a favor de Israel,
durante esa misma Guerra de Tan Pocos Días).
Le preguntamos: ¿Conoce usted la nueva literatura israelí?
¿Tiene una impresión formada acerca de ella?
— No conozco el hebreo, pero he hablado con escritores
israelíes que me han asombrado. Yo suponía que la tendencia literaria debería
ser, naturalmente, un acercamiento a los Salmos, al Cantar de los Cantares,
inclusive una épica, por la guerra a pesar de que el relato de las hazañas no
se produce durante las guerras sino después (nunca he conocido a un soldado de
la Segunda Guerra Mundial que quisiera hablar de eso). Pero no. Me han dicho
que no querían copiar al rey David. Que querían ser modernos. Yo les contesté
que ser moderno no me parecía obligatorio. Desde el momento en que se nace
ahora, se es moderno, quiérase o no. ¿Para qué imponerse una contemporaneidad
que, de todas maneras, ya se posee?
Hay un rasgo que persiste en la literatura judía, desde los
cuentos jasídicos hasta Heine o Agnón: es la levedad del trazo, la capacidad de
traducir una situación dramática con humor y sin recargar la expresión. ¿A qué
atribuye esa característica?
— Es cierto, esa característica existe. Es muy notable en
Heine. Hay pueblos con y pueblos sin humor. Los ingleses lo tienen, los
alemanes no. ¿Por qué razón por ejemplo en América Latina, los únicos que
tienen humor son los colombianos? Los argentinos, no. A ningún argentino se le
ocurriría hacer un chiste sobre San Martín. En Bogotá es muy común que se diga,
señalando una estatua: "Será algún prócer, pues Próceres tenemos muchos.
Héroes, pocos".
¿Qué piensa usted del doble estereotipo en el que se ha
fijado a los judíos: por un lado, personificación de todo mal y, por otro,
idealización extrema? ¿No cree que el judío tiene derecho a no responder ni a
uno ni al otro esquema?
—No cabe duda alguna. Por otra parte, un judío es un ser
difícil de encasillar en un esquema. El único esquema que lo refleja es el de
un chiste que circulaba por Nueva York: "¿Qué es un judío? Un judío puede
ser alto, bajo, ñato, narigón, pelirrojo, morocho, simpático, antipático,
pecoso, sin pecas, de orejas grandes, de orejas chicas, lo único, que lo
singulariza es que no sabe hebreo".
Borges, ¿de dónde viene su atracción por la mística judía,
por la Cábala de la que usted ha hablado y que está tan presente en su obra?
—En primer lugar, como le dije, vino de la lectura de El
Golem. Luego, en casa, tengo una nutrida biblioteca en varios idiomas sobre la
Cábala. Lo que me atrae es la impresión de que los cabalistas no escribieron
para facilitar la verdad, para darla servida, sino para insinuarla y estimular
su búsqueda. De ahí la abundancia de mitos y símbolos en los que sus autores no
pudieron haber creído. Y eso no se da sólo en los cabalistas medievales, sino
en la Biblia, en el Libro de Job, en Cristo mismo: no hablan en forma lógica,
hablan de símbolos y metáforas; no dicen abiertamente, sugieren el camino.
Fuente : Borges todo el año
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